tag:blogger.com,1999:blog-37766788725899881422023-11-15T09:25:09.773-08:00Isla59CARPE DIEMJulio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.comBlogger19125tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-21415350846546384092011-06-01T17:07:00.000-07:002011-06-01T17:25:22.335-07:00Las palabras de Edipo<div><div><blockquote><p align="justify">Publicado en Revista Destiempos. Abril/011<br />www.destiempos.com<br /> “Padre, ¿acaso no ves que ardo?”<br /> Sigmund Freud, y la interpretación psicoanalítica de los sueños<br /><br />(Introducción)<br />Sigmund Freud repite para la cultura la vocación inmemorial, una vez pronunciada por el poeta latino Virgilio: “Donde ello era yo allí devendré". Ciertamente el pensador austríaco estremeció el obscuro underground sobre el que reposaba la despreocupada vida burguesa del individuo moderno. La escala moral de valores y las más selectas construcciones del espíritu occidental, fueron súbitamente puestas en peligro por una nueva ciencia emergida; el psicoanálisis. Este método de investigación clínica provocó una crisis que hizo incluso peligrar el paradigma de la razón tal como nos llegaba a través de la herencia de la Grecia clásica, ya que no sólo se invirtieron los conceptos básicos de la psicología, al considerar al inconsciente el fenómeno primario de la consciencia, sino que, a partir del estudio de la enfermedad de la neurosis, fueron puestas al desnudo las motivaciones más íntimas del sujeto psicológico.<br />De origen judío, nacido en el oriente europeo, en una antigua región del extinto imperio austro–húngaro y discípulo directo de Charcot, notable especialista francés en enfermedades orgánicas del sistema nervioso, Freud inició su carrera en el siglo XIX como neurólogo, e interesado en llegar a comprender las verdaderas relaciones entre la mente y el cuerpo, convencido de que ambos términos tenían “una diferencia verbal no sustantiva”. No obstante, el profesor vienés se sumergió en estudios que intentaban demostrar la autonomía de la experiencia psicológica sobre otras formas de vida y conferían al plano simbólico, recreado por la imaginación lúdica, un espacio preponderante en la interpretación y tratamiento de las enfermedades mentales. A partir de los datos obtenidos mediante el estudio del paciente neurótico, la investigación psicoanalítica de comienzos del pasado siglo extrajo consecuencias pretendidamente universales, las cuales devinieron en una postulación metapsicológica: La formulación de una teoría general del hombre y la cultura. Para esto último el psicoanálisis aventuró la siguiente conjetura:<br />La experiencia histórica de la humanidad se conserva y repite en cada experiencia individual, haciendo que la “filogénesis”, entendida como el tránsito general de la civilización, sea correlativa con la “ontogénesis”, entendida como lo estrictamente particular de la existencia y condición humanas. A partir del descubrimiento previo de la personalidad neurótica, Freud globalizó el concepto hasta convertirlo en la pieza clave para la comprensión del comportamiento humano, entre tanto, la cultura era entendida como un fenómeno psicológico de sublimación ante un origen singularmente mórbido.<br />El pensamiento freudiano fue un inconfundible hito en la historia filosófica de Occidente. Después de él, la ciencia especializada volverá a insistir en el aspecto bioquímico de los padecimientos mentales, dejando intencionalmente a un lado la historicidad del paciente y los valores que brotan de la interacción social. En franca oposición, el psicoanálisis elaboró una excepcional doctrina amparada en el concepto sociohistórico del trauma. Pero aún más: los estudios llevados a cabo por Freud, guiados por la inferencia de un trauma ancestral, parecían restablecer por vía histórica la tesis religiosa –judeocristiana– del pecado y la culpa original.<br />Para el analista, en los albores de la humanidad se había cometido el peor de los crímenes: el Padre fue asesinado por el hijo para usurpar su lugar de autoridad en la comunidad y poseer sexualmente a su madre. Ese crimen no fue en modo alguno contingente, relataba una experiencia universal del hombre quien, después de realizar ese acto, levantó todas las prohibiciones posibles para impedir que se repitiera, puesto que amenazaba desde adentro el orden social establecido y la condición misma de su estructura psicológica. Para Freud estos hechos tenían un doble campo de aparición y de lectura: el que él localizaba, en su condición de especialista, en la imaginación neurótica de sus pacientes, y aquel en que los datos los proveía la historia; específicamente la nueva etnología que, con sus investigaciones de campo en las comunidades primitivas que todavía subsisten, aportaba un extraordinario material, apto para ser sumado como indispensable prueba empírica, a la teoría psicoanalítica del hombre y la cultura.<br />El pensador austríaco dedujo consecuencias teóricas generales que el estudio de esas pequeñas sociedades que conservan en estado larvario la memoria del más remoto pasado de la humanidad, parecía corroborar en parte: toda gens organiza su vida sobre los presupuestos de la rotunda prohibición del incesto y el asesinato a manos de otro miembro de la colectividad, y tales prohibiciones poseen un carácter hondamente religioso, primordialmente asentadas en el culto al tótem; entendido como el elemento espiritual que articula la comunidad en una estrecha relación de parentesco no consanguíneo, y que considera tabú la sexualidad endogámica y auspicia, consecuentemente, la exogamia. Dicha organización socio–totémica era principalmente económica, poseyendo un carácter manifiestamente fraternal.<br />El núcleo medular de la neurosis fue definido como el “complejo de Edipo”, debido a que el mito clásico describía, aproximadamente, una de las primeras formas en que hizo aparición la sexualidad, ya fuese desde un punto de vista filogénico –la comunidad primitiva–, u ontogénico –la infancia del paciente. En este sistema de pensamiento, la neurosis, padecida simbólicamente por Edipo, poseía una etiología evidentemente histórica que se reproducía en cada experiencia individual: la represión social de su deseo. El individuo primitivo reprimido reflejaba una conducta que lo acercaba al individuo neurótico –edípico– de nuestro tiempo, quien no había hecho otra cosa que interiorizar mentalmente el sentimiento de represión. Siguiendo este esquema, la represión que pesa sobre ambos los conduce no sólo a introyectar el deseo, sino a oponer a la realidad el culto subjetivo a lo imaginario, creyendo por igual en la “omnipotencia de las ideas” y confiriéndole a las cosas propiedades psíquicas. De este modo, el salvaje construye un mundo animista sustentado en las representaciones del alma y asentado sobre un orden social –totémico– de prohibiciones, castigos y recompensas; mientras el sujeto moderno, reproduce ese mismo sistema de disyunciones, aunque de una forma completamente ilusoria, entre tanto se evade del presente para acogerse a las reminiscencias de la infancia, o a las sublimaciones que, en ocasiones, proporciona la experiencia del arte. La internación psicológica de su deseo desrealiza cruelmente la existencia del sujeto psicológico, quien es substraído de su presente personal, exponiendo su vida al perenne fracaso ante los suyos. La neurosis sufrida por Edipo se vuelve así la neurosis de la cultura, porque lo que le sucede en abstracto al grave personaje, es lo que en la práctica ha podido vivir el individuo occidental en su angustioso, extenso y errático periclitar.<br />Edipo, figura capital de la escena griega, fue invocado por Freud siglos después, para que representara ante el público moderno la arcana tragedia sofoclea, esta vez prologada por él. Para el psicoanalista, en el personaje clásico se concentran por igual, arte, religión, sociedad, sexualidad y economía. Mas, si es cierto que Edipo de alguna manera parece poder explicar a la cultura, ésta muy pocas veces lo ha explicado convincentemente. Edipo, si nos atenemos a la teoría general del psicoanálisis, es el sujeto esencial de la cultura; él es su affaire interesante.<br /><br />Uno<br />Según la tradición clásica, atesorada por Sófocles en su tragedia Edipo en Colono, Edipo, anciano, ciego y guiado por su hija Antígona, se encontró con Teseo, rey de Atenas, en los momentos postrimeros de su vida. Teseo, según antiguas versiones donde se confunden la historia y la leyenda, era el épico libertador de Atenas del tributo impuesto por los príncipes cretenses, el olvidadizo amante de Ariadna y el vencedor del Minotauro en su laberinto. Edipo le hizo una petición al hijo de Egeo que poseía la fuerza de una promesa o de un testamento: que su cuerpo fuese enterrado en Colono, dentro de los perímetros de la Ciudad–Estado de Atenas; que el lugar de su tumba se mantuviera en secreto y sólo fuera de su conocimiento, y que ese secreto se conservase de generación en generación. Si esa tradición perduraba, Atenas se vería libre de todo mal y sería grande entre todas las ciudades de la Hélade.<br />Federico Nietzsche escribió en su primer libro de juventud El nacimiento de la Tragedia, a propósito de Edipo: “es sin dudas el personaje más doliente de la escena griega (…) pero al final ejerce a su alrededor, en virtud de su enorme sufrimiento, una fuerza mágica y bienhechora, la cual sigue actuando incluso después de su muerte.”<br />Edipo es el héroe que lucha contra la maldición del incesto, su leyenda narra la intensidad de ese desigual enfrentamiento, del que no ha podido salir intacto, pues en su figura se perciben los jirones sangrantes de una existencia violentada más allá de sus límites; entre tanto, la leyenda del laberinto donde cohabita el Minotauro, condujo a Teseo al fondo de un dilema que para los griegos alcanzaba una significación dramática: si el bien y la belleza supremos son verdades correlativas, ¿por qué debemos llegar a ellos por vía de la degradación de la existencia, cuyo periplo es un sinuoso pasaje que amontona en su centro el horror y la concupiscencia? ¿No es acaso este camino el que ha propiciado, por sorprendente paradoja, la sabiduría de los héroes?<br />No es exactamente cierto que los griegos secularizaron el arte al separarlo de la religión, y esto explicaría su acentuada diferencia sociocultural con respecto a las grandes civilizaciones asiáticas. El gran imaginario helénico –esto Nietzsche lo pudo ver como pocos– responde a una aguda inquietud metafísica donde la experiencia artística comienza a ocupar el lugar que ocupaba antes la religión, haciendo suyas sus preguntas fundamentales, pero que al reubicarlas en el contexto de la expresión y la belleza, harán variar su milenaria significación. Lo que hay en el arte de empresa eminentemente secular, guarda una estrecha relación con la problemática histórica del hombre. En sus orígenes, esa empresa fue concomitante con la religión y como ella, estuvo destinada a construir por vía paralela, el mito originario de la especie, teniendo como auxiliar a la metáfora que, por un lado sirvió para elaborar el imaginario cultural y por el otro, para establecer al hombre sobre una de sus tantas definiciones posibles. Por eso, si la religión se viese hipotéticamente reducida al ámbito de la metáfora, y el arte se proyectara primordialmente hacia las preguntas por el significado y el sentido de las cosas, ambas experiencias culturales intercambiarían papeles en un libre juego de vasos comunicantes, y la primera pudiera ser entonces comprendida como una manifestación alegórica de carácter estético, y, el segundo, como una pregunta axiológica que adopta una forma alegórica.<br />Edipo y Teseo son los respectivos vencedores de la Esfinge y el Minotauro. Con las particulares victorias de estos dos héroes culturales se vieron representados los ideales trascendentales de la civilización helénica: la lucha contra lo inacabado e informe por medio de la intuición figurativa, a través de la aprehensión sensible de la forma y de la idea. Aunque la victoria sobre los monstruos es siempre parcial, de algún modo permanecen en la sombra y a la espera. El difícil triunfo sobre ellos es como un ciclo que se repite, mientras el enigma propuesto a Edipo por la Esfinge parece irónicamente aludir a su propio destino: “¿Quién es ese ser que al amanecer camina a gatas, al mediodía en dos pies y en la noche en tres?” Edipo, niño, adulto y al final viejo, enfermo y ciego, apoyándose en un báculo. ¿Qué es lo que se muestra siempre como inacabado e informe y perpetuamente extraviado en la línea torcida de un rizoma? El destino mutilado del hombre, quien no ha podido acceder a su plena condición de figura. Porque, ¿no es en el contexto de esa civilización originaria en la que las fuertes tensiones entre la leyenda y la historia expresaron por primera vez la problemática milenaria de la especie?<br />Sólo hay una figura en el teatro helénico que puede rivalizar con Edipo en dolor y consternación, esa figura clásica es Orestes perseguido y enloquecido por Las Erinias. Es como si ambos mitos se encontraran y bifurcaran a un mismo tiempo, el primero, al corroer desde adentro la familia humana, por medio del parricidio y el incesto; el segundo, al consumar el asesinato de la Madre en nombre de los principios que sostienen la idealidad paterna. En la tragedia de Esquilo, Las Euménides se describe así a estos seres fatídicos los cuales atormentan al Átrida después de que éste ha consumado su crimen: “(…) carecen de alas, son negras y su sólo aspecto inspira horror”. Aludiendo al destino irrevocable –ananké– que ronda inclemente a los personajes clásicos, sentencia Freud: “el oráculo pronunció la misma maldición sobre nosotros antes de nuestro nacimiento”.<br />No sabemos hasta qué punto sería lícito indagar por qué del mismo modo en que existe para el psicoanálisis freudiano el “complejo de Edipo”, no fue nunca convenientemente establecido el “complejo de Orestes”. No obstante, el psicoanálisis terminó delineando, aunque fuera de una manera parcial, el llamado “complejo de Electra” ejecutora junto a Orestes de la venganza de los hermanos. En un ensayo sobre el etnólogo estructuralista francés, Claude Lévi Strauss, el escritor mexicano Octavio Paz afirma –no es textual–: si en las sociedades occidentales, establecidas originalmente dentro de los límites psicológicos que prescribe el régimen patriarcal, Edipo traza la escabrosa parábola de un constante regressus ad uterum que no acaba nunca de completarse, en sociedades donde los límites psicológicos los fija desde milenios la figura materna, la paradoja consiste no en querer llegar a la Madre, sino en “la imposibilidad de salir de ella”. Desde este ángulo, el mito de Orestes es anterior al de Edipo, puesto que si el segundo supone la crisis que subyace en una organización social donde las prerrogativas del Padre y las impugnaciones del hijo se enfrentan inexorablemente, el primero demarca el límite donde nace un nuevo tipo de sujeto psicológico emergido sobre las ruinas de la más antigua de las sociedades; el matriarcado. Entre tanto, en el ciclo de la leyenda tebana, Padre y Madre se convierten en fragmentos de la más radical transgresión, porque es el futuro de la familia en sí el que es puesto a prueba, y su disolución o reconstitución involucra el porvenir humano en su conjunto; al destino de la especie encarnado en la persona psicológica del hijo de Layo y Yocasta.<br />Hay en Orestes como en Edipo algo que los confina al “no–lugar” de la locura, de la marginación patológica, y al intento de subversión en sí de todos los valores, mientras se nos presentan siempre a la espera, colocados “en el umbral” de todo conocimiento, y como “algo a punto –solamente a punto– de nacer”. Porque ambos asoman como entidades potenciales que no acaban de configurarse enteramente en el mapa de nuestra geografía existencial. Edipo no existe, no obstante “está ahí, siempre al acecho…” Pero justamente por ser un delirio, un elemental fantasma lúdico, es que persiste irremediable en su latencia, poniendo a prueba el destino secular de la humanidad.<br />Bronislaw Malinowski, uno de los fundadores de la etnología moderna, aun admitiendo su inestimable deuda con Freud, expuso con sus investigaciones de campo sobre las sociedades matriarcales, la incapacidad de la propuesta psicoanalítica para hacer de Edipo el protagonista omnipresente del comportamiento universal del hombre. Ya que el personaje clásico, como figura psicológica extrema, no puede aparecer allí donde el Padre todavía no ocupa ese lugar de autoridad que será luego disputado por el hijo. Por tanto, si el “complejo” no puede demostrar su universalidad, es porque no es del todo consustancial a la naturaleza humana y fracasaría como núcleo de una teoría global del hombre y la cultura. En términos generales, si entendiéramos los mitos de Orestes y Edipo como conceptos encerrados en sus respectivas particularidades, difícilmente coincidirían como postulados universales, y el psicoanálisis por sí mismo se volvería incapaz de elevarlos a esa posición. Por eso es que Edipo, como Orestes, sólo puede existir en el área interior de un triángulo psicológico, que es como un campo de fuerza traspasado por múltiples interacciones, donde se gesta no sólo la personalidad del hijo, sino en la que se le otorga un lugar especial a la precondición psicológica de los padres.<br />Deberíamos considerar que la propuesta más importante que nos dejó el freudismo, no es que el “complejo de Edipo”, estratificado, tenga que ser el núcleo definitivo de su metapsicología, sino que con el estudio de la neurosis se haya podido definir el rasgo más universal del comportamiento humano. Para ello, lo principal sería aislar convenientemente la figura psicológica de la cual brota la imaginación neurótica, partiendo de una interpretación mucho más libre e integradora. Imaginación neurótica que pudiera ser entendida como un concepto laxo y a la vez dinámico, que se desliza desde las figuras de Agamenón, Clitemnestra y Orestes, al mito de Edipo y sus padres, debido a que no se encuentra sujeta a una precondición inamovible y estrictamente fijada a una leyenda, para de esta manera resistir mejor la prueba de lo universal, y finalmente plasmar lo que realmente es en su instancia más esencial y constitutiva: “el complejo medular del hijo en el contexto también medular de la sociedad humana”.<br />Esto último tal vez explicaría la universalidad que posee la prohibición del incesto (Lévi Strauss), establecida con la aparente intención de ubicar al hijo dentro de un orden social muy bien delimitado. Por eso es que los mitos de Orestes y Edipo fracasan en cuanto pretendemos convertirlos en nociones que describirían por separado el comportamiento global del género humano, en la misma magnitud en que se reconstituyen en cuanto se reúnen en la figura antropológica del deseo y la imaginación desbordante. Si como hemos dicho, el mito de Orestes se halla ubicado en el momento en que se produjo la extinción de la sociedad matriarcal, junto a Edipo compone el complejo irresuelto de la neurosis, y define su otro polo psicológico. Pues ambas leyendas parecen insertarse en nuestra naturaleza para inmediatamente desvanecerse, esquinándose en el lugar más remoto del tiempo y la consciencia.<br />O. Paz ha escrito “el hombre es un ser enfermo, y su enfermedad se llama fantasía”. La fantasía es esa experiencia universal que despliega a lo largo de la historia sus más variadas formas y es del todo correlativa a la existencia plural del hombre. Pero, ¿qué emociones contenidas, – ¿edípicas?, ¿orestianas?– proliferan en el interior de cualquier elucidación acerca de estos seres trágicos? ¿Por qué es que esas lacerantes pesadillas nos conciernen? Y sobre todo, ¿por qué es que alcanzan para siempre, y gracias a la Tragedia ática, ese valor absolutamente universal, como si el arte clásico pudiera brindarles con respecto a la humanidad, ese estrecho vínculo que la historia y la sociedad le negaron en parte?<br /><br />Dos<br />En las últimas décadas del siglo XIX, por la misma época en que Freud iniciaba sus investigaciones, el arqueólogo prusiano Heinrich Schliemann descubría en Asia Menor las ruinas milenarias de Troya, junto al estrecho del antiguo Helesponto y entre los ríos Escamandro y Simois. Y del mismo modo en que Troya se encuentra inscrita a una particular geografía, el pensador austríaco nos entregó las primeras detalladas descripciones sobre la geografía interior del subconsciente, y su extraordinaria labor, como la de Schliemann, fue arqueológica.<br />Si nos situásemos en el peregrino “caso Schreber”, quien constituye por su invaluable testimonio, uno de los paradigmas de la psiquiatría moderna, veríamos que ese testimonio fue utilizado por Freud para iniciar desde él una de sus grandes excavaciones en los estratos inferiores de la consciencia. Aquel gran perturbado que fue Schreber asumió con respecto al valor de las palabras, una actitud semejante a la de un poeta como Federico Hölderlin, quien resumiera en una frase esa compleja relación existencial con la omnipresencia del lenguaje padecida por el sujeto psicológico: “La Palabra es la morada del hombre”. Anota por su parte Schreber en su memorabilia alucinada: “(…) palabras que se introducen por la fuerza en el espíritu de uno y que se desarrollan allí como cuando uno recita una lección de memoria. La voluntad nada puede hacer contra estas palabras. De modo que uno se ve forzado a pensar sin tregua". Más allá de ese “pensar sin tregua”, detrás de ese pertinaz enclaustramiento en “la morada del verbo”, y de ese exceso de significación que de tanto decir termina por no significar, ¿qué es lo que el gran paranoico que era Schreber, o el extraordinario poeta que fue Hölderlin, nos quisieron expresar? Sobre todo cuando el lenguaje deviene en letanía interminable, en insaciable monólogo circular pronunciado a la manera de un agotador catecismo. La pregunta sobre el significado de la Palabra es la misma que O. Paz restablece a nivel literario, y que Lévi Strauss le hiciera al lenguaje: “¿Qué quiere decir, decir?” Interrogación que resultaría ambigua si no fuera porque el testimonio de Schreber, como el del poeta, alcanzara en ocasiones una acentuación mística: “(…) era como si cada noche durara varios siglos, de modo tal que, durante esta inmensidad de tiempo, bien podían haberse operado en la especie humana, en la tierra misma y en todo el sistema solar, las transformaciones más profundas." ¿Cuál es el papel que juega el lenguaje en relación a esta certeza paranoica? Tal vez la creencia de que si el lenguaje se detiene, el universo entero colapsaría, y que, en esa interminable noche, –soportada indistintamente por el loco y el poeta– la labor inestimable del pensamiento y la poesía consiste en salvar al mundo.<br />Frente a toda la angustia que provoca la consciencia culpable, el paciente neurótico despliega en su interior la cortina del lenguaje, con la intensión de que su palabra sustituya a la realidad, que de algún modo la fantasía resuelva aquello que su vida acuclillada no ha podido solucionar y lo devuelva a la ilusión de un temps retrouvé, que es también el tiempo magnífico de Dios y de los ángeles.<br />Según Freud, la homosexualidad reprimida de Schreber era pábulo de su comportamiento neurótico, y suponía un agudo conflicto con la figura paterna que de algún modo podría reproducir frente a ésta, una pasiva actitud de idolatría más cercana a la ideación característica de un Orestes, que a la de un Edipo parricida. No obstante, en su delirio Schreber cree ser “la mujer de Dios” como si Edipo y Orestes nada tuvieran que hacer allí, y “el síndrome del hijo” se diluyera en la noche terrífica de la sexualidad más absoluta. Mas, ¿quién es el que fornica? ¿El hijo? ¿El padre? ¿“La mujer de Dios”? ¿Sigue Schreber encerrado en el triángulo original de la familia? ¿No es ese Dios que lo posee –que la posee “a ella, insaciable meretriz”– el Padre fundamental?<br />En el libro de la interpretación de los sueños de Freud, existe este pasaje sobrecogedor: La noche de la muerte del hijo, el Padre le visita en su recamara; allí está el hijo amortajado y el Padre, agobiado por el cansancio, se ha ido a recostar a la habitación contigua... ¿No es acaso ese sueño compartido que ambos experimentan, el que denuncia a esa “pequeña muerte” que es la sexualidad? Sumergido en ella el hijo atraviesa los angustiosos linderos de la muerte psicológica y reaparece bajo el slogan rutilante de “la mujer de Dios”. “El caso Schreber” representó una de las exploraciones más profundas del inconsciente, allí el pensador austríaco anduvo por las ruinas de la personalidad humana, rodeó los abrojos milenarios de su sexualidad deshecha, vislumbró lo que para él era la tragedia irresuelta de la especie, y se detuvo horrorizado.<br />Pero prosigamos con el sueño que el propio Freud tuviera y que alcanzara merecida importancia para exploradores posteriores del inconsciente, como el psicólogo estructuralista, Jacques-Marie Lacan: Una de las velas se ha caído y ha prendido fuego a las vestiduras del niño, a los graves cortinajes de su féretro, y el Padre despierta en la habitación contigua al horror de Thánatos. Y estas son las palabras que salen del umbral del inconsciente: “Padre, ¿acaso no ves que ardo?” La habitación contigua es el lugar de las obscuras visiones, aunque también del mito más prolongado de la historia de Occidente: el Sacrificio del Hijo y el Dios que, inconscientemente, no le escucha ni le mira y le deja morir. El sueño paterno de la muerte del hijo sacrificado “máximo símbolo para la familia cristianizada”, como nos lo recuerda el psicoanalista francés, ¿qué refleja? Que Thánatos reina allí donde el Padre no nos escucha. Pero, ¿qué catástrofe ha acontecido que el fundamento originario de todos los diálogos no puede reanudarse, y las figuras principales del triángulo psicológico –Padre, Madre e hijo– ya no se comunican entre sí? Pues el Padre se ha convertido en sólo una postulación de la razón teórica –teológica– entre tanto, el hijo ha sido inútilmente sacrificado en su altar… pues el sueño de la muerte del hijo no era si no “el deseo reprimido del Padre”. ¿No es esta la inútil remesa de casi dos mil años de civilización cristiana?<br />El mito del Dios único, entrevisto en las pesadillas de Orestes y en las emociones laceradas de Edipo, pertenece a ese tortuoso territorio, explorado un día por el psicoanálisis, en el que la fantasía y el delirio nos advierten de un ambiguo significado de las cosas que nos asalta y subvierte en el interior de nuestra consciencia. Porque, ¿acaso no es Orestes el hijo que regresa de un largo exilio para levantar ante la Madre el ideal del Padre muerto con la misma convicción de quien opone un concepto abstracto frente a la naturaleza corruptible? El mito de Orestes, no sólo simboliza el fin de la sociedad matriarcal, sino que tamaña idealización de la figura paterna indica que ha emergido una nueva actitud psicológica, la cual describe un cambio conceptual acontecido en el cielo de la especulación teológica. De tal magnitud y lugar, como si lo más importante fuera despejar las huellas objetivas de semejante idealización y con ella, las razones psicológicas que ulteriormente dieron motivo al mito de Dios. Y para eso, Orestes y Edipo convergen en una unidad dialéctica que, por un lado los dispara a extremos opuestos, y, por el otro, tiende a sintetizarlos en un complejo orden cultural vivido agónicamente por el paciente neurótico.<br />Buscando todavía respuestas vayamos a “Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci”, aproximadamente como el psicoanálisis se acercara a esta figura ejemplar del Arte del Renacimiento italiano. Y estas son palabras textuales de Leonardo: "Parezco predestinado a ocuparme muy particularmente del buitre, puesto que uno de mis primeros recuerdos de infancia es el de que, estando todavía en la cuna, un buitre vino hacia mí, me abrió la boca y con su cola me golpeó varias veces los labios." Siglos después, el estudioso y contemporáneo de Freud, Oskar Pfister realizaba un peculiar hallazgo en el cuadro del artista “Santa Ana, la Virgen y el niño con el cordero”: oculto entre los pliegues del ropaje de la Virgen estaba la sombra disimulada de un buitre, tal como si fuera un acto fallido del inconsciente el que allí hubiese dejado su impronta. La figura obscura del pájaro, aparecida en la fértil imaginación del niño que fuera Leonardo, se transfiere a la silueta en sombras localizada en la pintura, y, en los dos casos, remite a una experiencia de dudoso signo, vivida por el pintor en la más temprana infancia. Porque lo que ha hecho Leonardo es trasladar su experiencia, severamente traumática, a la experiencia original de “el Hijo de Dios”; como si mediante una insólita vivencia, el artista alcanzara una intuición universal que modificara incluso el concepto del pecado original, ya que era como si “el niño–Divino” hubiera caído también víctima del maleficio del buitre simbólico. ¿Es este un postulado de la imaginación delirante y del sueño más abstracto y cruel de la especie? ¿Cómo podría reconstituirse el sujeto psicológico después de una experiencia semejante, en caso de haber sido sufrida en la realidad y más allá de los símbolos? ¿Es el buitre otra prefiguración del Padre abstracto? Y, ¿es el mismo Padre que reaparece con todo su poder y esplendor en los libros del Pentateuco del pueblo hebreo, donde tramará la perdición futura del hijo de los Evangelios, una vez que la Biblia se insertara, en calidad de testimonio sagrado, como forma constituyente del sueño mórbido de la civilización de Occidente?<br />Cuando Freud abordó la personalidad psicológica del individuo incorporado a una tradición y sociedad judías, globalizó la práctica de la circuncisión para convertirla en el símbolo universal del “complejo de castración”, a través de la cual el Padre reafirmaba su radical virilidad sobre el hijo, en un contexto donde el orden de la familia reproducía al de la sociedad: la leyenda bíblica del sacrificio de Isaac a manos de su Padre Abraham, como prueba suprema de lealtad exigida al gran patriarca por el Dios antropomórfico del Sinaí, reflejaba una tradición milenaria de evidente sujeción psicológica que ha quedado inscrita en la estructura de la familia occidental, y que se transfiere, a través del símbolo de la circuncisión, de Dios al hombre y del Padre al hijo.<br />A partir de esto cabría preguntar, ¿por qué no se acostó nunca en el diván psicoanalítico a la figura del Padre? ¿Por qué es que el psicoanálisis deja a éste, como particular figura del triángulo familiar, al margen de sus investigaciones? ¿Acaso porque el Padre representa el indiscutible principio de autoridad en un doble sentido, social y psicológico, y colocarlo en entredicho habría significado poner en peligro el orden establecido de la civilización y la cultura? Por tanto, del mismo modo en que el psicoanálisis traslada a la persona del hijo la leyenda edípica, ¿no sería trasladable a la persona del Padre la leyenda del dios Saturno, devorador de sus hijos? Para el artista que fue Leonardo, la experiencia unigénita del hijo, vinculada a la sombra letífera de un buitre –entendida como incesto y progresiva devoración– es concebida in extremis, y como tal reinstalada en el cuadro de “la familia de Dios”. Mientras la tradición cultural, convencionalmente establecida, nos ofrece la descripción de un mártir enteramente desexualizado, ubicado en el contexto de una soledad cósmica que lo aparta intencionalmente de los accidentes de la familia humana en aras de la sublimación más absoluta. De esta manera, la personalidad evangélica de Jesús expresa el miedo ancestral que puede sentir el individuo occidental ante su propia sexualidad, y es justamente ese manso camino el que ha elegido “el hombre cristianizado”, sometido posteriormente a la investigación psicoanalítica.<br />Pero, ¿qué resultados perentorios arrojaron estas sucesivas investigaciones “arqueológicas”? Quizás dejar bien restablecida la consciencia de culpa para el individuo occidental, a partir de un intento de racionalización del mito bíblico de la Caída original que lo reconstituía científicamente, para instalarlo en la historia mediante la hipótesis de un trauma de suma consecuencia para la humanidad. Para el analista, el enfermo neurótico no sólo posee la capacidad de reproducir los elementos capitales de esa supuesta lesión original, en la cual se lee “la abominable historia del mundo”, sino que, en su propia perversión enumera la condición irredimible de su naturaleza.<br />La consciencia del neurótico es así un lugar en penumbras donde se manifiestan conocimientos fragmentarios, inconexos, y criterios no convenientemente esclarecidos. Detrás de la supuesta coherencia de las cosas parece habitar un trasfondo ignoto, una circunstancia nebulosa que abarca una forma de vida mucho más profunda, una experiencia vital tal vez más intensa, que vierte de manera discontinua sobre nosotros un significado radical que la consciencia no acaba de concientizar. No obstante, la situación del “no–consciente” no debería ser entendida como un espacio escatológico donde Edipo y Orestes se manifiestan ajenos al mundo; por el contrario, ambos inciden permanentemente en él por medio de las fallas de la consciencia. La persistente actividad del inconsciente no es una autónoma condición per se, sino que es el resultado objetivo e inagotable de una relación: la represión social que pesa sobre el individuo, y el modo en que esa represión ha sido revertida bajo la forma bifurcada de una específica significación cultural. El inconsciente, lo demuestra Freud, es sólo el área no concientizada de la cultura, del mismo modo que la cultura, es el ámbito donde el sujeto, de una manera u otra, proyecta constantemente su actividad.<br />El héroe clásico debe así sortear el laberinto pendiente de un hilo que le otorgue un sentido y una coherencia, no debiendo detenerse demasiado en los recodos donde acechan su propio deseo y las elucubraciones más tortuosas. Y de la misma manera en que la pasión incestuosa de Ariadna, la soledad onanística del Minotauro, y el parricidio involuntario perpetrado por Teseo –consumado en la figura del rey Egeo– componen la verdadera naturaleza del Laberinto Minoico, el análisis psicoanalítico quiso ser el sentido y el hilo de Ariadna que permitiera acceder a los enigmas del inconsciente, aunque su contenido fuera en realidad inagotable, porque se sustentaba sobre la función creadora del deseo. Eso es, primordialmente, Edipo y Orestes, y es además Teseo y Schreber: El deseo proyectado bajo la forma de una red que extiende dramáticamente en el espacio y en el tiempo la madeja de la cultura. Y como en el laberinto, toda experiencia existencial se encuentra bifurcada entre lo que es y lo que creemos ser, entre lo que somos y el “deber ser”. No es por eso casual, que las bases, tanto sociohistóricas como psicológicas, del “imperativo moral categórico”, (Kant) hayan sido propuestas y explicadas por Freud: La represión ante el deseo; la autorestricción frente a la fuerza –edípica– de una trasgresión que terminaría por rebasar los límites admitidos por la civilización.</p></blockquote><div align="justify"><br /><br />Tres<br />En el Teatro griego más originario, el personaje que encarnaba al dios Dionisos se presentaba como el puro acontecer del deseo, exteriorizando sobre el escenario la catarsis provocada por la embriaguez del vino y la danza ditirámbica. En ese teatro, el dios era concebido como la escenificación intransferible del ser. Para Nietzsche, si Jesús de Nazaret repetía la culpa trágica de Dionisos, como el Nazareno, el infalible destino del dios de las bacantes era ser sacrificado para renacer en los festivales áticos de la vendimia. Pienso que no se ha meditado lo suficiente que esa relación única que tuvo el griego con el dolor, que tanto conmueve a Nietzsche, preludia el nacimiento histórico del Cristianismo. Por eso es que los primeros actores buscaban ser semejantes al dios, intentando conservar la fuerza inaugural del Arte de la Tragedia, devenida con el tiempo en drama, y con el Cristianismo, en auto sacramental.<br />Una de las características que soporta el teatro por la época de Eurípides, es que Dionisos, como peculiar prefiguración del ser, ha comenzado a desaparecer de los escenarios. Su plasmación escénica implicaba una integración tan grande del arte con la vida –de la simple apariencia con la nuda realidad– en un instante en que el “espectador estético” todavía no ha aparecido y donde las obras no eran si no una gran fiesta popular. Era la Tragedia, el sublime “canto del chivo”, porque ese teatro era el gran festival de la pan–democracia. Es muy difícil encontrar un pensador que haga una defensa de la cultura popular tan apasionada, como la que realiza Nietzsche en su primer libro de juventud. Para él, la auténtica tragedia murió en manos de Eurípides y de Sócrates. Del primero, porque elaboró, con la genialidad de un precursor, el complejo arte de la representación dramatúrgica; del segundo, porque con él, el ser dejó de ser un postulado colectivo del pueblo, para convertirse en patrimonio exclusivo del filósofo, en materia de especulación, en tesis académica y en estricta resultante del rigor teórico.<br />Orestes y Edipo fueron héroes dramáticos, ya que pertenecían a ese segundo momento de la escena griega. Pero ambos conservaron los nexos originales del hombre con la naturaleza trágica de la existencia, y es la rémora vital que autores como Esquilo y Sófocles supieron expresar en sus respectivas obras. Siglos después, William Shakespeare, escribirá la tragedia Hamlet, príncipe de Dinamarca. Y para decirlo con palabras de Freud y Lacan, “esa Obra reforzará –y en cierto sentido explicará– a Edipo”.<br />Hamlet es el personaje universal en quien primero cristalizó, en su forma más acusada, la interrogación ontológica. Lo paradójico es que la pregunta sobre el ser sólo puede aparecer ante su carencia más manifiesta, cuando hace mucho que ha dejado de estar entre nosotros, quedando confinado a la erudición y al abuso extenuante del lenguaje. Remitiéndose a Federico Hölderlin, el filósofo alemán Martin Heidegger, nos repite: “…se le entregó al hombre el más peligroso de los bienes, la Palabra (…)” Porque mediante la Palabra el hombre quedó preso de la sutil tasación del pensamiento y confundió “lo esencial con lo no esencial”. Por eso, si la Palabra nos salva también nos condena; nos salva, porque por ella se alza “la Casa del hombre”, con sus misterios, maravillas y ensoñaciones; nos condena, porque en esa Casa las ventanas y las puertas están clausuradas, y ese prolongado enclaustramiento engendra la náusea. Decía Hamlet, que en esa peculiar Mansión lo terrible eran los sueños. Y este criterio encierra una verdad tautológica: lo terrible son los sueños porque nos hacen soñar. ¿Cuál es el sueño de ese célebre personaje del Teatro isabelino que se hace eco de las pesadillas de la especie? Aquel que nos susurra que el verdadero peligro, la abrumadora profundidad abisal, está bajo nuestros pies, y es en vano toda huída, puesto que aun refugiados “en el espacio huero y diminuto de un cascarón de nuez”, nos alcanzarían “los obscuros sueños monstruosos”. Si la conquista del ser significa la sanación más integradora, su obsesiva búsqueda no es del todo ajena a la locura; Hamlet nos lo recuerda a cada instante. El fantasma del rey que se le apareciera al príncipe en la alta cima de una de las murallas del castillo en sombras, no es otro que el Padre escatológico, el mismo que causara la perdición de Orestes y la agonía culpable de Edipo. Ya que el Padre opera como un fatal veredicto sobre nuestra consciencia: otorgarnos una misión, aunque esta fuese terrible.<br />Hay una frase harto elocuente –ya citada–, pertenece al sueño de Freud, que sitúa la problemática relación con el Padre en su más exacta configuración: “… ¿acaso no ves que ardo?” Quien habla es obviamente el hijo, y lo hace desde el abarcador horizonte de su “ubicación medular”. Esa oración se convierte en una de las piezas claves de interpretación, puesto que es en su relación inmediata con el Padre, que la Palabra del hijo cobra sentido y dimensión universal, no sólo porque éste pretende franquear los límites psicológicos de la familia, sino porque sueña con reabrir, desde un nuevo espacio presuntamente conquistado, el diálogo con el Autor universal, portador de la fuerza genésica del Logos y la autoridad de la Tradición. Si Edipo parece decirnos que habitamos un mundo donde los signos nos engañan y nuestro destino es cruel y perverso; Hamlet, en su lugar, nos hablará de una prevaricación que confunde y extravía a la vida: el reino ha sido subvertido por la codicia, un traidor ocupa el trono de su padre y su madre disfruta sobre un lecho infame.<br />Hay un momento, acaso único, de infernación que puede llegar a ser vivido por el sujeto neurótico como la ausencia más absoluta de significado, o al menos, como si los extraviados signos indicaran hacia una dirección donde las fuentes de lo cognoscible o racionable quedasen desbordadas. ¿Le sucede a Hamlet el mismo fenómeno psicológico que se pudo constatar en el “caso Schreber”? Nos expone como respuesta el psicoanálisis, describiendo una conducta que a ratos nos recuerda la del príncipe danés: “(…) Schreber parece haber perdido todo vínculo con los demás. Lo atribuye a un derrumbe temporal y lo llama su tiempo sagrado. Así es como Schreber tiene que vérselas con fenómenos tan extraños que superan todo límite; escapan al mismo Dios. Se trata de lo inconmensurable, de la singularidad extrema. Schreber se siente como si se hallara, pues, ante una alteridad radical y se descubre a sí mismo inaccesible”.<br />Hamlet como Schreber, percibe que el universo se desploma, que los valores más irreemplazables han sido mancillados, y lo que sucede en la tierra y en el cielo sucede en su propia Casa: Edipo termina su vida, desterrado, enfermo y ciego; Hamlet, por su parte, enloquece y muere. Mas ¿qué es lo que los distingue? En la gran pieza isabelina lo que está en ciernes en Edipo, posee allí una significación de primer orden: La Ciudad política agoniza y las instituciones de los hombres ya no pueden ser legítimas. Para ambos el profundo conflicto no se resuelve, en el caso del rey Edipo, porque Tebas, como Ciudad elegida para realizar en ella su misión, ha quedado estigmatizada por la transgresión de las leyes consanguíneas; en el caso del príncipe danés, porque los problemas que suscita la existencia cada época tiende a volverlos insolubles. Pero si hay algo en la locura del príncipe que recuerda esencialmente al tebano, es que pocos personajes de la literatura universal han sido tan escarnecidos, estando aún ahítos de un pletórico sentido. Si a Edipo le ha sido prohibido su deseo, a Hamlet le fue embargado por sus mayores su derecho a ser, y ambos sucumben por igual, buscando ansiosamente una nueva visión del mundo. Pocas obras del arte han encarnado con tanta vehemencia ese extraño maridaje entre razón y sinrazón, mito y significado. Pero sobre todo, cómo un mundo absolutamente corrompido por la maldad humana, puede todavía estar dispuesto a entregarnos sus contenidos más profundos, haciéndolos resurgir de los marjales del escarnio y la desesperación.<br />No obstante, Hamlet insiste en que hay algo en lo que no se ha equivocado, algo fundamental que ha podido entrever en la densa niebla de la existencia. Y es ese aterrador lugar común que nos sucede a todos, pero sin embargo “hace mugir y retroceder a las estrellas”, (Léon Bloy). Y es precisamente allí donde se atrinchera la abrumada existencia –en ese formidable cielo que no es para nada especulativo– porque ya no se ignora que hay un lugar en que todo es cierto. Que hay algo sobre lo cual no podemos hacer concesiones.<br />Cuando la Esfinge interrogó a Edipo en la cima de la acrópolis tebana, lo que la hizo sentirse vencida y arrojarse al abismo, no fue la coherencia de la respuesta, fue la entereza del héroe. En el hijo acerbo de Layo y Yocasta se alzaba la voluntad de un significado, la paciente capacidad de un menester, la asombrosa intención de escoger, pese a los hombres y los dioses, su privilegiado destino. Ese regressus ad uterum que atenaza toda existencia edípica, y que es, intrínsecamente, su verdadera tragedia psicológica, pero que es tan persistente que obliga a rehacer una pregunta: ¿Qué buscaba Edipo en realidad? ¿Acaso no fue el significado omitido por sus mayores sobre su condición natural, lo que le arrastró al peor de los infortunios, enfrentado como nadie a la verdad de su ser para dar paso a la muda certeza y al movimiento que lo llevaría a estar por fin en plena posesión del auténtico en sí de su consciencia, como de la amarga comprensión de su destino? ¿Para qué derribó entonces el mito de la Esfinge y liberó a su pueblo, si renunciando más tarde a su reino inició el largo camino del destierro, culminando su extraordinario periplo ante las puertas de la mítica ciudad de Atenas y frente a la mirada escrutadora de Teseo, en quien confió su hermético y dramático testamento?<br />Si bien es cierto, que siguiendo el laberintico camino de lo edípico se llega a la Madre, es cierto además, que Edipo no se detiene y continúa avanzando, quizás como intentando mostrarnos la instancia vertebrada de una intuición fortalecida al calor del más temerario de los peregrinajes existenciales: Aquel que explora las vías de lo que Erich Fromm probablemente llamaría “una sociedad no represiva, altamente gratificante”, situada más allá del principio paterno de autoridad, y donde reinara, en la región de la más extrema lejanía, un universo regido por el “Principio del Placer”.<br />Si era ese y no otro el secreto contenido de la rebelión edípica contra la autoridad del Padre –el oculto utópos del gran proyecto de la transgresión– ¿por qué es que todas las rebeliones del hijo contra el Padre han estado destinadas al fracaso? Seguramente porque constituyen la Revolución imposible, en la que el hijo victorioso termina restaurando en sí mismo la antigua autoridad, y prolonga con esto la agonía milenaria de la especie. Sin embargo, el psicoanálisis trasluce no haber comprendido cabalmente, que el contenido radicalmente subversivo que retenía para sí el mito iba mucho más allá de una simple revuelta existencial contra la autoridad paterna, pues apuntaba hacia la configuración de una nueva cultura y sociedad humanas. Ya que si es cierto que la conducta del personaje clásico, en principio ciegamente instintiva, lo aparta de la vida en la comunidad, conduciéndolo a la soledad y al ludibrio, él se percibe a sí mismo como portador de una gran misión que le desborda, de un significado, acaso trascendental, desde el cual ambiciona reorganizar su pasado, actualizar su presente, explicar aquellas grandes verdades omitidas, comprendiendo para eso “el valor terapéutico de la memoria”, convirtiéndola en el sentido y la coherencia de su propia historia, haciéndose de esta manera carne de la experiencia más universal del hombre. Pues frente a Edipo se levanta el sol de la utopía y el sueño irrenunciable de su progenie. Si la enfermedad padecida por él es tal vez incurable, es incurable porque lo constituye, (O. Paz) porque dicha enfermedad ha terminado por develar el contenido innegociablemente humano de su naturaleza. Si la enfermedad es esa condición que describe una pérdida esencial, es además la vigencia del mito: El origen y el destino del hombre. La neurosis se vuelve así el tiempo y la vida perdidos que vierten sobre nosotros su latencia, operando bajo la forma de una tenaz reminiscencia.<br />Como posible alternativa, y a tono con una particular corriente materialista del pensamiento etnológico y filosófico del siglo XX, el también profesor como Fromm, de la Escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse propuso en su libro Eros y civilización, una corrección marxista al sistema de ideas elaborado por Freud, la cual serviría para poner de relieve los presupuestos sociohistóricos que la clásica definición freudiana del “Principio de la Realidad” no desarrollara suficientemente. Reinstalando para eso al sujeto psicológico en el contexto de una estrecha relación con una realidad más vasta y problematizada: La historia y sus diferentes estadios de socio–producción económica. Porque lo que a todas luces parece suceder, es que Edipo ya no ignora “que la batalla hay que situarla en otra parte”.<br /><br />Cuatro<br />Como resultado del impacto que el advenimiento de la Modernidad ocasionara en la religión, subvirtiendo sus vínculos históricos con la sociedad y poniendo en crisis sus grandes sistemas de pensamiento, el psicoanálisis pareció ocupar por un breve tiempo el ministerio que la Iglesia había asignado al lugar sacramentado del confesionario, y el pecado confesado del creyente se trocó en la consciencia exteriorizada del neurótico. El largo camino de la expiación, seguido durante siglos por el hombre cristianizado que buscaba la conciliación con el Padre celestial, de alguna manera parece evocar la suerte psicológica del individuo recostado en el diván psicoanalítico, quien, mediante la libre asociación de ideas, se somete al examen interpretativo de un clínico. Tanto el devoto como el neurótico manifiestan su relación con el pasado personal por medio de un remordimiento interminable, el cual contiene la fatiga milenaria de la especie erosionada por el tiempo sucesivo. Para ambos sólo el acto de contrición más prolijo, concebido como petición de indulgencia ante una autoridad socialmente reconocida, pudiera llegar a reparar esa grieta localizada en el tejido de la existencia.<br />Decía Freud, que el artista era quien único podía curarse a sí mismo, y es que hay algo, en la particularísima experiencia del arte, que recuerda la honestidad original del confesionario, aunque superado por el rigor solitario de la autoconsciencia. Para el pensador austríaco, el arte era el campo privilegiado del neurótico, su área indivisa de expansión existencial. La verdad del artista es así la verdad radical del mundo, porque esa verdad ha sido construida mediante el registro de una subjetividad avasalladora, y porque “detrás de la ilusión se encuentra el conocimiento”, (H. Marcuse). Debido a esto, es que Nietzsche pudo ver en el arte helénico la consumación del reino de la ilusión alzado por el hombre frente a la devastadora crudeza de la realidad, y fue eso lo que él, aproximadamente llamó “la auténtica metafísica del mundo”. Esto último deja el camino abierto al criterio de que la religión colinda, en ocasiones, con la experiencia artística, en el terreno del proyecto mutuo de la imaginación, la acuciosa intuición y la profusa sensibilidad. Pero sobre todo, porque indistintamente el arte, o la religión, han proveído desde siempre al individuo de una justificación moral de la vida.<br />En vías de la elaboración de su metapsicología Freud, oportunamente se preguntaba, ¿si la religión no era una neurosis obsesiva de carácter universal? La neurosis, como la religión, nos habla de un paraíso fracturado y de un tiempo congelado donde hibernan las imágenes prodigiosas e imposibles del deseo. Y ambas reflejan por igual un conflicto irresuelto, un nudo capital localizado en el entretejido que existe entre el ordenamiento de las cosas y la historia cómplice de las ideas. El lenguaje metafórico y la coherencia interna que poseen los mitos cosmogónicos, expresan asimétricamente el orden de las cosas pero lo expresan, como si esa idealidad pudiese estar interrelacionada, en última instancia, con una realidad socio–determinada. Aquello que Marx aproximadamente denominara “un orden de relaciones sociales mitificado por la religión”, paradójicamente lo que hace es poner en evidencia las cercanas relaciones de las ideas y el mundo, pues las formas más relevantes de idealidad religiosa, se encuentran ubicadas en el campo histórico, donde terminan por alinearse en el espacio objetivo de una configuración sociocultural.<br />Tempranamente Aristóteles aconsejaba una interpretación de los textos que distinguiera entre la literalidad y la alegoría. El mito inaugural del paraíso perdido, tal como lo narra el Génesis bíblico, hace especial énfasis en la desaparición de un arcano ordenamiento del mundo, y que esa catástrofe inicial condujo a sus habitantes primigenios a construir fuera de los antiguos límites establecidos por Dios–Padre, una nueva norma fundada por el trabajo y la vida en sociedad. Si el pecado de acceder al conocimiento les hizo concupiscentes, llevándolos a abandonar para siempre la inocencia salvaje del Edén, también les hizo contraer “la enfermedad del progreso” creando instrumentos de labor, instituciones y civilización. La fábula de la Caída original, narra metafóricamente el comienzo de la historia a partir de sus dos actividades principales, intrínsecamente relacionadas “la producción económica y la reproducción sexual” (Federico Engels).<br />Cuando Freud explicó el orden interno de las sociedades totémicas por medio de las prohibiciones, castigos y recompensas, lo que hizo fue coincidir con los postulados básicos del Génesis, según Moisés. El profesor vienés entendía las prohibiciones como el mecanismo que desde su interior habilita la existencia de la sociedad humana, en el mismo grado que el Dios–Páter lo hiciera, convirtiéndolas en la regla capital del paraíso, y de su posible transgresión, el principio moral de la expulsión. Esto no es casual, los libros que integran el Pentateuco y componen la primera parte de la Biblia, fueron unos de los primeros y más importantes documentos a los que tuvieron acceso los incipientes estudios etnológicos del siglo XIX. Por eso, al dejar implícita la relación entre la prohibición impuesta por el Dios–Páter de no comer de “el árbol del conocimiento” y la prohibición totémica como aparece en las primeras culturas, el psicoanálisis convirtió el viejo mito de la expulsión en fundamento del génesis histórico del hombre.<br />Ese mítico fin de un orden primario, ¿pudiera ser entendido como la disolución histórica de la Fratria original? ¿Fueron Adán y Eva alegorías bíblicas de la primera formación étnica que habitara sobre la tierra? ¿Es acaso Adán el símbolo del primer hombre lesionado por el conocimiento y el mitológico punto de partida de la larga herencia filogenética?<br />En la comunidad primitiva la prohibición obligaba a una sexualidad exogámica que le impedía proliferar en el interior del grupo parental, la cual buscaba preservar las identidades de padres, hijos y hermanos comunales, concebidos más allá de los lazos filogenéticos. Y los preservará del mismo modo que más tarde la familia de orientación consanguínea protegerá la identidad de sus miembros y su propia cohesión, con el rechazo a toda forma subterránea de sexualidad. Si partimos de que las primeras organizaciones sociales estaban establecidas sobre una amplia red parental, la cual involucraba en función de la producción económica y el reparto equitativo, a todos los individuos inscritos a un mismo “árbol” totémico, la prohibición del incesto tenía un alcance universal, y su transgresión cobraba el sentido de una irreparable lesión en el corazón de la fraternidad.<br />La definición del incesto no es un concepto inmutable, socialmente invariable, debido a que el modo de entenderlo ha cambiado según los diferentes estadios del desarrollo histórico. Por tanto, esa condena no es un postulado abstracto de la consciencia moral, porque dicha prohibición ha aparecido siempre sustentada por un medio social específico, o por un grupo étnico en particular. Por supuesto, en la Fratria, el incesto no puede ser descrito como relaciones sexuales practicadas entre padres, hijos o hermanos consanguíneos, ya que allí el vínculo estrictamente biológico no existe, o simplemente carece de valor. Por otra parte, la idea de un Padre inserto en el hecho biológico de la procreación y a quien se le asigna un rol concreto en un grupo humano, es relativamente tardía. No sólo porque al individuo primitivo le era difícil reconocer el nexo causal entre el acto de la cópula y el nacimiento de un ser ocurrido nueve meses después, sino, esencialmente, porque las relaciones originales del Padre y el hijo se adherían a un espacio eminentemente social donde mutuamente se reconocían y donde recíprocamente construían sus identidades.<br />No obstante, el motivo original de la prohibición puede seguir teniendo una explicación freudiana: preservar a la comunidad de una sexualidad indiscriminada que aniquilaría las identidades parentales, sumergiéndola en el caos. Es muy posible que haya existido una rivalidad prehistórica en el interior de los grupos humanos antes que llegaran a establecerse en una definida formación social, y esa rivalidad era hondamente instintiva, ya que eran esos mismos instintos los que conducían al macho y a la hembra al apareamiento y a la tarea común de la supervivencia. Y esas características ancestrales eran recordadas por la cultura de la prohibición en tiempos fraternos. Aunque en su disposición más precisa, la condena universal del incesto estaba dirigida a evitar el apareamiento en el interior de la comunidad, debido a que crearía grupos que, inicialmente fundados por la atracción sexual y la necesidad instintiva de la reproducción, atomizarían la vida comunal y terminarían por establecerse como pequeños núcleos de economías y vidas independientes. Obviamente para que esto sucediera tenía que morir la cultura totémica y sus arcanos dioses tribales.<br />Entonces, ¿bajo qué condiciones se sitúa la contradicción histórica que desintegró la antigua comunidad fraternal y determinó el surgimiento de las familias consanguíneas, las cuales auspiciaban las relaciones sexuales dentro de un mismo grupo?<br />La primera forma de propiedad privada, socialmente instituida, fue erigida por la familia de alineación consanguínea, que por un lado se retículo sobre sí misma frente a la sociedad, en su calidad de propiedad exclusiva del Páter–familia, quien convirtió la riqueza, la mujer y los hijos en patrimonio, y por el otro, creó las variantes de organización familiar sindiásmicas y monogámicas como hoy las conocemos. Aunque para esto último tuvo que trasvalorar el significado original de la prohibición del incesto, imponiéndosela al hijo, quien de su antigua condición de hijo libre y universal de la comunidad, se vio reducido al estrecho recinto de la ley paterna y la Propiedad, las cuales serían a su vez legitimadas por una moral abstracta y un nuevo orden sociocultural. El fin de la organización fraterna trajo inevitablemente consigo la abducción de la Madre y la ruina del hijo. Cuando esto ocurrió fue que las figuras del Padre y el hijo se volvieron antagónicas y apareció, reclamando su sitio en la historia de la cultura, la neurosis edípica.<br />¿Pudiera ser comprendida dicha neurosis como una consecuencia en estricto de un largo proceso de desnaturalización de la condición humana, provocado por la fractura de las relaciones originales del hombre con la naturaleza, que condujera al fin del universo totémico y de las reglas que regían allí el parentesco, los roles de la sexualidad, la producción económica y el reparto equitativo de la riqueza? Lo cierto es que Edipo nació en un momento histórico que el etnólogo Malinowski situaba en tiempos de la aparición del régimen patriarcal. La insurrección de Edipo contra la familia consanguínea, y el carácter abiertamente neurótico que ese enfrentamiento posee, no pueden ser separados de esta circunstancia. De lo que se desprende, que el conflicto no está dado a–históricamente entre el hijo y el Padre ancestral, el conflicto tiene lugar en el momento específico en que entran en contradicción las leyes del desarrollo y el antiguo estatus fraternal de la comunidad: el efecto aniquilador que sobre ésta tuvo la aparición de las primeras formas de propiedad, las nuevas relaciones de producción y la atomización social derivada por el interés sexual y económico de los grupos en particular.<br />Como observa H. Marcuse, aquello que Freud llamara “el Principio de la Realidad” no es una entidad inmutable, concebida como una categoría abstracta desprovista de historicidad, debido a que lo real se encuentra sometido al incesante cambio y transformación que le imponen los estadios del desarrollo, adscritos a los diferentes modos de producción. De esta manera, el profesor de la Escuela de Frankfurt propuso una corrección al pensamiento freudiano que quedó definida como “el Principio de actuación”, el cual partía del principio cardinalmente activo que describe la actitud volitiva del hombre con respecto a la realidad, quien la rehace al entregarle una determinada configuración histórica.<br />Del mismo modo que producción económica y reproducción sexual mutuamente se entrelazan en un espacio singularmente humano, a través de oposiciones dialécticas como población y consumo, todo sistema de producción contiene en su génesis una norma de reglamentación sexual. De esta manera, trabajo y sexualidad se vinculan entre sí como los pares opuestos y complementarios: si el fin inmediato de la sexualidad es el placer, la consecuencia inmediata del trabajo es traspasar el umbral de un consciente proceso de hominización que comienza por abarcar a la sexualidad, entregándole un lugar en el entramado social. Aunque a la abstracción que supone la separación arbitraria de trabajo y capital (Marx), le sucede la abstracta escisión de trabajo y sexualidad. En el mismo nivel instaurado por el régimen de la propiedad en que el trabajo se aliena y se des–hominiza, la sexualidad pierde, a su vez, su hominicidad para dejar de ser gratificante. Y es en ese recinto asfixiante donde habita la consternación de Edipo y se justifican las energías anómalas de su violencia.<br />Si para Freud, el enfrentamiento entre el Padre y el hijo componen el binomio central del cual la historia entera depende, y para Marx, siguiendo los pasos de Hegel, naturalizar el concepto, es entregarle a la naturaleza un significado conceptual que se vuelve histórico, el concepto que define la naturaleza de lo edípico, no es tampoco separable de su historicidad. Es en ese terreno donde el binomio freudiano adquiere su plena connotación, porque de lo que se trata es de llegar a entender el fundamento social de ese antagonismo, y de las circunstancias objetivas que explicarían la permanente reactivación en la historia misma de dicho conflicto.<br />Si Moisés en Génesis se encargó de injertar al principio mitificado de la historia la familia patriarcal a–históricamente constituida, Freud no pudo, en última instancia, ver más allá en la historia del hombre que su origen filogenético. Mientras la naturaleza de lo edípico –condenada a estar inscrita a una filogenia que articula en torno a la figura sublimada del Padre, prevaricación y Propiedad– expresa unas relaciones históricas alienadas, donde la neurosis y la religión no son otras cosas que respuestas equívocas de la consciencia a un orden del mundo enajenado. Por eso es que Edipo puede ser descrito, como una consciencia desdichada que pone en evidencia una disfunción de la sociedad, la cual se proyecta como una dislexia fundamental que afecta al pensamiento, e incluso a la coordinación en sí del cuerpo social. Aquello que el pensador austríaco llamara con énfasis “el malestar de la cultura”, creada por el sentimiento de perenne embarazo que trae consigo una vida reprimida, no es que tenga su causa en la conducta edípica, sino que Edipo porta consigo los males y las culpas de la humanidad.<br />Pero, ¿hasta qué punto sigue siendo sostenible la hipótesis de un trauma convertido en agente causal del comportamiento neurótico, y que de hecho guarda para la humanidad una lectura ético–religiosa con la noción del pecado original?<br />En sus reflexiones sobre el psicoanálisis, Carl Jung, uno de los pioneros junto a Freud de lo que devino en llamarse “psicología profunda”, llegó a decir que lo que su propia experiencia clínica demostraba, era que no se trataba de convertir la terapia en un método que se dedicara a extraer el trauma alojado en la vida del paciente, del mismo modo en que opera un escalpelo sobre un tumor maligno. Por el contrario, lo que se debía hacer era intentar rescatar en el neurótico su historicidad, entendida como el valor que la recuperación terapéutica le asigna a la memoria, pero en un sentido primordialmente activo en cuanto creativo. Para Jung era el presente el que tenía la capacidad de reactivar la neurosis y retroalimentar los traumas, por tanto, es también desde el presente donde se decide si puede salvarse o no la personalidad psicológica, en la justa medida en que la existencia del paciente se libere de las determinaciones factuales que fijan la enfermedad a un orden abstractamente causal, que no sólo lo despoja de su responsabilidad objetiva, sino del significado teleológico de su conducta moral. Jung llegó inclusive a afirmar, que si el neurótico quería curarse estaba obligado a emprender la difícil tarea de “superarse a sí mismo”. Cosa esta última que ha sido desde siglos objeto exclusivo de las religiones, y que la propia religión cristiana heredó, proponiéndonos, a partir de las predicas exaltadas de San Pablo, la necesidad de un “hombre nuevo” no concupiscente, esencialmente entregado a la práctica cultural de nuevos valores.<br />De todos los sucesivos desgarramientos que ha padecido el individuo a lo largo del tiempo, es la separación de la existencia de su propia historicidad –el inmerecido despojo de ese contenido vital– el que más corroe la estructura de su ser. El hombre al perder su historicidad, corre el riesgo de dejar de ser semejante a sí mismo y de ser asaltado en ese sitio, tan cercano a él, por la anomia y la ajenidad. Sin embargo, existe en el idioma alemán una palabra que otorga a la memoria una capacidad probablemente única, y que no guarda al parecer equivalencia en otro idioma. Tal palabra encierra el concepto de erinnerung. Por él lo que es recuerdo, estricta cifra que registra en el tiempo el paso indiferente de eventos, personas, fechas y lugares, se transforma en voluntad creadora; en capacidad de unir el tiempo sucesivo a un proyecto de vida dotado de máximas integraciones. Pues si la consciencia, como resultado del carácter cíclico que le confiere su condición de naturaleza, siempre termina por retornar a sí, lo hace porque no puede seguir siendo extraña a una historia que le pertenece desde el corazón de su significado, y es, también, volición unificadora del contenido de lo humano. Cuando la memoria recuperada abre por fin las puertas de su historicidad, el orden y la coherencia de la vida quedan por fin esclarecidos, y la actividad objetiva y cognoscente del individuo se despliega sobre el amplio horizonte de su propio destino.<br />Si fuera cierta la tesis freudiana de que siempre hay un recuerdo omitido, y es el mismo inconsciente el que se esfuerza por retenerlo en las sombras, debido a que la concientización de esa experiencia inhibida podría poner en peligro el equilibrio psicológico, es cierto además que lo que debería retornar del olvido es el hombre plenamente reconstituido, donde pasado, presente y futuro, serían para él sólo formas escuálidas que adopta la consciencia para relacionarse con el significado preterido de su condición natural. Existe así un fenómeno definido por Freud como conversión, el cual tiene al parecer su origen en una severa lesión que ha sufrido el sujeto psicológico, que de algún modo sufrió también la cultura, y ha provocado un área en particular de amnesia, como si las historias respectivas del individuo y la humanidad, se negaran a revelarnos sus más profundos contenidos. Entonces, ¿es concomitante el pasado cultural de la humanidad, que a ratos se nos presenta como una superficie en ruinas, con la memoria arruinada del neurótico?<br />Es en ese sentido que podrían repensarse las ruinas de Troya descubiertas para la Modernidad por Schliemann, como uno de esos espacios rotos que, en ocasiones, nos exhibe la cultura. Troya, si nos atenemos a los testimonios que nos dejara la literatura helénica, es una de las formas que adopta – ¿histórica? ¿ficcional?– la mala consciencia. Si Troya realmente existió es cierto el pecado de Grecia, y sus ruinas, descubiertas hace más de un siglo, sirven para prestar testimonio de una consciencia culpable que atenazó a Occidente en el período clásico. Luego, ¿qué significado poseen los inciertos abrojos que crecen en ese paisaje abrasado? Lo que el arte de la antigüedad nos indica, es que si Ilión es la memoria espléndida que traza el periplo magnífico de Homero y la Tragedia ática, es además la memoria arruinada de las profecías culposas de Casandra, del llanto desconsolado de Príamo en la muerte de Héctor, de la cruel inmolación de la virgen Ifigenia, o del horroroso destino de Orestes, porque los conflictos que preestablece la sangre, son en realidad insolubles; a la vez que componen el motivo radical de la súplica de la madre Anticlea ante a Ulises, quien continuaba aferrado en los ínferos a las sombras fugitivas de sus padres:<br />“Hijo, no permanezcas más tiempo en este Valle de lágrimas, asciende hacia la luz”.<br />Después de esos paisajes desolados que a ratos nos muestra la cultura, se encuentra la posibilidad de ascender al presente histórico que es, diáfanamente, el lugar excepcional donde laboran y se congregan los hombres. Por eso, si el Adán bíblico representa simbólicamente el principio de la larga herencia filogenética, Jesús de Nazaret, en cambio, es el hijo universal cuyo legado no hay que buscarlo en las obscuras raíces de la sangre, sino en el magisterio que se entrega a la reconstrucción de los lazos espirituales que se unifican en la Fratria primordial. Un hijo que pretende recuperar su antigua libertad y reencontrar, a partir de ella, al Padre universal en el terreno de los valores compartidos. Y un Padre cuyo contenido histórico no bate como un viento helado desde la sombra emblemática del Sinaí, donde se amontonan las tablas del Decálogo moral; por el contrario, su signo inconfundible es el arcoíris que asoma sobre la cima desnuda del monte Ararat, después que fueran borradas por los torrentes del Diluvio las generaciones que engendrara Caín y sólo quedaran en pie los hijos universales de Abel.<br />Hay en definitiva un lugar que Freud denominó con las nociones especulares de limen y umbral, en el que la consciencia se abre hacia la sospecha de una verdad largamente obliterada. Dicha verdad, como señala Lacan, no es una particular alusión al inconsciente, concebido como el romántico páramo donde moran “las secretas divinidades de la noche”, esa verdad tampoco nos anuncia la llegada del esperado príncipe de las profecías, del predestinado que habita en la mágica canasta de tradiciones que componen el vasto cosmorama de Oriente y Occidente; es en realidad una certeza mucho más humilde; una intuición más íntima. Pues lo que está llamado a retornar desde el umbral de la protoconsciencia hacia la realidad, es el dolor que se aciclona en el campo ontológico –“la llama en que arde–” donde se gesta y pervive lo real, y es, además, una forma específica de sensibilidad. Edipo, esa bella figura clásica, es el portador esencial, en cuanto histórico, de ese dolor y en él se realiza el misterio de esa encarnación.<br /><br />(La Constitución de Teseo)<br />El nacimiento de la Ciudad–Estado en la antigua Grecia tiene un valor, sin duda extraordinario, para la historia civil y sociocultural de Occidente, aunque su origen se pierde detrás de un horizonte francamente mitológico. Los antiguos anales le asignan al rey Teseo la puesta en vigor de una constitución por la cual se erigió en Atenas una democracia política. Según la leyenda, con “La Constitución de Teseo” es que el antiguo espacio jurídico de las pequeñas sociedades comunales se fusionó en un espacio mucho más amplio, regulado por una ley cívica que congregaba a los ciudadanos en torno a un ágora. Esta constitución quiso entregarle al hombre la nueva condición de hijo libre y universal de la Ciudad, y fue la específica respuesta histórica con la que la Atenas clásica buscó superar los conflictos inútiles de la sangre y, a la vez, el antiguo orden totémico negado por las leyes del desarrollo.<br />Fue la aparición de la propiedad privada lo que hizo colapsar a las arcanas hermandades, causando la división de la sociedad en clases y el desarrollo de un mercado que convirtió al dinero en la principal pieza de transacción. No obstante, el hombre griego necesitaba poder garantizar la cohesión interna de la sociedad ante las nuevas formaciones económicas emergidas, y acudió para esto a un principio universal que había estado presente en la Fratria original. Ya que todo proyecto histórico, si aspira a salvarse, debe comenzar por fortalecer aquellos principios que sustentan la mancomunidad.<br />La democracia ateniense es la fuente institucional donde surgen por primera vez en Occidente los derechos políticos del individuo–ciudadano, prudentemente alzados frente al despotismo de los emperadores asiáticos. El nuevo orden instaurado comenzó a dejar atrás la excesiva sujeción a la tradición y al pensamiento religioso, terminando por convertir a la vida en una entidad eminentemente mundana, sustentada a través del diálogo y el reconocimiento recíproco, tal como si en la Ciudad del Ática hubiera alboreado una lograda Modernidad mediterránea.<br />En el “capítulo de Jena”, Hegel fundamentó el origen del hombre sobre las premisas intransferiblemente históricas de sociedad, trabajo y lenguaje, pero el acceso del individuo a la realidad del presente es sólo viable, si dichas premisas le permiten recuperar su responsabilidad moral, su horizonte teleológico, así como dejarlo provisto de un destino civil. En la tragedia de Antígona apreciamos la valiente defensa de los derechos y valores individuales frente a la totalidad abstracta del Estado, y es ella precisamente quien acompaña a su padre, Edipo cuanto éste deja implícita con su llegada a Colono su última utopía, como el legado que, en la persona de Teseo, el tebano quiso dejarle a Atenas. Y exactamente en ese lugar en que nace la Ciudad–Estado donde se abren las puertas a la interrogación sobre el carácter todavía inconcluso de semejante legado, el cual halla su crítica más formidable en la siguiente observación de Engels: “Lo que perdió a Grecia no fue la democracia, sino un sistema esclavista que proscribía la existencia del trabajador libre”.<br />Por tanto, la pregunta si será posible o no reconstruir para la humanidad en su conjunto la fraternidad colectiva, no sólo ha quedado inscrita en el seno de la crítica marxista al régimen de la propiedad, sino que se encuentra además ceñida al alegórico lugar donde la tradición clásica sitúa la tumba de Edipo: en el interior de los perímetros jurídicos de Atenas. Con su muerte, Edipo se libra de todos sus estigmas en la misma magnitud en que alude a su integración a una colectividad mucho más grande, hondamente vívida y gratificantemente humana. Puesto que si, según Freud, el tebano está en el comienzo más obscuro y agónico de la historia, se encuentra también señalándonos el final, pero como una ardiente tentativa –un deseo incolmado e incólume– que no acabará nunca de cerrarse.<br /><br />28 de enero y 011</div></div></div>Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-9611221698833176272011-04-24T09:31:00.001-07:002011-04-24T09:31:58.140-07:00Libros de J.P. Miyar sólo con costos de impresión y envio<img src="http://www.lulu.com/services/buy_now_buttons/images/blue.gif" alt="Support independent publishing: Buy this book on Lulu." />Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-40278655765097338702011-04-24T09:16:00.001-07:002011-04-24T09:26:42.292-07:00Misterio y melancolía en la poesía de Leonel Calderón<p class="MsoNormal" align="center" style="text-align:center;line-height:normal"><span style="mso-bidi-font-size:11.5pt;mso-ansi-language:ES"><span style="mso-spacerun:yes"> </span></span><span class="apple-style-span"><b style="mso-bidi-font-weight:normal"><span lang="ES" style="font-size:16.0pt; font-family:"Arial","sans-serif";color:black;mso-ansi-language:ES"><span style="mso-spacerun:yes"> </span><o:p></o:p></span></b></span></p> <p class="MsoNormal" align="right" style="text-align: justify;margin-bottom: 0.0001pt; text-indent: 0.5in; line-height: 150%; "><span class="Apple-style-span" ><span class="apple-style-span"><span lang="ES">Hay una pieza del pintor metafísico de principios del siglo XX, Giorgio de Chirico, que bien pudiera servir como </span></span><span lang="ES">leitmotiv de este ensayo. La tela en cuestión tiene el siguiente título: <i>“Misterio y melancolía de una calle”.</i> Conversando hace pocos años en el pequeño pueblo de Jinotepe, con el poeta nicaragüense Leonel Calderón, surgió la idea de ilustrar su último poemario, con esa pintura del célebre artista italiano, precursor del surrealismo. El contubernio entre pintura y literatura ha sido siempre posible, y, de algún modo, ambas disciplinas estéticas confluyen hacia un horizonte integrador, aunque las formas específicas que adopta esta vieja relación, no hayan sido nunca convenientemente explicadas. Fiel a esto último, podríamos preguntar: ¿Qué es lo no explicado en la poesía de Leonel que la hace colindar con la</span><span lang="ES">s plasmaciones<span> plástica</span>s<span> de Chirico?</span></span></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom:0in;margin-bottom:.0001pt;text-align: justify;text-justify:inter-ideograph;text-indent:.5in;line-height:150%"><span class="Apple-style-span" ><span lang="ES">Lo común a ambos artistas, aquello que los hermana en un juego mutuo de semejanzas y aproximaciones, es curiosamente el breve entorno urbano de Jinotepe; sus viejas y gastadas calles en sombras, en las que se percibe el constante ir y venir de la inextinguible melancolía del poeta. <em><span>La idea que el pintor buscó plasmar en el lienzo, refleja con sus propios recursos lo que un día fue expresado por el poeta, y en ambos casos se nos aproxima bajo la forma universal de una intuición. </span></em>Porque pocas veces una poesía se asemeja tanto al lugar en que ha sido inscrita. En raras ocasiones la expresión plástica y la configuración poemática, poseen la capacidad de evocar por igual un mismo paisaje y una idéntica sensación, los cuales se disuelven entre la soledad y el hastío, y a la vez, en ese intri</span><span lang="ES">n<span>cado e insoluble misterio que es en sí la vida. Singular ambiente citadino sobre el que se deslizan uniformes los días de Leonel, entre tanto cumple la tarea de ser el espacio físico que contextualiza su sensibilidad, al mismo tiempo que ésta nos remite a un sentido estético más amplio, el cual realiza su significado por medio de la hondura escatológica insinuada en la pintura, y en la que se inserta una con</span>s<span>ciencia del límite más allá de la cual sólo podría estar la muerte, la locura o la eternidad. <o:p></o:p></span></span></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom:0in;margin-bottom:.0001pt;text-align: justify;text-justify:inter-ideograph;text-indent:.5in;line-height:150%"><span class="Apple-style-span" ><span lang="ES">Hay algo esencialmente poetizable en la obra pictórica de Chirico que lo acerca a la expresión poética de mi amigo Leonel. Mas, lo llamativo es que la tela del pintor no opera tanto sobre nuestra percepción sensible, sino sobre nuestra capacidad de ideación, por lo que no es una propuesta estrictamente plástica, sino una tra</span><span lang="ES">n<span>sposición al lienzo de un dilema espiritual. Lo curioso es además que en el poemario de Leonel que nos ocupa, (<i>Ofrendas del tiempo)</i> no aparece ninguna mención al paisaje real, al específico contexto urbano en el que fueron escritos esos poemas, ya que ese texto se aparta con desdén de toda inmediatez, para situarse en el aspecto puro de la subjetividad y construir desde ahí su propio paisaje metafísico. Esto también me trae a colación a Chirico, y es lo que al final nos hace comprender la razón por la que el poeta recordara mi sugerencia, emitida casi al azar, de ilustrar su poemario con una obra pictórica que aportaría un referente visual, el cual proyectaría a un primer plano la circunstancia existencial que sin dudas lo sostiene, e igualmente nos comunica, que aun el oficio más esmerado de la reflexión implica una realidad tangible, mensurable, y una vida recorrida a partir de una infinidad de detalles. <o:p></o:p></span></span></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom:0in;margin-bottom:.0001pt;text-align: justify;text-justify:inter-ideograph;text-indent:.5in;line-height:150%; tab-stops:251.05pt"><span lang="ES"><span class="Apple-style-span" >Saber que estamos en la vida como en equilibrio sobre un hilo tan frágil como invisible, también nos hace comprender que el oficio de la literatura es sólo uno de los modos de resistir al tiempo infinito que sin piedad nos desgasta. Porque el lentísimo transcurrir del tiempo en esos humildes pueblos de provincias perdidos en la inmensa geografía latinoamericana, nos propone un diálogo fundamental, al que, en última instancia, sólo pueden asistir los auténticos creadores. Nos dice así el poeta endosando a sus versos la intencional cadencia de una letanía: <o:p></o:p></span></span></p> <p class="Pa5" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph;text-indent: .5in;line-height:150%"><i><span lang="ES" style="line-height: 150%; "><span class="Apple-style-span" >“Se alista el hombre como todos los días/ para ir a la oficina/ se baña con cierto desgano/ y un poco cansado se rasura/ la barba de tres días/ busca la corbata ya gastada/ el desteñido pantalón/ la camisa sin ajar/ toma café y mastica de prisa el duro pan/ Hace treinta largos años (o más) que realiza lo mismo (…) camina, siempre por las mismas calles/ y el idéntico adiós y buenos días/ a los mismos vecinos…”<o:p></o:p></span></span></i></p> <p class="Pa7" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph;text-indent: .5in;line-height:150%"><span class="Apple-style-span" ><span lang="ES" style="line-height: 150%; ">Sin embargo, el poeta se describe a sí mismo <i>“/ cargado de crepúsculos y sueños (…) / con varios libros y escribiendo siempre (…)” </i>para más adelante añadir<i>:</i> “<i>Y un día fue / que escogí con amor este camino”.</i> Leonel nos coloca con estos versos en inmediata relación con su imaginario afectivo y el inapelable utópos que persigue su condición humana, entre tanto hace de su relación con el tiempo una relación visceral y la inevitable rémora que compone su destino, en el que a su pesar hormiguean, como en todo mortal, el significado truncado y envilecido de las cosas.</span><i><span lang="ES" style="line-height: 150%; "><o:p></o:p></span></i></span></p> <p class="Pa5" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph;text-indent: .5in;line-height:150%"><span class="Apple-style-span" ><span lang="ES" style="line-height: 150%; ">Sería oportuno agregar que hay un contenido diáfanamente evangélico en la obra del poeta, el cual le impele a contemplar la vida desde una mirada primordialmente ética; mirada que, dicho sea de paso, no se encuentra exenta de implicaciones sociales. Pero de la misma manera que la religión le condiciona a Leonel su personal actitud ante las cosas, haciéndolo oscilar entre su quehacer poético y la paciente introspección, las preguntas que realiza</span><span lang="ES" style="line-height: 150%; ">,<span> siempre aparecen inscritas en el horizonte creador de sus textos, y a la vez permanecen ligadas al sordo quejido existencial que emite su naturaleza. Poder ver unidas religión y poesía, es algo que entraña un contenido casi misional. Y es un hecho que no es común cuando se trata de un buen poeta, ya que termina por avecinar literatura y eticidad. Tolstoi, por ejemplo, nos dejó en Rusia ese paradigma por medio de su vida y de su obra. Pudiéramos luego volver a preguntar: ¿La intensidad de la experiencia religiosa es la que nos acerca a los valores más esenciales de la vida? Y, ¿son esos valores y no otros los que debe comunicarnos la poesía? ¿Es entonces posible, sobre todo cuando se vive en la arriesgada región del límite, un arte verdadero que sea realmente profano? Lo que podríamos responder a estas interrogantes, es que Tolstoi demostró con su vida que se podía ir de la literatura a la santidad, y creadores como Leonel nos demuestran que además es posible andar con acierto de la religión a la poesía. Quizás porque lo importante sea ir de lo uno a lo otro. O tal vez porque del mismo modo que la riqueza siempre ha hecho malas migas con la santidad, ésta se puede convertir en ocasiones, en el tesoro inestimable del poeta. <o:p></o:p></span></span></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom:0in;margin-bottom:.0001pt;text-align: justify;text-justify:inter-ideograph;text-indent:.5in;line-height:150%"><span lang="ES"><span class="Apple-style-span" >Habría que retomar <em><span>el contenido histórico de nuestros pequeños pueblos rurales, hijos dilectos de las oligarquías de la tierra, para desde de ahí intentar apresar</span></em> las implicaciones teleológicas que pudiera encerrar para un verdadero artista un poblado como Jinotepe; lugar de pobreza encarnecida y repleto de significados. Ese extraño y, a la vez cotidiano lugar, donde la aguda visión de Chirico se vuelve colindante con el ámbito físico donde a Leonel le fue dado hilvanar su vigilia, confluyendo así pintura y poesía hacia un mismo cauce residual, esencialmente humano del mismo modo que conceptualmente plástico. <o:p></o:p></span></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom:0in;margin-bottom:.0001pt;text-align: justify;text-justify:inter-ideograph;text-indent:.5in;line-height:150%"><span lang="ES"><span class="Apple-style-span" >En la tela, si la miramos con detenimiento, la avenida “abstractamente” vacía se prolonga junto a una edificación de puertas rectilíneas y ojivales, y su color mostaza, y su cielo jaspeado, así como su configuración exageradamente geométrica, le dan un aspecto frio e indiferenciado al conjunto de apariencia tan misteriosa como improbable; diseñado por el pintor para subrayar la soledad que acompaña a sus fantasmagóricos transeúntes. Nos dice el poeta, situándonos de golpe en su propio entorno espiritual: <i>“Solo Soy, habitando en el Mundo/ en el Mundo concreto, mi casa/ y al Ser, un dolor muy profundo/ me asedia angustiante… y me abraza”. </i>¿Podría haber soledad sin ciudad? ¿Poesía sin soledad? Poseen las pequeñas ciudades nicaragüenses una particularísima relación con la poesía, al mismo nivel que establecen sus vínculos con el arcano mágico y doloroso de las cosas: Si la ciudad de León es la patria de la niñez impresionable de Darío; Granada, la de las plazas y portales neoclásicos y la aventura desconocida de la Nicaragua marina; por su parte, el viejo y ruidoso poblado de Jinotepe, enclavado en una alta y desarbolada planicie, es una de esas regiones en el mundo, donde se hace más patente la infinita y resignada tristeza residual de la gente, aunque también un lugar donde se vuelven imprescindibles los poetas. <o:p></o:p></span></span></p> <p class="Pa7" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph;text-indent: .5in;line-height:150%"><span lang="ES" style="line-height: 150%; "><span class="Apple-style-span" >Leonel es un hombre que ha sabido servirse de toda la lasitud bochornosa que colma su vida pueblerina, para dedicarse con sosiego al estudio y al cultivo de su obra, mientras a la frivolidad imperativa e insustancial de la Modernidad, ha sabido oponer su convicción de seguir siendo el humilde ciudadano de un lugar hechizado, hundido en el polvoriento marasmo de los siglos. No obstante, éste es el dictamen que desde su pueblito esencial el poeta le hace al individuo informe de Occidente. <i>“(…) contemplemos solo y absorto/ al hombre desolado de Occidente/ con su esterilidad interior/ con la sequedad insondable de su alma/ y el íntimo derrumbe de sus sueños”. <o:p></o:p></i></span></span></p> <p class="Pa7" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph;text-indent: .5in;line-height:150%"><span class="Apple-style-span" ><span lang="ES" style="line-height: 150%; ">Es sugestiva la autoridad que confiere la poesía frente a esos grandes mundos aculturados que componen la esfera de acción del hombre moderno. Esta actitud marcadamente imprecatoria aparece en ciertos lugares del poemario que nos ocupa, y alcanza sus mejores acentos cuando habla de <i>“los hombres de paja”:</i> “<i>Silencio que cae con la luz de la luna/ sobre techos y lóbregas calles/ mientras plácidos duermen los hombres de paja/ y roncan felices…/ -entes ciegos que tienen el sueño de la dura piedra- (…)” </i>Mas, será obviamente la particular visión sobre las cosas, el sentimiento estrictamente personal, el que va a primar en estos versos, y de este modo observará reflejada</span><span lang="ES" style="line-height: 150%; "> </span><span lang="ES" style="line-height: 150%; ">en la pupila de Vallejo su propia imagen<i>: “Me han contado con dolor y mucho sentimiento/ el </i></span><i><span lang="ES" style="line-height: 150%; ">por qué<span> de tu angustia en carne viva/ y la causa de tus ojos dolorosos (…)” </span></span></i><span lang="ES" style="line-height: 150%; ">Y es esa misma mirada, como pupila que refleja la imagen mítica, la que el mundo nos devuelve y es además su cuadro metafísico y desarbolado, como si el artista hubiera salido al descampado para contemplar en el cielo de Jinotepe la noche más obscura de Chirico: <i>“La luna en añicos ya no sale / y el Sol es un espejo opaco/ y moribundo/ los parques son eriales/ no hay árboles ni pájaros/ y hay sombras/ y ruidos fantasmales/ y púberes doncellas moribundas (…)”<o:p></o:p></i></span></span></p> <p class="Pa10" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph; text-indent:27.0pt;line-height:150%"><span class="Apple-style-span" ><span lang="ES" style="line-height: 150%; ">Pero si son claramente discernibles eticidad y melancolía en la poesía de Leonel, ¿dónde es que radica su particular misterio? Este debería ser explicado a partir del correlato establecido con la pieza de marras del creador italiano: Las gastadas callecitas de Jinotepe, son por hipérbole las calles universales de la poesía, mientras la pintura –por la que desanda la sombra fugitiva de una niña solitaria con su aro–, es la imagen intuida de un lejano arquetipo. <em><span>De esta manera, la imagen fue vivida por el poeta desde su interior, habitada en sus predios por su intensidad: </span></em></span><em><span lang="ES"><o:p></o:p></span></em></span></p> <p class="Pa10" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph; line-height:150%"><span class="Apple-style-span" ><i><span lang="ES" style="line-height: 150%; "> “En un cafetín y casi en la penumbra/ y en una de sus mesas ya gastadas/ unos ancianos de rostros enjutos/ (y en sus cabezas/ algunos ralos cabellos/ entre canosos y amarillos)…/ beben café y lentamente conversan/ de algo que no se sabe/ que nadie se da cuenta (…)”</span></i><span lang="ES" style="line-height: 150%; "> ¿Qué es eso <i>“que no se sabe”?</i> ¿Qué es aquello de lo <i>“que nadie se da cuenta”</i>?<i> </i>El autor de estos versos no nos lo dice, sin embargo sospechamos que es algo esencial, como lo pueden ser los fantasmas lares que nos rondan, o en la noche una música muy lejana que nos trae un recuerdo de la infancia que no termina de llegar, que quizás no recuperemos nunca. </span><span lang="ES"><o:p></o:p></span></span></p> <p class="Pa10" style="text-align:justify;text-justify:inter-ideograph; line-height:150%"><span class="Apple-style-span"><span lang="ES" style="line-height: 150%; " > ¿Qué es eso <i>“que no se sabe”?</i> ¿Qué es aquello de lo <i>“que nadie se da cuenta”</i>?<i> </i>Creo nadie responderá jamás esta pregunta. Intentado rodearla, Antoine de Saint Exupery nos propuso la alegoría de una casa de la que en su niñez decían se encontraba oculto un tesoro; por más que lo buscó nunca pudo encontrarlo, no obstante ese tesoro secreto invadió su casa por mucho tiempo de un aura de misterio. Conversando con Leonel Calderón en su pequeña casa de Jinotepe, pude compartir por breves momentos de su compañía y afectuosa amistad, y después de leerme su poemario me pidió que lo prologara. Escasos años después, releyendo con esa intención sus versos, me aproximé un poco más a la evocación de ese tesoro prudente y misterioso que ronda la vida de ciertos hombres; a la secreta intuición de su forma. Hay así en la tierra y en el cielo tesoros inimaginables, aunque nadie jamás podrá hallarlos, sólo los poetas pueden darnos noticias de ellos; por eso es que son imprescindibles.</span><i><span lang="ES" style="line-height: 150%; color: black; "><o:p></o:p></span></i></span></p> <p class="Pa10" style="text-align: justify;margin-left: 27pt; "><span lang="ES" style="color: black; "><span class="Apple-style-span"> <o:p></o:p></span></span></p> <p class="Pa10" style="text-align: justify;"><span lang="ES" style="color: black; "><span class="Apple-style-span"> <o:p></o:p></span></span></p> <p class="Pa10" style="text-align: justify;"><span lang="ES" style="color: black; "><span class="Apple-style-span"> <o:p></o:p></span></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span lang="ES" style="mso-bidi-font-size:11.5pt;line-height: 115%;mso-ansi-language:ES"><o:p><span class="Apple-style-span"> </span></o:p></span></p>Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-36098574470774619452011-02-28T11:49:00.001-08:002011-03-04T16:20:21.531-08:00En busca de la filosofía perdida<p class="MsoNormal" align="center" style="text-align: justify;margin-bottom: 0.0001pt; line-height: normal; "><span class="Apple-style-span"></span></p><p class="MsoNormal" align="center" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: center; line-height: normal; "></p><p class="MsoNormal" align="center" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: center; line-height: normal; "><span class="Apple-style-span"><span class="Apple-style-span" style="font-size: 27px; "><b><br /></b></span></span></p><p></p><span class="Apple-style-span"><b><span class="Apple-style-span"> </span></b><p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; line-height: normal; "><b><span class="Apple-style-span"><i><span lang="ES" style="font-family: Verdana, sans-serif; "><span class="Apple-style-span">(Publicado en la revista Destiempos, enero del 011) wwwdestiempos.com</span></span></i><span lang="ES" style="font-size: 12pt; font-family: 'Times New Roman', serif; "><o:p></o:p></span></span></b></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; line-height: normal; "><span class="Apple-style-span"><b><i><span lang="ES" style="font-family: Arial, sans-serif; ">“<span class="Apple-style-span">(…) abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado una porción de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del dulce, tocó mi paladar un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé entonces de sentirme mediocre, contingente y mortal...”</span></span></i><span lang="ES" style="font-family: 'Times New Roman', serif; "><o:p></o:p></span></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; line-height: normal; "><span class="Apple-style-span"><b><i><span lang="ES" style="font-family: Arial, sans-serif; ">(El sabor de una magdalena en una taza de té)</span></i><span lang="ES" style="font-family: 'Times New Roman', serif; "><o:p></o:p></span></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; line-height: normal; "><b><span class="Apple-style-span"><span lang="ES" style="font-family: Arial, sans-serif; "><span class="Apple-style-span">Marcel Proust</span></span><span lang="ES" style="font-size: 12pt; font-family: 'Times New Roman', serif; "><o:p></o:p></span></span></b></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; line-height: normal; "><b><span class="Apple-style-span"><span lang="ES" style="font-size: 12pt; font-family: 'Times New Roman', serif; ">Uno</span><span lang="ES" style="font-size: 12pt; font-family: 'Times New Roman', serif; "><o:p></o:p></span></span></b></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; line-height: normal; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>La novela <i>En busca del tiempo perdido</i> de Marcel Proust fue un acto supremo de la evocación y la reminiscencia, las cuales postulaban la capacidad genesíaca de un creador enteramente entregado a un arduo y fascinante proceso de reconstrucción del pasado. Las asociaciones mentales desatadas por el sabor de la magdalena, sumergida por el artista en una taza de té, trajeron consigo un alud de remembranzas, y lo que fue durante toda una vida sepultado tenazmente en el olvido, retornaba como un viento fresco y triunfal a la memoria; las cosas volvían a adquirir sentido y la propia vida era comprendida en su unidad, asumida desde sus más intensos significados. Los placenteros y lejanos días de Combray, sus viejas calles, sus hermosas iglesias, la rancia aristocracia de Guermantes, ese universo en fin, narrado por Proust de un modo tan sentimental, acaso tan chic, y en ocasiones grandilocuente, reaparecía en el mismo sitio donde hubo una antigua y dolorosa fractura. El inmenso tejido de una de las novelas más largas de la literatura de Occidente se hipostasiaba sobre la huella que había dejado la ausencia y, desde ella, reconstruía la existencia hasta ese momento obliterada del artista.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>En una célebre carta al filósofo Federico Schelling, su joven compatriota, el también filósofo alemán Federico Hegel, afirmaba, <i>“precisamos de una nueva mitología”.</i> Existe una sensibilidad muy especial que explora más allá de los límites de la razón y presupone la existencia del mito, su verdadero sentido en la historia de la cultura. Proust es uno de los mejores ejemplos de esto que estoy diciendo. El gran autor francés tocó un punto neurálgico cuando hizo del acto de la reminiscencia la pieza clave, no sólo de su literatura, sino de su relación personal con la cultura, entre tanto, elaboraba un método de construcción literaria basado en la psicología del escritor. El viejo tema de la redención humana, como el recurrente asunto proustiano del autor que busca a través de sus palabras el sentido de una vida perdida, remiten por igual a una problemática que la época ha reubicado con desdén en el terreno del mito. Tal vez por eso, no sólo sea importante decir que los vínculos entre literatura y filosofía no están rotos, y que debemos sumergirnos en esa relación intentando demostrar lo mucho que le debe la filosofía a la sensibilidad, porque además es significativo manifestar la necesidad que tiene la filosofía de ver reactivada su misión en el seno de la comunidad humana. Mito y razón, literatura y filosofía, deberían confluir juntas hacia un espacio interdisciplinario que hiciera posible disolver <i>“las oposiciones solidificadas</i>.” La filosofía podría ser así el resultado coherente de la abstracción intelectual y la sensibilidad, ya que como el arte está llamada a operar a través de la sensibilidad extrema, y, como la ciencia, mediante la gestación laboriosa de conceptos. Por lo anterior, vale reiterar la pregunta, aunque sin pretender una respuesta, ¿qué es filosofía?<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>La memoria supone el recuerdo abstraído del mundo, y el orden del mundo podría surgir como resultado del devenir de la conciencia que recuerda. No existiría ninguna posibilidad sistémica de inteligencia y elaboración de la cultura, si los seres humanos careciéramos de la capacidad de la rememoración. La memoria comprende el ordenamiento sucesivo de los días, que es el orden cíclico de la naturaleza que se repite regresando a sí misma desde el pasado. Porque lo que la conciencia y el mundo expresan de consuno, es ese de cursar perennemente inconcluso, ese llegar para después volver, ese proceso inacabable, que como las mareas invariablemente recomienza y como el mar retorna a sí aunque sin revelarnos jamás su origen.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Platón nos dejó escrito hace milenios que conocer era recordar, pues para conocer algo había que referirlo, ineludiblemente, a su concepto. Si la percepción de una cosa implica la preexistencia de su idea, todo hallazgo se funda en un reconocimiento, y toda cita, (J.L. Borges) es la mítica antesala de un encuentro casual<i>.</i> Siglos después, inscrito a esa línea de pensamiento,Emmanuel Kant trató de demostrar que existe un preámbulo universal y necesario al conocimiento, que se presenta en nosotros bajo una forma pura de sensibilidad. <i>“El conocimiento sólo puede ser explicado por las condiciones que le preceden”,</i> argumentó, aproximadamente, el filósofo de Konigsberg. Entendida de esta manera, la objetividad se convierte en la precondición de la conciencia que conoce y en el resultado inseparable de esa relación gnoseológica. Hay un sostén lógico del conocimiento que nos permite conocer desde un punto de vista humano y, porextensión, hay un fundamento subjetivo de la cultura que admite los aportes que el pensador hiciera a la historia de la filosofía: “<i>La cultura,</i> <i>(sólo es), </i>afirmó<i>, la obra metódica de la humanidad”</i>.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Pero Kant terminó elaborando una interpretación dualista del universo su – <i>“Analítica trascendental”</i>– debido a que, por un lado describía en detalle el proceso por el cual la conciencia construía los objetos del conocimiento, y, por el otro, separó esos objetos del pensamiento en un gesto pertinaz de extrañeza. A pesar de su extraordinario rigor teórico, debió haber algo inconsecuente en el pensador alemán, quien primero supuso la autonomía de la idea frente al mundo objetivo, y luego, aspiró a ordenar ese mundo según los dictados de la idea y el concepto. Ya que una conciencia situada al margen de las cosas, alzada sobre el pedestal de launiversalización impositiva de sus presupuestos teóricos, no puede resolver los graves problemas que nos presenta un universo que ha quedado dramáticamente escindido. Si persistiéramos en la vieja concepción que la Modernidad filosófica heredó de Kant, todo cuanto el hombre percibe, lo percibiría como radicalmente diferente a sí, colocado en un sitio que amenazaría con volverse infranqueable. Solamente sería practicable la empresa kantiana del conocimiento de lo real, para dejarlo convenientemente organizado según las leyes de la conciencia, si ese conocimiento nos perteneciera de un modo fundamental, y si, abandonando cualquier postura trascendental, partiéramos de la certeza que ese conocimiento es del todo inmanente a nuestra existencia, en la justa medida, en que la conciencia fuese porción constituyente de la naturaleza del mundo. Singularmente esa realidad la describió Hegel.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Theodor Adorno, catedrático en Frankfurt, contó que Hegel le confesó a Eckermann, el amigo y discípulo inmediato más importante del gran poeta alemán Johann Goethe que <i>“la dialéctica era el espíritu organizado de la contradicción.” </i>Si la dialéctica aspirara a ser consecuente con sus propios enunciados, no sólo tendría que someter al juicio de la contradicción el orden del mundo, sino ponerse en contradicción consigo misma. Puesto que el orden escindido de los objetos que pueblan el universo es también un momento de la ley de la contradicción. Y arrinconado en su extrañeza, el artista intuye una peculiar visión, donde lo otro inalcanzable se le muestra como lo esencialmente suyo, como aquello que nunca debió separarse de sí, y comprende entonces que sólo la poesía puede superar esa <i>“alteridad radical”</i> que infesta las relaciones humanas y alcanza la disposición indiferente de las cosas: objetivar al concepto, cargar de subjetividad al objeto, volver vivas la relaciones inertes y dinamitar las estructuras, kantianamente, osificadas del mundo, se convierte en la ingente tarea de quien, llegando a entrever la astucia inusitada de la razón, concibe la dialéctica como un reordenamiento estelar cuyo método, su sensibilidad privilegiada de artista vislumbrara.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Con otras palabras decíamos, que el hombre y el mundo componen una misma realidad, y que el creador era quien único podía hacer regresar esa unidad primigenia de los médanos del olvido. Conocimiento de las cosas y naturaleza de la existencia se encuentran indisolublemente ligados, porque lo que aspiro a conocer de mí es lo que de mí hay en el mundo, lo que del mundo hay en mí. Y si es verdad que el universo está contenido en la conciencia, además es cierto que la conciencia se encuentra contenida en la naturaleza del universo. Lo que para Proust representó su gran búsqueda literaria del <i>tiempo perdido</i> devino, en la práctica, en indagación por una identidad obliterada, olvidada. Pero esa gran exploración emprendida no estaba limitada a una naturaleza ni a una individualidad en particular, ya que lo que se pretendía eran el tiempo y la naturaleza más universales.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>José Ortega y Gasset escribió que <i>“Hegel era un Kant que se había encontrado a sí mismo”.</i> Según el escritor español, en Hegel se realizaba, convincentemente, esa difícil palabra alemana <i>eninnerung, </i>que se traduce torpemente como rememoración. Por medio de ella, la conciencia llega a la total transparencia de sí, haciendo inteligible su naturaleza. Cuando Proust dejara esclarecido ante sus lectores que su arte se fundaba en la voluntad de la reminiscencia, y tras el acto de la <i>eninnerung </i>vendría la convicción definitiva de su vida, el hondo significado de lo que él era ante sí y ante los suyos, estaba trazando sobre bases nuevas la difícil palabra, completamente implicada a su insobornable vocación de escritor, que concluía por legitimar su vida e identificaba su obra con su existencia.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Federico Nietzsche dejó escrito que <i>“el artista era el hombre que danza encadenado”, </i>ya que justamente allí, donde el mundo causal impone su ley inexorable, el artista decide resarcir su existencia desde el programa que ha delineado su voluntad. Explicar la ciencia y la filosofía desde la óptica del arte, y entregarle al arte la sustancia de la vida, establece esa secuencia inteligible, intuida alguna vez por Nietzsche, que hace de la vida el testimonio último y, acaso, el más trascendental y esperanzador. El verdadero valor de la filosofía sólo cobra sentido para el creador, sobre todo si repetimos para nuestro fuero interno esta hermosa frase de Ortega, hacer filosofía significa <i>“salir a cazar el unicornio.” </i>Sólo puede estar ausente lo que alguna vez estuvo; lo que expone sobre la arena el dibujo escurridizo de su figura. ¿Qué fractura en lo real representa su huella fabulosa? O, ¿cuál es esa nota esencial que debió acompañarnos siempre y ya no está con nosotros?<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>La filosofía tiene la responsabilidad de encontrar esa nota perdida, desde la cual se aproximaría un poco más a su inagotable objeto. Esa nota extraviada y única es el ser, que surge en la historia del pensamiento como un universal intuido, y que podría unificar el Saber al remitirlo siempre a sí mismo. La experiencia de la filosofía contiene el carácter intransferiblemente especulativo y hondamente dubitativo de la condición humana, y es sobre esos temas que se proyecta la presencia de un pensar que comienza por pensarse a sí mismo, y en su gestión localiza una raíz universal: el ser como lo realmente indubitable; entendido como naturaleza y entendido en su relación crítica con la naturaleza, aunque sobre todo aprehendido en su acepción cardinalmente dialógica y eminentemente social.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>No obstante, la pretensión del racionalismo siempre ha sido atribuirle el principio de identidad al ser, pero el hombre, abandonado a la incertidumbre del tiempo y arrojado como un objeto al trasiego indiscriminado, no puede reconocer su propia identidad si no como algo distinto a sí, constantemente pospuesto por el discurso de los días. El ser es así el gran ausente de la filosofía; la breve huella sobre la arena que se descubre cuando se han recorrido largamente las planicies indiferenciadas del desierto para asistir a la oquedad vacía de sí mismo; a la ausencia de suelo donde no es posible más testimonio que la soledad. La soledad que corre a cuenta de los otros, y la terrible soledad del ser reflejada en su ausencia. El ser, asumido como el otro que está a nuestro lado, en quien persiste la problemática esencia de lo que somos y quien, paradójicamente, se ha convertido en lo otro inhóspito e inalcanzable.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Si la Antigua Grecia significó para Hegel <i>“el momento luminoso de la historia”</i>, es porque la filosofía tuvo allí ocasión de realizar su más alta misión en el seno de una Ciudad–Estado que agrupaba a hombres emancipados. La carencia moderna de una comunidad de hombres libres –donde se verifique, de hombre a hombre, el diálogo filosófico– incapacita de raíz a la filosofía. Por eso el menester del hombre que practica la filosofía, es transitar de lo otro a sí mismo y de ahí a su misión personal y a la desdicha. Como Proust, el artista se encuentra llamado a integrar los fragmentos dispersos de su vida, para desde ellos acceder a su verdad –la cual no puede ser otra que la de su obra (Hegel) – y, además, como Proust, el artista comprende que el mito es el lado postergado de su condición, la vehemente rememoración que un día refulgió sobre la arena: el unicornio invicto de la pureza, la sensibilidad y la inteligencia.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; line-height: normal; "><b><span class="Apple-style-span"><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; ">Dos</span><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><o:p></o:p></span></span></b></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; line-height: normal; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Platón en la páginas finales de <i>La República, </i>se refiere a la llegada de las almas<i> “a las llanuras del olvido”, “en medio de un calor terrible y sofocante, porque en aquella extensión no se veía ningún árbol, ni nada de lo que la tierra produce (…)”. </i>En la vida ha aparecido un interregno baldío de interdicción, el cual no sólo opera por prohibición, sino por la más extremada tergiversación de todo cuanto el hombre es, de todo cuanto el hombre dice. ¿Cuál es el origen de esa malformación que conmueve de raíz a la cultura y se asienta en la vida adulterando sus valores más elementales? ¿Hasta qué punto los problemas que presenta el conocimiento comprometen el significado de nuestra existencia? ¿Autocomprensión existencial y develación a la par del significado omitido del mundo? Mientras el acto de la <i>eninnerung</i>, ¿no es aquella volición hacia sí, por medio de la cual la conciencia intenta recuperar su ser, es decir, su identidad extraviada, soslayada?<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Escribir es exteriorizar la reflexión, es estar dispuesto a someterla a juicio. Si bien es cierto que no puedo negar que pienso, cuando me estoy pensando estoy establecimiento una falsa división en el en sí de mi conciencia: entre aquello que soy y aquello sobre lo cual pienso. Ya que pensar es siempre pensar en algo, al descubrir el primado del sujeto descubro también la instancia inmediatamente correlativa del objeto. Después intento racionalizar a ese otro que ha aparecido en mi mente a través de categorías y lo refiero al concepto, y la relación objeto–sujeto se vuelve así, en mi interior, drástica oposición, desgarramiento; entre tanto, el otro que hay en mí se abstiene de la vida mediante el concepto, y esa profunda incisión la traslado al mundo e ilusoriamente considero que es real. Obrar resulta entonces oponerse a una realidad que se muestra como distante y ajena. Desde un punto de vista kantiano, la objetividad puede ser entendida como algo rigurosamente conceptual e, incluso, como un modo laxo de idealidad. Mas, lo que sucede es que la realidad se ha visto recluida en el interior de la mente, mientras el afuera se ha convertido en una hipótesis.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Pensando en cosas como estas, y en las que, singularmente, se afirma también la vida, Ortega escribió que <i>“donde no hay problemas no hay angustia, pero donde no hay angustia no hay vida humana”. </i>Para el hombre de la primera Modernidad cartesiana, ser será, invariablemente, pensarse, pues todos los términos se excluyen –lo excluyen– y el primado del pensar resulta en síntesis, un apartamiento, la más letárgica exclusión de la vida en el adentro.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>En cambio, Hegel, como los antiguos griegos, propuso la identidad del ser y la conciencia. Este pensador alemán quiso hacer coincidir el orden de la naturaleza con la razón, sin embargo, la razón se vuelve impotente para explicar esa unidad. Pues si bien es cierto que hay una unidad que engloba razón y naturaleza, dicha unidad no refleja la simple identidad del concepto consigo mismo –eso sería tautología– sino con lo otro distinto aparecido en el horizonte del devenir. Y ese otro surgido en la complejidad del tiempo, ¿qué es? La vida misma. La vida que constantemente desborda todos los límites y no necesita del proceso puro de la intelección para originarse. ¿Es suficiente entonces pensarse a sí mismo para llegar a la compresión de nuestro ser y de nuestro destino? Contradictoriamente pudiéramos volver a preguntar y a responder: ¿Dónde está mí ser? Oculto bajo la costra de mi reflexión. Pienso y me averiguo constantemente a mí mismo, no obstante sé que puedo cometer error. Singularmente, Hegel se percató de este peligro cuando lo advirtió en una frase que reza aproximadamente así: “<i>La muerte eterna que amenaza (a ciertos espíritus), cuando la naturaleza no es lo suficientemente fuerte para proyectarlos hacia la vida”.</i><o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>En un conocido estudio sobre Hegel, Adorno razonó que toda identificación del ser con la conciencia se convierte a la larga en una tesis idealista, ya que desemboca, invariablemente, en el primado del pensamiento. Cuando el ser es entendido como algo idéntico a la conciencia, corre el riesgo de verse sujeto a las categorías y determinaciones que la conciencia le impone. Pero aún si fuese cierto que esa identidad entraña una determinación idealista del ser que lo aleja del mundo y lo priva de su libertad, la verdadera conjunción del ser y la conciencia –su posible albedrio y patente mundanidad– se resuelve en la coincidencia de ambos términos con la vida y la naturaleza. Abundando sobre esto, Hegel afirmó: <i>“El concepto tiene su propia determinación, sin embargo, su concepción es la ley del acontecimiento mismo (…)”</i>.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Si el concepto alcanza su determinación en la conciencia, es porque el concepto lo que ha hecho es expresar la naturaleza de ese acontecimiento, y esa relación es una síntesis viviente, la cual nos conduce a coexistir en el seno de la contradicción; la naturaleza se interioriza logrando su ser en el concepto; y el ser se exterioriza hallando su esencia en la actividad de la naturaleza. Mas, lo que ha emergido es la apropiación del concepto de naturaleza, desplazándose del en sí autónomo de la conciencia, al principio de identidad entre ser, conciencia y realidad. La síntesis deseada por Hegel –entre subjetividad y sustantividad– no tiene porque verse recluida al ámbito interior de la conciencia, puesto que el “adentro” de la reflexión, y el “afuera” de la naturaleza, son sólo categorías impuestas por la abstracción, debido a que conciencia y naturaleza participan de una misma e indivisible esencia.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Luego, ¿tiene o no sentido proseguir en ese esfuerzo de repensar el pasado, partiendo del supuesto que en él habita una identidad extraviada que la conciencia trae a sí como emergiendo de las tinieblas de la más lejana ausencia a la más activa presencia, y de la indagación abstracta a la actualización del pensamiento, que decide ponerse a observar la vida para conocer las condiciones inmediatas de la existencia? ¿No es, acaso, legítimo e insustituible ese tránsito que algunos llaman filosofar y es incesante exploración sobre el ser y la existencia? Entonces, ¿para qué negarlo? Esa razón que hemos adjudicado a Proust –y en realidad es tan correlativa a Hegel– de búsqueda de un tiempo y una naturaleza perdidas, que se rehacen bajo la forma indivisible de una historia que nos puede llegar a trasmitir su concepto. Una historia en la que subyace un proceso lleno de contradicciones que, investigándola, permitiría encontrar la estructura obliterada del ser, abstraído de sí, para reubicarlo como respuesta en el contexto vital que le diera origen.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Aunque, ¿cuál sería ese origen? Esa es la pregunta que se hace el hombre buscando sumergirse en el sí de su auténtica naturaleza; asumiendo la experiencia del trabajo como esa actividad fundamental que no sólo le permitiría recobrar, sino llegar a explicar su esencia, reabriendo dicha experiencia para la investigación existencial y la filosofía del ser.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; line-height: normal; "><b><span class="Apple-style-span"><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; ">Tres</span><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><o:p></o:p></span></span></b></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>A fines del siglo XVIII, Hegel observó, no sin acrimonia, que su patria, Alemania, no acababa de unificarse en un estado, entre tanto Francia se entregaba, en esos mismos instantes<i>“a la más intensa experimentación política”. </i>Para el privilegiado estudioso de su tiempo que era Hegel, la Revolución Francesa con la construcción del ciudadano burgués, encarnaba el principio del retorno al en sí de la conciencia histórica de Europa y la realización allí de la ideología política de <i>La Ilustración</i>: la igualdad jurídica ante el estado, la libertad dentro de los límites del derecho privado, y el sufragio universal como la forma de legitimar el gobierno. Mas, la nueva sociedad civil, emergida sobre las ruinas del antiguo orden monárquico y feudal, nacía desgarrada por las antinomias de opulencia y miseria, y la abstracta oposición entre el <i>Capital</i> y el <i>Trabajo</i>; mientras, el ímpetu de la nueva sociedad industrial destruía las formas naturales de la vida, progresando siempre, y en cualquier parte, por medio de la homogenización y la desculturalización.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Hegel afirmaba, que la clásica oposición entre el objeto y el sujeto son formas que adopta el sujeto consigo mismo, pues ambos conceptos se relacionan entre sí como determinaciones psicológicas de supeditación y dominación; autoridad y servidumbre, y lo que hay de antinómico en esas categorías del pensamiento, se traslada a lo fundamental antinómico de la vida y la sociedad. Pero si para Hegel ser y conciencia eran concepciones idénticas, aunque resueltas en un plano abstracto, para el hombre de la segunda Modernidad, la Modernidad Crítica, post hegeliana, que dejaran inaugurada Ludwig Feuerbach y Carlos Marx, ser será siempre existir en las unidades dialécticas de razón y naturaleza, orden causal y significado, libertad y necesidad. Y es ahí donde a la milenaria indagación acerca de un ser eminentemente conceptual, sucede la moderna reflexión sobre las condiciones reales de su existencia. Fue esa reflexión la que estuvo destinada a deconstruir el andamiaje ideológico de la burguesía, al establecer las limitaciones reales del <i>“sueño ilustrado”</i> y vindicar, vida, naturaleza y sociedad frente a los postuladosabstractos de la razón.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Moviéndose en torno a ideas similares, el pensador marxista francés de la segunda mitad del siglo XX, Luis Althusser escribió, haciendo uso de un tropo, que el encuentro entre Federico Hegel –la Filosofía– y Carlos Marx –la Crítica–, se había efectuado <i>“en casa de Ludwig Feuerbach.” </i>Lo que éste filósofo estaba infiriendo es que hay una <i>“razón vital”</i> que nutre por completo la raíz de dicha Crítica. Existe además un segundo deslinde del tropo <i>althuseriano</i>: esa cita con Hegel fue un diálogo amistoso. La filosofía marxista podría continuar siendo sin prejuicios la filosofía de Hegel, mas con una acotación esencial que la reconduce y, en cierto sentido, la rehace: <i>“Nuestro amigo Feuerbach también tiene razón, situémonos a pensar desde el contexto de la vida y no salgamos jamás de ella”.</i><o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Entonces, ¿cuál fue la contribución de Marx a esa cita sancionada por la filosofía? Feuerbach nos propuso entender al hombre como naturaleza, reubicado en su paisaje vital y asumido desde el libre horizonte de la sensibilidad; Marx, por su parte, condujo esas afirmaciones a los ámbitos precisos en que podían ser explicadas: La socioeconomía y la historia; ambas disciplinas comprendidas como esa visión integral, no exenta de categorías, que reconstruía globalmente las relaciones del hombre con el tiempo y la naturaleza.<i> </i>No obstante, cuando laeconomía marxista ambiciona organizarse en sistema, teniendo como preámbulo la filosofía hegeliana, corre el serio peligro de olvidar lo pactado con Hegel: <i>“No olvidar jamás a Feuerbach”</i>. No olvidar a la vida, ni al hombre concreto, corpóreo, circunstancial, completamente inscrito en el cosmorama de la vida, y que no sólo es el verdadero objeto del conocimiento, sino el irrenunciable sujeto de cualquier proyecto libertario. Pues fue el horror al claustro hegeliano fue lo que motivó al joven Marx a aproximarse a Feuerbach desde el aireado horizonte de aquellos valores básicos.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Y arrojando luces sobre su propio pensamiento, e incluso sobre el modo en que éste sería recogido por Marx, el propio Feuerbach escribió lo siguiente: <i>“El secreto de la filosofía es la antropología, pero el secreto de la filosofía especulativa es la teología.” </i>Lo dicho aquí, si se desarrollara en toda su coherencia lógica, conllevaría no sólo a la clausura de la filosofía especulativa, la cual ha sido siempre “sierva” de la teología, sino, a la superación en sí de la filosofía por la antropología científica. Mas, cuando Feuerbach realizó su afirmación, lo hizo desde el lugar de la filosofía y como una aserción que la propia filosofía hacía. El sujeto de la filosofía no es el sujeto de la ciencia, porque aunque su <i>“secreto”</i> pudiera estar en la antropología, lo que puede hacer la filosofía con él es incomparablemente distinto a lo que haría en su lugar la ciencia. Ya que los problemas sobre los que aquella diserta son exclusivamente inherentes a su naturaleza. En filosofía no importa tanto el objeto en estudio, como el sujeto que estudia; el valor del análisis en sí, no lo analizado, debido a que es el sujeto quien despliega ahí la estrategia de su escritura y con ella, la estructura legitimada, o postergada, de su ser. Y es ese sujeto, y no otro, el que reclama para sí la reflexión filosófica.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>El propio Althusser se acercó al núcleo de este dilema cuando aventuró en la misma dirección que Feuerbach que <i>“el marxismo había fracasado como filosofía y triunfado como ciencia</i>.” Pero si Marx hubiera convertido la historia y la socioeconomía en las ciencias generales del hombre, y, en vías de lograr una solución teórica, traspasado a esas disciplinas los problemas que, secularmente, venía abordando la filosofía, habría reabierto a un nivel superior el ideal humanista de Feuerbach. Aunque acaso, ¿no fue esencialmente así? Sin embargo, si bien afirmamos que el principio de la reflexión especulativa es el ser, ¿cuál es el desempeño del ser que se pretende suprimir con el proclamado fin de la filosofía?<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>La raíz del ser es su libertad, ese motivo substancial que el Marx de la juventud pudo advertir en la doctrina epicúrea, y en la corrección que <i>“el gran iluminista griego”, </i>hiciera a la teoría de la libre caída de los átomos de Demócrito de Abdera. La libertad es el ideal del ser, y el ser –esa increíble partícula verbal–es la única<i> </i>forma capaz de consolidarse frente a la permanente actividad del pensamiento y la naturaleza. El ser se sumerge en lo profundo que conduce a la vida buscando remedio a sus graves carencias, y, mediante su constante hacer, abre el cauce para que la vida se proyecte con intensidad, incluso donde la razón se había declarado impotente. Mas lo que creíamos era sólo posible como realidad interior –la libertad– resurge como trabajo en la conciencia exteriorizada de la reflexión. Pues la libertad representa un largo retorno a sí, pero ese sí, aunque subjetivo, pertenece al mundo. Ya que el ser no se subordina al orden subjetivo e intencional de la libertad (Kant), pero tampoco al programa abstracto y universal de la razón (Hegel), sino a la vida experimentada como fruición y tarea. Porque al final, no ha sido el ser, ha sido el mundo el que con él se ha renovado.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Ni Kant ni Hegel pensaron adecuadamente las relaciones del hombre con la naturaleza, redujeron a ésta a un conjunto de categorías abstractas, no pudiendo acceder al entendimiento de su esencia real siempre en constante actividad. La crítica de Marx a <i>La Economía política del capitalismo,</i> supone así una vindicación de la realidad frente a la abstracción, vindicación que retenía para sí un contenido filosófico universal. Lo curioso es que Marx escuchó como pocos la queja capital de la filosofía: la patente incapacidad para <i>“cambiar la vida”</i>. Lo curioso es, además, que la teoría en estado puro se vuelve enemiga de la vida verdadera, y que, como para Adorno, la verdad no significa una simple adecuación, sino la completa afinidad de la idea al mundo. Restaurar la vida y reparar las dañadas relaciones del pensamiento con lo real, era lo que el joven Marx llamaba, conceptualmente, hacer cumplir el programa de la filosofía, que es intrínsecamente la misma disposición que conduce al artista a formularle esta petición de principio al mundo: que sea verdadero.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Pero la filosofía hegeliana no estaría consumada hasta que no se tornara en Crítica de la sociedad burguesa y se viera así, convenientemente, instalada en lo real. Esa Crítica se sostenía significativamente en que en la sociedad civil <i>“las relaciones naturales habían quedado suprimidas” </i>convirtiéndose en entidades muertas<i> </i>al ser abstraídas de su propia esencia por las formaciones económicas que, específicamente, engendrara el capitalismo en su quizás inevitable tránsito histórico.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><b><span class="Apple-style-span"><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; ">Cuatro</span><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><o:p></o:p></span></span></b></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>La economía bajo el capitalismo es un sistema objetual de relaciones que circunda completamente al ser, y de hecho lo convierte en un elemento más del sistema. Dicho sistema posee su origen en la existencia natural, por tanto, la lógica que gobierna primariamente a la economía es expresión del comportamiento y necesidades de la naturaleza. Hegel hablaba de la socioeconomía como de un segundo universo construido por el hombre desde el concepto, lo cual podría conducir a que fuese comprendida como manifestación de los problemas que exterioriza la condición humana y revela la estructura interna de su ser. Aunque la reflexión marxista sobre el trabajo es la que nos descubre toda la inmanencia de esa relación crítica con la naturaleza, pues los conceptos de cosificación y alienación dejan de ser en Marx entidades abstractas, para reaparecer como el resultado histórico de una profunda incisión acontecida en las instancias de la vida.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Para Hegel, la cosificación era una postulación abstracta de la conciencia que piensa al objeto como radicalmente separado de sí, que afecta a su vez la estructura del ser y lo escinde, arrojándolo a la lógica implacable del trasiego y el devenir. En Marx, la idea, previamente inmaterial de la cosificación, se ha naturalizado, haciéndose afín al mundo: el concepto de la cosificación se origina, en un sentido marxista, con la expropiación al obrero del producto de su trabajo, la conversión del trabajador en mercancía y el enmascaramiento del verdadero valor del producto por las leyes del mercado. Existe una <i>ley de</i> <i>desproporcionalidad</i> que rige globalmente la maquinaria del <i>Trabajo abstracto</i> bajo el capitalismo: el aumento progresivo de la producción, devalúa en progresión inversa la labor obrera. Pero la recomposición de la identidad original entre el producto y lo producido –la supresión de la falsa oposición entre <i>Capital</i> y <i>Trabajo</i>– señala hacia una reunificación de la conciencia escindida y la restitución de la unidad de conciencia y naturaleza. Por eso en Hegel, el fin de la alienación se consuma con la reapropiación del objeto por el sujeto; y en Marx, con la socialización de la riqueza creada.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>El desarrollo dialéctico de la historia ha propiciado una configuración intensamente heterogénea de los acontecimientos, y, sobre todo, ha permitido despejar el concepto de una evolución histórica uniforme, conduciéndonos a valorar lo que Martin Heidegger llamara <i>“el mito del progreso”</i>. El progreso del mundo, si es real, se ha efectuado sobre la base de la abstracción sistemática de las formas naturales de la vida y la enorme concentración, en su lugar, del <i>Capitalabstracto</i>; entre tanto, el papel eminentemente dialógico de las relaciones humanas, en su sentido helenístico, ha desaparecido prácticamente por completo. A la muerte del hombre–público ha sucedido, en todas partes, la proliferación del hombre–mercado. Por lo que, los problemas que proyecta la filosofía crítica inciden sobre una realidad mundialmente alienada, desnaturalizada.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>El comienzo del estudio de las razones de la deformación fundamental que padece la vida, pertenece prioritariamente a Marx. Llamativamente, los estrechos vínculos entre la conciencia y la naturaleza no han sido nunca eficazmente esclarecidos. La conciencia que comete error obliga a una relación errónea con el mundo, al relacionarse con una realidad que no ha sido adecuadamente pensada y al experimentar, en consecuencia, una existencia dramáticamente mediatizada. Las razones son primordialmente objetivas, no obstante, si no se resuelven también en el plano de la conciencia, no se resuelven. El problema capital de la filosofía se sitúa en esa necesidad de autocompresión verdadera de la propia naturaleza, lo cual conduciría no sólo al restablecimiento de la unidad perdida, sino a la plena autodeterminación del ser. Entonces, ¿qué es lo que ocurre que esa liberación no se produce ni en los predios de la conciencia ni de la socioeconomía?<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Cuando Marx quiso reflexionar a profundidad sobre ese enorme disloque que constituyen una conciencia y una realidad alienadas, severamente apartadas de sí, se remitió a la crítica de la religión y afirmó que esa era la raíz de toda Crítica, el principal motivo de su postura filosófica y el prolegómeno indispensable de su impugnación a la <i>Economía Política del capitalismo</i>.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Para Marx, la religión era un fenómeno de desrealización de la conciencia que transpolaba los problemas reales de la vida al trasmundo de los valores metafísicos, fijos y axiomáticos, el cual se cumplía no sólo en el pensamiento económico burgués, en su singular condición de pensamiento mitificado, sino, sobre todo, en la determinación decididamente histórica que le impone al mundo moderno el sistema de producción capitalista. La urdimbre del sistema religioso –dogmático e iconográfico– expuesto a la mirada marxista, descubría asombrosas equivalencias con el capitalismo, porque es el mundo <i>“hechizado”</i> por las nuevas formaciones mercantiles el que aparece, destruyendo a su paso las fuentes originales de la vida. La opción de Marx fue, persistentemente, desmantelar teóricamente el <i>“más allá”</i> religioso, por tanto, la reconstrucción del <i>“acá”</i> de las relaciones reales del hombre, pasaba por el restablecimiento de una conciencia desalineada. Es como si para Marx la Modernidad capitalista contrajera la peculiar situación histórica, de que un sistema ideológico como la religión cristiana hubiera quedado hipostasiado en sus formaciones económicas.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>En ese sentido podríamos volver a preguntar, ¿cómo juzgar la analogía que establece Marx entre <i>La</i> <i>Sagrada Familia,</i> y el proceso de expropiación del trabajo obrero que se denomina <i>Plusvalía</i>? Es originalmente cierto, que el Dios más abstracto de <i>El</i> <i>Antiguo Testamento</i> y la tradición teológica judeocristiana –en lo que puede haber en ello de <i>“escoria mosaica”</i>– personifica milenariamente lo mismo que proyecta el <i>Gran Capital</i> para el individuo contemporáneo: el descoyuntamiento de su experiencia existencial. En ambos casos, el hombre parece quedar desposeído de su propia esencia (Feuerbach), y colocado a merced de una entidad extraña, amorfa, inclemente y totalitaria.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Para Marx, la religión se convierte en el reflejo general de una circunstancia económicamente alienada. Ya que lo que se nos está indicando es que existe una paridad entre la conciencia religiosa y la realidad económica del mundo. De lo cual se desprende, que la verdad y la mentira de una ideología son conceptos válidos pero relativos, porque el sistema de valores que la compone no posee una totalidad abstracta, desconectada por tanto de la realidad; por el contrario, dicha totalidad retiene para sí el fundamento histórico que le diera origen y en el que encuentra su objetiva determinación, y es lo que delimita y viabiliza su investigación. Luego, si partimos que la identidad entre conciencia y naturaleza es la que unifica la paridad entre ideología y realidad, toda ideología está apta para ese estudio que arroje, detrás del nudo de sus formulaciones, o la intensidad de sus imágenes milenarias, la verdad teórica de su significado. Por lo que, el criterio de Marx de <i>“falsa conciencia</i> <i>religiosa”</i> entendida como <i>“el reflejo desfigurado y fantasmagórico de la realidad”</i>, no es sostenible sin serios reparos, pudiendo aventurarse, en su lugar, el término de “<i>conciencia equívoca”</i>, que aunque comienza por aceptar el considerable margen de alteración sufrido en el modo en que la conciencia religiosa se relaciona y explica la realidad, esa evidente metamorfosis ocurrida traduce significados que la razón teórica puede descubrir y la sensibilidad estética es capaz de intuir. Porque, ¿no es acaso toda forma de conciencia, la expresión de un determinado modo de ser de la naturaleza que vertería en aquella sus inevitables equivalencias?<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Lo notablemente contradictorio es que el nacimiento y apogeo de la religión cristiana, no corresponde con el período de configuración y desarrollo del capitalismo. O sea, la plena conformación de esa ideología religiosa es por lo menos mil años anterior al origen histórico de las sociedades de mercado en Europa. Lo que ampliaría el contrasentido, si se considera que la era del capitalismo lo que deslinda para Occidente es la franca decadencia del pensamiento mítico. De lo que se deduce, que la conexión entre una forma ideológica como la religión, y un modo de producción como el capitalismo, parece no encontrar en Marx su objetiva demostración. Entonces, si el pensador situó, ejemplarmente, su refutación al capitalismo bajo la precisión de una situación histórica concreta, ¿por qué su crítica a la religión carece de esa misma fundamentación historicista?<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>La relación de Marx con la religión contiene toda la particularidad que el instante específico de su reflexión, (siglo XIX) le ha conferido: observar un fenómeno ya en crisis; sujeto al proceso de desintegración de su previa unicidad ideológica e histórica. Sin embargo, la impugnación de Marx retiene la pretensión <i>sui géneris</i> de una negación de alcance global, abstractamente válida para todas las épocas, que no sólo identifica “metafísicamente” –según la opinión de algunos de sus críticos de izquierda– universalidad y particularidad históricas, sino que busca minar el espíritu mismo del pensamiento religioso y su fundamento último en el mito.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Se ha dicho que la ciencia, como la filosofía, obra mediante definiciones, y el arte, como la religión, a través de representaciones. Desde milenios la religión viene escenificando, en el gran retablo del mundo, una versión fabuladora del origen y el destino del universo, que pretende trasmitir al creyente atributos básicos de la existencia. La religión cristiana es una realidad histórica que no conlleva necesariamente al individuo a la evasión o la transpolación del mundo, sino a una forma reglamentada de asumir su vínculo con la vida, que mantuvo su extraordinaria coherencia ideo cultural a través del desempeño de más de diez siglos. Marx hizo evidente abstracción de la situación histórica del fenómeno religioso, debido a que se relacionó con éste desde el enfoque de sus axiomas más generales, y, en ocasiones, más obtusos e intangibles. Le faltó un acercamiento más objetivo, paralelo al estudio de las formaciones económicas de Occidente; solamente esta aproximación le hubiera permitido investigar con eficacia las relaciones inmanentes entre la conciencia mítica y el ordenamiento real del mundo.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>El mito guarda una estrecha relación con el problema original de la verdad, en un mundo donde el sentimiento mítico señala hacia la relación más embrionaria que sostuviera el concepto con la naturaleza. La verdad, por su lado, mantiene una excepcional conexión con el juicio de valor, puesto que aquello que hemos denominado <i>“el mundo verdadero”</i>, retiene en sus entresijos el concepto moral del ideal. De esta manera, lo que hay de irreductible en la filosofía es su remisión a una verdad que tiene una connotación ética y que conserva en su núcleo más radical, la instancia mítica. Y, ¿cuál es el mito? El mito es el hombre; él es el irreductible de la historia y las filosofías; el sueño arcaico de la religión y el elucubrador empedernido de las utopías. Y la mayor utopía del hombre es la libertad, sobre todo cuando se declara desde el terreno de una conciencia y una naturaleza inflexiblemente apartadas de sí, virtualmente alienadas.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>En Hegel el concepto de la libertad se explica por medio de la <i>“concientización de la necesidad”</i>; puesto que para él la libertad aparece como el resultado del saber de una conciencia que se realiza al deducir la esencia de su propia naturaleza. A tono con estas ideas, el poeta Goethe afirmó que <i>“todo hecho es ya teoría”</i>; lo que equivaldría a decir, que toda teoría, para ser verdadera, tiene que habitar en el interior de la realidad. De lo que se desprende, que el instante puro de la reflexión no existe, porque comprender correctamente una situación implica su determinación real. Mientras que en Kant su <i>“deber ser”, </i>entendido<i> </i>como una postulación universal de la idea de la libertad,<i> </i>era una construcción axiológica reducida a un argumento puro de la conciencia. Desde esta posición, el pensador de Konigsberg quiso situar su relación con el mundo, y para eso estableció la estrecha correlación entre el ethos y el concepto también abstracto de la libertad. Sin embargo, si no hay naturaleza que posibilite en la práctica las realizaciones del ser, la voluntad es incapaz de conquistar su autonomía; igualmente, si el ser carece de una instancia ética que guie el sentido de su libertad, de nada vale el contenido natural de la voluntad. Por ende, la dimensión material de los problemas que suscita objetivamente la libertad para su resolución, nos conduce de Hegel a Marx; no obstante, la naturaleza teórica de la elección –como instancia moral– nos trae de regreso a Kant.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Empero, si la afinidad entre la conciencia y la naturaleza concluye en una identidad en la alienación ¿cómo es posible la libertad para una conciencia que lo que hace es traducir en ella las paridades deformadas de la realidad? ¿Sobre qué caminos se puede emprender entonces el proyecto de la liberación? Kant ante esta situación propuso el instante puro de la reflexión, la edificación rigurosa de una “<i>instancia teórica”</i>, la cual, haciendo abstracción de la naturaleza, le propusiera al ser el ideal como solución conceptual de su dilema. Pienso que sobre esta disyunción se desliza la suerte final de la filosofía, sobre todo si establecemos un paralelismo entre la petición de la sensibilidad romántica de Emmanuel Kant de un universo reconstruido desde la abstracción y el sueño moral de Carlos Marx, de una realidad alienada reedificada por medio de la voluntad política<i>.</i><o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Por tanto, si Renato Descartes, apuntó al primado del pensamiento desde el cual se fundamenta al ser, Kant, por su parte, al pensamiento que fundamenta al universo, y Hegel a la identidad final entre el ser, el concepto y la naturaleza; Marx es el ser que nos propone la revolución universal; porque las condiciones se han ido dando y esclareciendo a través de un largo camino iniciado por <i>La ideología clásica alemana,</i> que es, singularmente, la senda recorrida por la historia objetiva de Occidente, la cual reserva para cada ideología, y para cada modo de producción, su instancia equívoca, anfibológica, aunque también el momento histórico que determina su específica verdad. Ya que todas las ideologías y sistemas socioeconómicos contienen una verdad teórica donde sitúan su analógica relación con la realidad y sobre la conciencia que se empeña en la búsqueda de una verdad definitiva, equivalente al ordenamiento ideal del mundo.<o:p></o:p></b></span></p> <p class="MsoNormal" style="margin-bottom: 0.0001pt; text-align: justify; text-indent: 0.5in; "><span lang="ES" style="font-size: 14pt; font-family: Arial, sans-serif; "><b>Por nuestra parte, intentando proseguir en el habitual de cursar de la filosofía, podríamos agregar que tal vez Marcel Proust puede seguir teniendo razón cuando enfáticamente escribe<i>“aquello que conocemos no es nuestro, o no nos pertenece”.</i> Para el artista no es el conocimiento, sino la creación más original la que nos remite a una absoluta redefinición del ser en las esferas siempre concomitantes del pensamiento y la vida. Si en el fondo de las cosas, todo es naturaleza y la naturaleza es conciencia, y la palabra es alocución de las motivaciones más íntimas de nuestra existencia: las graves falencias del texto y de la vida, ¿cómo se justifican? O por el contrario, si el ser en su gran aventura personifica la exaltación de la unidad de conciencia y naturaleza; todo, ¿incluso la vida, podría ser considerada alguna vez sobrenaturaleza?<o:p></o:p></b></span></p> <i style="font-weight: bold; "><span lang="ES" style="font-size:14.0pt;line-height:115%;font-family:"Arial","sans-serif"; mso-fareast-font-family:"Times New Roman";color:black;mso-ansi-language:ES; mso-fareast-language:EN-US;mso-bidi-language:AR-SA">Septiembre y 2010</span></i></span><p></p> <p class="MsoNormal" align="center" style="text-align: justify;margin-bottom: 0.0001pt; line-height: normal; "><span lang="ES" style="mso-ansi-language:ES"><span style="mso-spacerun:yes"> </span><o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" align="center" style="text-align: justify;margin-bottom: 0.0001pt; line-height: normal; "><i style="mso-bidi-font-style: normal"><span lang="ES" style="font-family:"Arial","sans-serif";mso-ansi-language: ES"><o:p> </o:p></span></i></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;margin-bottom: 0.0001pt; line-height: normal; "><b style="mso-bidi-font-weight:normal"><span lang="ES" style="font-size:18.0pt;font-family:"Arial","sans-serif";mso-ansi-language: ES"><o:p> </o:p></span></b></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;margin-bottom: 0.0001pt; line-height: normal; "><b style="mso-bidi-font-weight:normal"><span lang="ES" style="font-size:18.0pt;font-family:"Arial","sans-serif";mso-ansi-language: ES"><o:p> </o:p></span></b></p>Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-39303373762876936282010-03-10T14:23:00.000-08:002011-03-04T16:19:00.978-08:00Exilio y metáfora<div align="justify"><span class="Apple-style-span" ><br />Uno<br />(Los puentes de Fayad)<br />El poeta alemán Rainer Maria Rilke (1875 - 1926) escribió que “lo hermoso no es otra cosa que el comienzo de lo terrible”. Saber ver, contemplar hasta el fin, allí donde cada primavera nos revela su misión, aquí donde las cosas nos muestran su horror, es la tarea esencial que hace de la poesía un modo de estar en el mundo y de entregarle una justificación a la existencia. Por eso el poeta necesita de los versos, son vehículo de algo que de otra forma jamás podría ser expresada, y donde se hace visible su extraordinario periplo en vías del lejano sueño de sí mismo.<br />El poeta católico cubano Cintio Vitier (1921 - 2009), escribió que, “en todas las teogonías el hombre es siempre el expulsado”. Existe un credo milenario sobre la condición humana que nos fue remitido mediante un plano simbólico -¿literario?-, el cual relata el origen dramático del cosmos y la vida. El cielo, en su inaccesibilidad, se convierte así en la suprema metáfora concebida por el hombre; entre tanto, todo expulsado es un buscador de significados, alguien a quien el extravío de su existencia no le ha hecho olvidar completamente la antigua condición de su naturaleza. Es la experiencia del exilio la que mayor concomitancia posee con ese hondo sentimiento metafísico, con esa alegórica caída al abismo que en El Antiguo Testamento se representa como la pérdida del paraíso, la devastación sucesiva del templo en Jerusalén y el éxodo varias veces repetido. Las piedras de Jerusalén que son lanzadas sobre los cuerpos de los inocentes, configuran la memoria cristalizada de esa excomunión original; la metáfora devuelta a su realidad primordial de guijarro.<br />Hay un exilio nuclear para los poetas que se establece como escenario providencial de la Modernidad literaria y artística: París. Pero obviamente, París no es Jerusalén, podría ser, incluso, su antípoda. La Ciudad de los profetas resuelve su significado como resolución en la tierra del cometido del cielo; allí se va a orar y a acercarse al sentido ulterior, transmundano de las metáforas, mientras se hace patente la ausencia que dejaran siglos de silencio y de muerte. Si Jerusalén sobrevive en el sueño abstracto de las tres grandes religiones monoteístas, París, sensual y pagana, disfruta, por su parte, de ese politeísmo típico de una profana Modernidad cultural. Sin embargo, hay un modo especial de sensibilidad que, en ocasiones, colinda con el sentimiento metafísico propio de las religiones y, a veces, no hay nada más significativo que el contexto en el que el artista ha decidido inscribir su sensibilidad y sus búsquedas estéticas más originales. De esta manera, las persistentes lloviznas sobre los rojos tejados y la frialdad de las brumosas mañanas parisinas, evocan la fe nacida en los días inclementes de Jerusalén. Julio Cortázar definió la Ciudad de un modo con el que puede ser también definida la Ciudad de las tres religiones: “una inmensa metáfora”. La simetría es exacta: Jerusalén es el mítico lugar de la expulsión; París, ese no menos mítico lugar en el mundo donde van los expulsados. La Ciudad del Sena es un lugar fundamental porque en ella nada -ni siquiera el dolor- es ajeno. Por eso, cuanto se dice de París deviene en expresión alegórica, incluyendo las formas más simples y elementales de la vida; un sitio donde la mirada moderna reconoce en cada signo los designios de su propia conciencia cultural, de la misma manera que la llegada de las primeras lluvias y la caída de las últimas nieves, anuncian el retorno invariable de la primavera.<br />En París uno de los más importantes poetas cubanos de la segunda mitad del siglo XX, Fayad Jamís (1930 - 1988), escribió en su poemario Los puentes, lo que podría ser tomado como una anotación efímera, casi circunstancial, pero que revela el espíritu mismo de su relación personal con la Ciudad y que fue expuesto en el más elemental y mundano de los versos: “(…) alguna vez la lluvia arrastrará las hojas secas”. Un verso como este parece anunciar la aparición de los poetas conversacionales, coloquiales, en el sentido que lo pedía Antonio Machado: la más simple y, a la vez, la más íntima de las alocuciones. Vuelve a decirnos Fayad a la manera de un paseante solitario que anota en su cartera de estudiante sus visiones, como un boceto perdurable del vasto cosmorama en el que se inserta por derecho su poesía: “Esta mañana el Sena corría/ bajo los puentes como un camino solitario/ las flores de los álamos caían sobre el agua gris/ Los mendigos dormían al sol en la orilla (…)”<br />Fayad, nacido en Zacatecas, México, de origen libanés, cubano por adopción y convicción, poeta y pintor, en los años 50’ del pasado siglo vivió una larga temporada en Francia. La escritura de un texto de características tan poco frecuentes como Los puentes, contextualizado en París y publicado en La Habana en una fecha tan temprana como 1962, coloca al poeta, y a su poesía, en una peculiar situación, preámbulo, o antecedente literario, quizás de un exilio mucho más definitivo, ya que el poemario posee la maleabilidad que permite una doble interpretación. Si bien en primera instancia, Los puentes en su momento histórico fue una evidente alusión al fin del exilio intelectual, en vías de un compromiso efectivo con la nueva sociedad emergida a partir de la Revolución de 1959, el carácter abiertamente exógeno del poemario brinda una segunda lectura: Las visiones de la capital francesa evocan con demasiada fuerza un mundo paralelo al nuestro, a veces transido, pródigo en su inevitable lejanía, promiscuo en su culta naturaleza, tolerante y ameno en sus divagaciones ociosas, disfrutable en sus constantes ejercicios de soledad, aunque no por ello menos inusual: en ese mundo que el poeta nos dibuja se puede vivir asombrosamente solo, sintiéndose sumergido en la marea de los accidentes culturales, encontrarse descifrando hermosos deslizamientos de sentido, porque otros soles y estaciones nos acompañan siempre, dormitando desnudo sobre el puro placer de la expresión. Hay mucho de estas cosas en Los puentes, que, como su nombre lo indica, ponen en riesgo lo preestablecido al tender caminos, puentes entre ambas riveras, entre lo conocido y lo por conocer; Cuba y el resto del mundo: Los puentes es quizás el texto más foráneo de la llamada literatura cubana de la Revolución. A pesar de esto, los fundamentos éticos que permean desde el principio la escritura le imponen a Fayad el retorno y la conciliación con esa sustancia rugosa y medular que está más allá del lenguaje, y para eso no importa que el instante que el poeta le dedica a las palabras abarque toda una vida, singularmente son lo accidental de esa vida, el cultivado hito entre la reflexión y la realidad.<br />Vuelve de nuevo a decirnos Fayad: “Hay que decir la verdad aún cuando en la noche terrible/ no sabemos si el amor el olvido o la muerte nos esperan (…) como las velas de los barcos/ desgarrándose en la furia del aire”. ¿Pudiera Los puentes ser leído como una experiencia límite de la existencia, acaso de la palabra? Si Jerusalén conserva entre sus anales el Libro de Job no es porque sea el más bello de los textos, sino porque pocos documentos en la historia expresan con tanto vigor el grado de desertificación a que puede llegar la conciencia humana; ese apartamiento insustancial que priva al hombre de naturaleza y omite de paso sus significados. El miedo milenario al desierto, -padecido por Job ciego- “es el miedo a quedarse sin imágenes”; cuando el poeta José Lezama quiso hablar del horror vacui lo expresó de esa forma. El Sáhara se vuelve así en la otra “inmensa metáfora” que rodea peligrosamente las ciudades de los hombres, y se refleja en la paradójica historia de un pueblo del desierto -el judío- que se prohibió a sí mismo las imágenes. Por eso, si como exilio se entendiese la des-realización de la conciencia y esa tenaz despersonalización de los afectos que nos obliga a buscar pobres sucedáneos en las cosas más heteróclitas, y donde la vida se fija a un antes y un después cardinal, indiscutiblemente, ese no sería nunca el exilio experimentado por Fayad. Ya que para cada palabra París guardaba una resonancia, pues allí toda expresión encontraba su objeto y cada objeto su poética inevitable. De este modo nos corrobora el poeta, estableciendo la indisoluble unidad entre la Ciudad y el hombre; la imagen y el calor del fuego: “en la ciudad y el corazón arde la misma llama”.<br />“Frente a uno de esos puentes escogeré mi casa/ tal vez aquella de la cortina roja en la ventana”. Leyendo esta última línea se podría preguntar, ¿no es acaso la búsqueda de un domicilio definitivo la tarea capital de la poesía? ¿La llegada al hogar después de años de éxodo y desamparo, felizmente dispuesto para una nueva comunión con la palabra? ¿Pudiera significar París el fin del exilio? Responde el poeta: “(…) Yo regresaré a La Habana en una bicicleta/ Las mujeres que pasan por la acera/ van dejando una estela de fuego blanco”. Lo excepcional es que el retorno que propone Fayad, es un retorno lúdico, irreverente, sin concesiones porque él se ha ido a París a vivir una de las más intensas experiencias poéticas, y el regreso no estaría justificado si no trajese de vuelta las porciones más irreductibles de esa estancia. En los largos paseos por senderos citadinos que reavivaban la experiencia pura de la poesía, la sensibilidad ha descubierto bifurcaciones que alteraban sus visiones, y en cada accidente del paisaje el poeta hallaba los dones siempre en gestación de la insólita subrealidad: “Aquel que no había dormido/ porque andaba buscando el delgado cristal/ que se extiende como una daga entre el sueño/ y la realidad/ se detuvo por un instante en la puerta del café (…)”<br />Fayad, extraviado entre los puentes y los bulevares, supo poner tasa a su lejanía por medio de las palabras. El poeta nos habla de un París donde la irremediable soledad del artista tenía el contenido de una gran misión, y en el que lo asistía un estado de gracia que le permitía ofrecer sosegado testimonio a través de sus más variadas visiones. Mas, ¿es ciertamente el poeta el gran ingenuo de la palabra? Si la vida como la historia fuesen saharizadas, desvirtuadas en sus postulados más intrínsecos, nunca se nos facilitaría una salida inocente, debido a que el ángel que pudo vislumbrar nuestra mirada era el más terrible, aquel que los poetas intuyeron en la inopia de las tardes vacías. “A los asesinos es fácil descubrirlos”, nos recuerda Rilke, como queriendo expresar lo pavoroso e incierto que se oculta, y nos acecha, en los intersticios en sombra de la poesía.<br />(…)<br />De visita en La Habana hace escasos años tuve la ocasión de darle a leer a un amigo un poemario personal, el cual tenía como exergo unos versos de Los puentes. Mi amigo me miró dubitativo y escéptico, y me hizo la observación crítica que mi experiencia del exilio en nada se asemejaba a la de Fayad. Redactando este ensayo pude constatar la diferencia abismal que separan mis años vividos en los Estados Unidos, del París de las grandes remembranzas y las hondas experiencias poéticas. Entonces, ¿por qué ese empeño en pensar y repasar Los puentes? Hacer o leer poesía es un modo legítimamente humano de luchar contra la alienación, mas, sobre todo, se lee y se escribe para saber que no estamos solos, que hay algo irreductible que busca darle sentido incluso a la más aviesa soledad. El exilio no es sólo el más largo viaje, es un estado de conciencia, a veces una mala conciencia; un prolongado sentimiento de abandono y expiación. Pero las lluvias más inclementes son las que mejor alimentan el pensar metafórico, no importando en qué región del mundo nos encontremos. Vagando ocioso por las calles y los puentes de una de las barriadas más pintorescas y tranquilas de Miami Beach, la callada contemplación del paisaje me hizo evocar algunos de los versos más cercanos de Fayad:<br />“Allá arriba cantan los niños/ el viento huele a pan fresco (…)”/ “Tú no oirás el último sollozo del mendigo (…)”/ “Tú no oirás el ruido de ese tren que se aleja”<br /><br />Dos<br />(La rosa de Rilke)<br />Resulta verdaderamente llamativo que el notable poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar (Cuba y 1930) hace escasos años escribiera el poema, “Alguien me pidió una rosa de Rilke”, el cual contiene unos versos de desasosegado acento autobiográfico: “(…) En La Víbora lejana, mi total cercanía. / Registro viejos papeles amados y escojo estas rosas / Escritas por la mano absoluta del poeta. / Luego sería la rosa final, la de la espina”. ¿Es el mismo poeta de estos versos el absolutamente prendado de una utopía política, para quien el discurso esteticista debía ceder paso al sueño más insurgente y quien aclamara ardientemente el impacto de todas las exenciones de la Revolución de 1959 sobre nuestras letras?<br />Previendo los peligros que acechaban a la poesía a partir de la proclamación de una impositiva cultura popular, el poeta alemán Heinrich Heine, simpatizante de las ideas socialistas, le confesó a su contemporáneo y amigo Carlos Marx, que tenía miedo que los obreros “terminaran por sembrar patatas en su jardín de rosas.” ¿Fue entonces una reacción eminentemente tardía ante supuestos desmanes cometidos en el territorio de la poesía, lo que hizo a Retamar salir a defender casi al final de su vida su amado jardín de rosas e invocar a Rilke, uno de los supremos representantes de una culta elite europea? ¿Un regreso, acaso un signo de admisión, a esa lejanía esencial, al parecer irreductible, que viene padeciendo desde siglos la poesía, y que es, sin embargo, su “escudo de nobleza”, su privativa e insoslayable condición? La cual alude sin afectaciones a la naturaleza exiliada del poeta y sus palabras; a la escabrosa situación de inmigrante perpetuo para quien, encerrado en su sueño moral, en su arcano utopos político, en su intransferible desasosiego existencial, comprende que ya no es posible el retorno, y su fe asume entonces la anchura de las certezas metafísicas y el regusto amargo y nostálgico que sólo pueden traer las batallas perdidas.<br />La batalla perdida, pues fue a la que nuestra abstracta existencia nunca asistió. Retamar asume como propia la culpa por esa incapacidad proverbial del poeta para llegar a tiempo a las citas concertadas con la historia, mientras fue otro el que estuvo en su lugar. ¿Dónde estaban en ese momento el poeta y la poesía? En el exilio, en el inxilio; en el exilio indistinto de la geografía o la cultura; en el inxilio equívoco -interior- donde el poeta enumera, como las cuentas de un rosario, el algebra imposible de su alma. Pero es 1ro de Enero de 1959 y Retamar saluda la llegada de la joven Revolución con estos versos:<br />“Nosotros, los sobrevivientes, / ¿A quiénes debemos la sobrevida?” / ¿Quién se murió por mí en la ergástula, / Quién recibió la bala mía, / La para mí, en su corazón? (…)”<br />Es el canto de Jeremías bíblico. Sin embargo, no debería caber duda que lo dicho en ese momento fue sustancialmente honesto, y que la honestidad es la precondición existencial que nos exige desde siempre la poesía. Si siguiéramos la línea de un pensamiento políticamente comprometido como el de Retamar, e hiciéramos además uso de las alegorías bíblicas, podríamos decir que la poesía había estado en cautiverio en Babilonia por todos los años de la República de 1902, y la Revolución parecía liberarla, haciéndola regresar de un éxodo de lustros, al convocar a los poetas para reconstruir juntos el gran proyecto histórico de la nación. Para Retamar el Deseo -fuerza matérica de la poesía-, eros entretejido en la distancia, se hacía tangible, se objetivaba y dejaba atrás su vocación lúdica para colocarse al alcance de las manos que trabajaban: “(estoy construyendo esta escuela) con las mismas manos de acariciarte”. Era como si hubiésemos llegado al fin de todos los exilios, a la tierra feliz de promisión, levantado nuevamente el Templo y haber hecho resurgir a Jerusalén sobre las antiguas ruinas de la dispersión. Nuestro deseo, largamente alimentado en el destierro, volvía así a su condición fundamental: ser la materia de la creación; la sustancia indivisa para ejecutar la arquitectura del sueño.<br />Pero, ¿qué sucedió en nuestra historia nacional, en la vida del poeta, para que en el ocaso de su poesía volviera a invocar la bienamada rosa de Rilke, su exquisito perfume como una añeja necesidad que buscaba expresar la sensibilidad trasgredida del artista por el paso devastador de los años y las utopías? ¿Por qué entre sus poemas se lee ahora al ambiguo arte conjetural y le hace decir a Jorge Luis Borges lo que pudo muy bien decirse a sí mismo, como tanteando con eso los pequeños resortes metafísicos de la existencia? “Lamenté no haber tenido el valor de mis mayores, (…) / No se olvide que no soy quien escribe estos versos. / No los escribe nadie”. El bibliógrafo cubano Rafael Rojas curiosamente ha sintetizado el peligro que se cierne sobre Cuba a las alturas del siglo XXI, cuando se encuentra singularmente inerme frente al impacto desmedido de la globalización capitalista: “(llegar a ser) una democracia sin nación, un mercado sin república”. Mientras que un devenir personal “inquebrantablemente entrelazado con el destino de la nación”, haría que esos males históricos atenazaran la existencia del artista convirtiendo su arte en un credo sin posibilidad de comunión, y a su propia vida en la memoria abstracta de una antigua raza. ¿Un nuevo exilio nos espera más tenaz y definitivo que el anterior? ¿un nuevo exilio al que no le ha bastado usufructuar porciones enteras de nuestro pasado, ya que parece erigirse desde el futuro para señalar donde hubo promisión, la tierra yerma y baldía? ¿Qué significado posee en definitiva Jerusalén como metáfora del exilio, del hombre trashumante en la tierra, abandonado de la Ciudad de Dios? El fin del mundo de los significados trasvalorado en la postulación exclusiva de la fe. Y la ausencia de abrigo bajo el rigor último de la intemperie.<br /></span></div><div align="justify"><span class="Apple-style-span" >Tres<br />(Cambiar la vida)<br />“En un rincón de la Plaza Furstenberg en París he dejado una pequeña maleta invisible que acostumbro a mirar a través de un espejo de grano muy unido que encontrara en el sitio en que la maleta reposa A muy pocos pasos de ese lugar absoluto he vivido algún tiempo (…)”. Nos dice el poeta cubano José Álvarez Baragaño, (1932 - 1962) ¿Bordea el creador los linderos de la estética surrealista? Podría suponerse, en esas ocasiones en que la realidad parece alterarse ante nuestra mirada, yuxtaponerse en planos de diferente origen y difícil ordenamiento, creando raras composiciones y explorando áreas hasta esos momentos poco visitadas del vívido entorno. El surrealismo no es otra cosa que un experimentalismo -ese “lugar absoluto”, esa “maleta invisible”- de fuerte registro existencial. No sabe cómo situarse ante el problema de la tradición y por eso la deja en suspenso, en un gesto enfáticamente romántico de desencanto y rechazo.<br />Cuando el singular personaje de la Maga le afirma a su pareja en un lugar de Rayuela, “Hay ríos metafísicos, Horacio, vos te vas a lanzar un día a uno de esos ríos”, nos está indicando la precondición existencial padecida por esos habitantes metafóricos de París que son los poetas, la Maga, Horacio y el propio Cortázar; sus irrevocables talentos suicidas como buscadores in extremis de significados. Fue en su novela – problema, Rayuela donde Julio Cortázar describió a París como una “inmensa metáfora”, porque hay un modo marcadamente ficcional de operar de la cultura, y la metáfora alude a ese formidable desplazamiento metonímico, a esa alteración radical de la realidad que la propia cultura provoca. Es decir, la Ciudad del Sena no sólo existe como realidad urbana, como puro conglomerado humano, sino además, como un lugar que se distingue entre las inquietudes más legítimas y soberanas del espíritu. Mas, si nos dedicáramos a la comparación crítica de grandes ciudades metafóricas como París y Jerusalén, las cuales comportan cualidades muy disímiles a la hora de experimentar lo mítico, veríamos que, en la primera se vive el agónico cruce entre la realidad y el sueño, mientras, en la segunda, la actitud es de una abstracta actitud de espera -no menos agónica- por algo que no sabemos qué es y sobre lo que no hay asomo alguno de certeza. La imagen que en París percibe nuestra sensibilidad, es algo interior, subjetiva, latente. En Jerusalén, en cambio, es externa y se erige al modo de un “enemigo rumor” que desde una distancia infranqueable nos observa. Para ambos casos se proponen la soledad y la fe como únicas verdades alternativas; ese “permanecer tranquilo en la obra” que pedía en sus epístolas Van Gogh, en su doble condición de hombre de arte y de religión. París, en resumen, es aquella Ciudad privilegiada en el que la historia moderna situó el profano e irresuelto programa de la liberación; Jerusalén, la Ciudad escogida por la tradición milenaria en la que asistimos a los problemas sagrados de la redención y la inculpación. De esta manera, los dilemas que plantea existencialmente el exilio son como una madeja que se enreda entre la realidad y la ficción, la culpa y la ensoñación.<br />¿A qué región particular de nuestra sensibilidad apuntan con su existencia los poetas que mueren asombrosamente jóvenes? No el más grande pero sí quizás el más radical de los poetas cubanos, Baragaño escribió a los veinte años el poemario, Cambiar la vida. El poeta nos dejó dicho allí que había que aspirar a aquella imagen que poseyera enteramente la realidad de las cosas. Él fue nuestro gran poeta surrealista, aunque al entender la evidente insuficiencia de las palabras al nombrar la realidad como el apartamiento más inicuo experimentado por el hombre, asumió, paradójicamente, un punto de vista teológico. Apartamiento y éxodo, de raíces metafísicas, al que el creador se ve condenado y desde donde clama por la imagen preciada que volviera a expresar, de una vez por todas, la antigua realidad, la copiosa plenitud.<br />Para Baragaño, el poeta se exilia voluntariamente del mundo persiguiendo una intensa visión interior que pudiera devolverlo a su condición originaria, a la plenitud de su experiencia humana. No obstante, es en el miedo a quedarse sin imágenes, en el horror a un mundo carente de significados, donde se produce la revancha de las cosas y por ende, la angustiosa cosificación de la existencia, la cual se nos aparece entonces bajo las formas críticas de la locura y la muerte extrema. Nos abunda sobre eso el poeta en su “Himno a la muerte”, tomado de su poemario, Poesía, Revolución del Ser (La Habana, 1960):<br />“(…) Morir es caminar por tus abismos/ Es consolar la palidez de nuestro rostro/ En el único cambio verdadero/ (…) En tiempos oscuros de miedo y de locura/ (…) No sé qué rectitud ideal me la recuerda/ Qué reposo innombrable/ Qué peso que no pesa…”<br />La Ciudad del poeta no es así el París al que canta en sus versos Fayad Jamís, porque la Ciudad que éste evoca en sus poemas tiene un ligero acento de manifiesto cívico, y desde él expresa su hermoso sueño político, el matiz social que le acompaña y delinea, no sólo para brindarle una forma oportuna, sino también, para dejar bien establecidos sus inexcusables límites. La poética de Baragaño, si fuese remitida al escenario y al amplio ámbito cultural donde se inscriben Los puentes, sería el París de las andanzas nocturnas bordeando las ciénagas del Sena, donde el alma es llevada en bandolera, descendiendo con ella a los ínferos de la soledad y la concupiscencia, perdida y recobrada por medio de esos raros contubernios a los que, a veces, suele ser proclive la palabra. Nuestro poeta, muy a diferencia de Fayad, no se encuentra ubicado dentro de los límites convencionalmente preestablecidos de la existencia, su poesía es así mucho más imperfecta, sin embargo, por eso más intensa, sobre todo porque nos recuerda el apotegma que André Breton hiciera de la belleza: “será convulsa o no será”. Baragaño se ve ubicado en el borde exterior de todos los límites, colocado siempre más allá de cualquier rasgo de prudencia, y, desde ese extrañamiento fundamental, desde ese exilio irreductible, nos habla, mientras recorre sin descanso los peligrosos bordes exteriores de una ciudad amurallada, lo cual se convierte para él en el único modo o gestión humana permisibles. Y esa señalada ineptitud parece establecer el contenido sustancial de su obra y de su extraordinario periclitar. Por tanto, la poemática de Baragaño admite ser leída como una experiencia límite de la existencia y la palabra, pues nace de la mirada en lontananza hacia las planicies indiferenciadas del desierto donde se sitúan las amargas certezas, el gesto iracundo del Job bíblico ante una inhóspita Jerusalén, o frente a un dios que ha negado a los hombres toda bienaventuranza.<br />Indudablemente, José Álvarez Baragaño fue nuestro gran poeta maldito. Su poesía recorre en círculos el camino que va del drama de la existencia individual a la Ciudad de los hombres, a los grandes intereses y necesidades colectivas, aunque percibe que hay en él un golpe irreparable, una herida severa y tangencial que nada ni nadie podrá reparar. La certeza de esa enorme carencia labra su poesía, acaso su razón de ser, y se siente destinado a una Revolución en solitario que, según el primer Octavio Paz, es la revolución del verdadero artista de hoy para luego cargar consigo, “el peso desgarrador de la felicidad”.<br />Cuando pensamos en la muerte en 1930 del gran poeta vanguardista ruso, Vladimir Maiakoski, estamos tocando no sólo un hecho paradigmático, sino una de las regiones más sensibles de la intimidad del artista contemporáneo: ¿Por qué se suicidó Maiakoski? Hay sólo dos opciones, la primera es decir que esa pregunta no tiene respuesta, pues enuncia ese hito de vacío, de absoluta incertidumbre, que se suspende como un misterio sobre la vida de ciertas naturalezas privilegiadas: el poeta se suicidó por la angustia pura de vivir, una suprema insatisfacción que jamás podría resolverse. Sin embargo, la segunda opción nos dice que su muerte pudo ser evitada, que su descenso revela el fracaso de una específica política cultural en tiempos del Poder de los Soviet. Y supongo es la respuesta verdadera, la que nos deja opciones, la que no se traduce en mera instancia metafísica, ya que parte de la absoluta terrenalidad del artista y de los problemas que, en cada momento particular de la historia, le conciernen.<br />Cuando llegó la Revolución de 1959 se pensó en un mundo nuevo en el que el socialismo resolvería los problemas que para el artista plantea la existencia, y que la propia filosofía del hombre encontraría, en la práctica más vivificante, la respuesta a todas sus preguntas. Hoy sabemos que no fue así. El Che, probablemente en el más conocido de sus textos, El socialismo y el hombre en Cuba, intentó sortear la aguda contradicción que creaba el binomio de un Estado del pueblo y una sociedad asalariada, donde el artista sería un becario estatal y donde, por tanto, su sensibilidad y su inteligencia estarían transadas, de antemano, con todas las bulas que a diario diseña el poder. El socialismo, hasta donde hoy lo conocemos, no ha resuelto los problemas que proyecta desde milenios el tema de la liberación humana -por el contrario, los ha enrarecido-, y el Che fue uno de los escasos líderes revolucionarios mundiales en creer con honestidad en la necesidad real de pensar y resolver ese inobjetable dilema.<br />Si nos atenemos a los Manuscritos económicos – filosóficos de 1844 de Carlos Marx, veríamos que el ateísmo filosófico que allí se proclama, sólo puede verificarse en la práctica coherente de una filosofía política la cual vindique la soberanía de la autoconciencia no sólo en un plano cósmico, sino en los renglones tanto económicos como políticos de la sociedad. Lo que llamamos angustia metafísica puede ser sólo un modo de cómo encaramos la reflexión sobre nuestro destino individual y el valor que para la vida poseen los significados; mientras la Revolución social que todos esperamos, solamente sería viable si la sentimos cumplirse en cada uno de nosotros; en ese espacio íntimo, discreto pero medular, donde acostumbra a latir la acuciosa sensibilidad del artista y se fragua la soberanía política de la autoconciencia; su antitotalitario ateísmo moral y el fundamento socioeconómico que, sin duda, la sostiene.<br />Cuando André Breton en el México de los años treinta firmó junto a León Trosky y Diego Rivera el “Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente” estaba intentando tocar las puntas de un triángulo equilátero. ¿Es posible todavía cambiar la vida? Es la pregunta que se hizo Baragaño, es la frase formulada por Rimbaud, es el Rimbaud traducido por Vitier, es el gran proyecto surrealista y las jornadas estudiantiles y obreras del París de Mayo del 68’; es el sueño dadaísta de Tristán Tzará en sus interminables partidas de ajedrez con Lenin en el legendario exilio de Zúrich de la segunda década del siglo XX. ¿Por qué, y a pesar de todo, persistimos en apoyar la Revolución de Enero? Porque es nuestra única opción, no hay otras, no habrá otras. Lo que puede haber de carne de mi vida, lo que pude constatar en el corazón de las esencias, es ese sueño postergado, es esa excusa que no acaba, (a pesar de la mirada extraviada de los burócratas del mundo, los grises pontificadores de “la verdad revelada”, los adocenados del gesto, el pensamiento y la palabra). Esa teodicea que no llega, esa aventura solar y estos borbotones de sangre jacobina. Ese lejano exilio irremediable -prudente, antiguo, cómodo, burgués- que mi propia mano me deparó un día. Esa vida preterida, ese exilio que no cesa... esa rosa de Rilke deshojada.<br /></span><br /></div>Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-11260753395836294142009-10-30T15:31:00.000-07:002009-12-02T15:18:20.648-08:00Cintio Vitier: La Casa de la patria<div align="center"><br />“¿Murió?.... Sólo sabemos/ que se nos fue por una senda clara/<br />diciéndonos: Hacedme un duelo de labores y esperanzas/<br />Sed buenos y no más, sed lo que he sido/ entre vosotros: alma/<br />Vivid, la vida sigue/ los muertos mueren y las sombras pasan/<br />lleva quien deja y vive el que ha vivido/<br />¡Yunques, sonad/ enmudeced, campanas!”<br />Antonio Machado<br />30/10/009<br /></div><div align="justify">UNO<br />Cuando en nuestros primeros años de juventud entramos en contacto con un superviviente de algo demasiado grande, cuando se accede agradecido al afecto cordial y las cálidas palabras de un extraordinario investigador de la poesía, archiconocedor de la vida y el pensamiento de José Martí, compañero de jornadas de José Lezama, sentimos como si el destino nos hubiera colocado en una situación única, y que nos hemos asomado al borde esencial desde donde se contempla en lontananza la hondura escatológica de lo cubano. Porque conocer a Cintio significó para mí el discreto camino de una bienaventuranza.<br />Con la muerte del poeta desaparece el último gran representante del movimiento artístico – literario Orígenes, (le sobrevive su esposa, la notable poetisa y ensayista Fina García Marruz) acaecido en nuestra cultura nacional, entre los años cuarenta y cincuenta del siglo XX republicano. ¿Qué fue Orígenes? ¿Una voluntad de consumación del sentimiento de universalidad que había estado operando en nuestras artes y en nuestras letras, desde la temprana década del treinta? O, por el contrario, ¿una mirada inmersa en lo nacional que buscaba allí su máxima razón de legitimidad -su singularísimo periplo y aventura-, y para eso no vacilaba en recrear nuestra propia tradición, asumida como una postulación hermética y como un poderoso afán de desentrañamiento e irrupción, en vías de realizar una poética del mundo?<br />Curiosamente, lo que hay de consumación en Orígenes es paja mojada; pues se incorpora, en estricto, a la historicidad cultural de nuestra nación. Orígenes, es, esencialmente, una voluntad de nacimiento que tiene la extraña capacidad de seguir naciendo entre nosotros; de continuar estableciendo paradigmas -modelos sustanciales de acercarnos a la cultura- desde su centro de libélula que aletea, cual numen escatológico, postulados epistémicos. Entonces, ¿qué es? Podría apuntarse como respuesta, que nunca se entendieron mejor los fundamentos universales de nuestra cultura, que con el precipitado espumoso -el aceite alquímico cultivado al calor de la marmita- que un día nos dejara Orígenes; Lezama fue el poeta de las afinidades selectas, y su calle habanera de Trocadero devenía en metáfora de un trastocar radical -herético, franco, irreverente- de todas las cosas de la humana cultura, las cuales reaparecían permutadas bajo la gracia sin nombre de un dios risueño y festivo: (en la calle Zanja, en Centro Habana, nos acecha el tigre blanco de los imagineros chinos, y al mover el interruptor que da luz a mi habitación es engendrada una nueva causalidad que no sólo inaugura, con desenfado, cascadas en el Ontario, sino que reabre los horizontes de la poesía, y desde ese instante mi soledad se ha hecho más llevadera, porque he sabido abrir nuevos caminos entre el infinito de las cascadas, el asombroso tigre blanco y la soledad humana). Decía Lezama, que lo esencial del hombre era su soledad… y la sombra que éste va proyectando en el muro. Sin embargo, para Vitier la imagen bíblica de Moisés ante la zarza ardiente en medio de la soledad (des)comunal del desierto, se convierte en signo del fundamento gregario de la poesía. Al desierto se va a contemplar las maravillosas imágenes, mas nuestro poeta ha intuido allí lo que él llamó “el segundo movimiento de los místicos”: el regreso de la soledad -la entrada triunfal en la Civitas- en vías de fortalecer y enriquecer las instituciones humanas. Todo cuando se ha visto, -todo cuanto pudo ver o escuchar Moisés frente al fuego emblemático del desierto-, se convierte ahora en pletórico significado; la poesía regresa en busca de abrigo a la Casa de la patria y en ella despliega sus lentísimos rituales, mientras el fuego reaparece en el lugar común de los hombres y sus tareas cotidianas.<br />Cintio Vitier y José Lezama configuran los dos polos de una misma concepción. Para el segundo, el mundo se le presenta como una increíble capacidad de disfrute; lo que el poeta debe aprender lo aprende por ósmosis, enteramente sumergido en la noche gelatinosa de la poesía. Pues para el autor de Paradiso el mundo expresa su interioridad, sus claves más arduas y secretas, mediante un acto supremo de la voluntad poética. Las esferas entonces se abren: aquí abajo la tierra y sus espirales germinativas, allí arriba el cielo y sus constelaciones de estrellas, entretanto un infierno, irónicamente vacío, nos revela la ausencia de culpa.<br />Aunque la obra de Lezama no sólo es hija de la imaginación lúdica, sino de un laborioso afán de construir un nuevo orden en el que el rigor de sus temerarias visiones alcanzaría una expresión totalizadora. Siempre lo he creído así: la obra del gran poeta encierra tanta dificultad que fue concebida mucho más para ser pensada que para ser leída. Por eso es que los textos de Lezama nos obligan a un correlato; a un texto autónomo y paralelo, un cubrefuego que reorganice el libre horizonte de las interpretaciones. De algún modo Vitier estuvo exponiendo, entre nosotros, el diáfano perfil de ese correlato: volver claro lo obscuro, embellecer la claridad y formatizar lo abstracto para permitirle su necesaria inteligencia histórica, fue una de las tareas que nuestro poeta se autoimpuso dentro del contexto de la poética y la herencia origenista. Hay así en Vitier una innegable vocación historicista, la cual es entendida como un espacio absolutamente integrador, donde lo lúdico cede el paso a la reflexión más sosegada y lo ético se incorpora como principal sentido de la vida y el mundo. El autor de Lo cubano en la poesía fue el mejor exponente de una idealidad cultural que hunde sus raíces en nuestro siglo XIX y de la cual él, fue uno de los mayores exégetas.<br />Cuando en uno de los primeros encuentros que tuve con el poeta, indagué por el contenido moral y estético de “las fugas” de Arthur Rimbaud, Cintio sonrió para decirme sentencioso: “la evasión de Rimbaud fue hacia la realidad”. El poeta podría así elegir, indistintamente, el camino de la trashumancia o decidirse habitar bajo la sombra de los graves portales capitolinos, escogiendo para sí el ágora o la soledad, pero siempre frente a él estaría la terrible advertencia: si tu obra no es auténtica -si transgredes tu vida y tu pensamiento debido “al falso imaginar”- te convertirás en pasto de la Esfinge. Mas, los imagineros de Orígenes recorrieron una órbita feliz, en la que nos mostraron que los orígenes de nuestra cultura estaban en el futuro, y que los verdaderos poetas -los esenciales-, estaban aún por nacer entre nosotros.<br />En Orígenes cada poeta tuvo su propia escala, su personalísimo registro. Vitier, entre ellos, casi siempre prefirió pulsar la cuerda de la entonación más simple, ya que el escritor se empeñó en hacer proliferar su poesía en ese espacio transicional en el que el poema parece alcanzar la translúcida transparencia de la prosa. De este modo, la poética de Vitier presupone el fin de las iluminaciones maravillosas, -la casa desarbolada, hundida hasta la raíz entre cuatro columnas de humo, mientras los emidosaurios vagan bajo un cielo plomizo de ocaso. Él fue, sin dudas, muy consciente de este hecho: concibió la expulsión -la incomprensión y el escarnio, ocurridos allá en la intemperie- el destierro equívoco, el peregrinaje agónico y circular en busca de una tierra prometida, como el primer vasto movimiento de toda antropogonía. Lezama fue siempre el hombre del primer movimiento, sus selectas espirales de humo fueron solamente una señal de la pertinaz trashumancia a la que estuvo condenada la poesía. Pero existe un principio bíblico: Moisés, -según la tradición judía, el autor del Pentateuco-, habría concebido un legado estéril, si no hubiese regresado a fundar junto a los suyos. Paradójicamente, la infinitud avasalladora del desierto proponía un término, un finiquitar cargado de sentido en aras del retorno; todo lo aprendido debía ser ahora reintroducido en la cultura de los hombres, y la poética del mundo comenzaría a ser redefinida, reorganizada, como la poesía para el mundo. El legado inmemorial, los anales de espuma de la poesía, se aprestaban para ese segundo movimiento liberador, -buscando convertirse en memoria, cristalizar en el significado-, porque, según Vitier, la Ciudad se vestía de fiesta y convocaba a los poetas: Era Enero de 1959; “ese punto irradiante al que siempre debemos volver...”<br /><br />DOS<br />La disyunción entre la verdad o la mentira de las cosas se aparta de lo que la tradición ha concebido desde siempre como el sentido y la misión del poeta y la poesía: el poeta es el gran imaginero, el contumaz propalador de mitos, el arriesgado volatinero de la palabra, el sempiterno transgresor de todos los significados.<br />Por su parte, el llamado “mundo verdadero” se nos aparece como un postulado abstracto de la conciencia estética y moral. Porque lo que el poeta ha venido comprendiendo desde milenios como verdad posee una inevitable carga de idealidad, de traspolación de la mirada hacia el mundo de las esencias puras e invisibles. Y es el mismo pensamiento que nos hace ver el desarrollo histórico como la lenta configuración de un porvenir hermoso y ético, el que le formula una petición de principio al mundo: la peregrina petición de que sea verdadero; que su verdad más intrínseca fuese la razón de ser del poeta y la palabra. ¿Es la verdad, de esta manera entendida, la intención suprema de una poética del mundo? Y, ¿ésta quedó así inserta en nuestra cultura, como la búsqueda nuclear del movimiento Orígenes? O, ¿fue, como algunos afirman, una traslación del sentido y el propósito de la idealidad origenista, en la que la idea de una teleología nacional, elaborada en su momento por Lezama, resultó recapitulada por Vitier, reconducida por él hacia los predios de una muy específica realización histórica?<br />Es bueno recordar que lo que hay de juego metafórico en Orígenes, de instancia prominentemente lúdica, conspira contra cualquier intento de plasmación histórica de su legado. Entretanto, su principal orientación gnoseológica, sustentada en la pretensión de un conocimiento fundamental de lo cubano, colinda con una interpretación histórica sui generis, eminentemente metafórica y metahistórica, que obedece a otro campo de expansión e intelección de la cultura, estrictamente basado en la sensibilidad y la capacidad de especulación del artista. Es en ese terreno que Orígenes se nos presenta no sólo como un postulado teleológico, sino además teológico, ya que a una doctrina de la finalidad histórica -extraña a la historia misma- se le añade la intelección poética de un mundo “ideal, necesario y verdadero”.<br />Por otra parte, una provocativa postulación de la verdad que se entremezcla con el mito y la fábula, y que es adjudicada a la labor del poeta trashumante en las largas noches de su soledad, no encuentra su finalidad en sí, si no en el sueño legendario de poder reinscribir la palabra en el portalón de las instituciones humanas, haciendo retroceder al desierto y expandiendo los límites de la Ciudad favorecida. Vitier creía que la misión más alta del poeta y la poesía se encontraba cifrada ahí, en la compleja cuestión del significado: resignificar la poesía, hacerla volver de su marasmo de siglos, en vías de construir para nuestra historia nacional un contenido el cual expresar, y con el cual comprometerse, y donde se vería por fin realizado el gran sueño secular. Esto se traducía en una instancia obvia: Cuba es la patria de Martí. Por tanto, de lo que se trataba era de consumar el programa aplazado de la poesía; de esta manera, el proyecto de la liberación nacional encontraba su fundamento último en la poética del mundo.<br />Existen unas invocatorias páginas de Lezama (La Casa del Alibe), escritas en la década del 50’ y encontradas por Vitier a mediados de la década del 80’, las cuales hablan de una futura reconstrucción de la nación cubana, expresándose alegóricamente al referirse “a una humilde casa campesina” que contiene, simbólicamente, “el alma de la patria”. Esa casa podría ser muy bien la Casa del significado. Para Vitier, la Revolución de Enero había hecho regresar a la poesía de su incausalidad para convertirse en la expresión causal de un pueblo, en tanto la palabra ya no era el patrimonio exclusivo de los poetas, sino que había devenido en el fundamento unánime de una Ciudad emancipada. Y todo eso acontecía por primera vez y de un modo único, porque aquella era “la Revolución de los humildes, para los humildes y por los humildes”; la milenaria utopía -consustancial a la espiritualidad cristiana- desentrañada de la historia. Pero Vitier no ignoraba los enormes peligros a que nos entrega el tiempo sucesivo, -esa angustia básica ante lo corrosivo- y, por tanto, la imperiosa necesidad de regresar siempre para beber de las fuentes primordiales; allí, en ese instante providencial, donde poesía e historia acudieron a encontrarse y donde ocurrió el pacto más fundamental de nuestra historia y de nuestra cultura; allí, donde por primera vez, a la poesía le fue permitido expresar su significado.<br />No obstante, el poeta y amigo, ya fallecido, Ángel Escobar se dedicó, en una ocasión, a repensar unos versos de Vitier: “El hijo pródigo”: “Me fui lejos, a ver qué había/ Pasé por un fuego clandestino/ Estuve solo entre los míos/ Un leño ardía, la cal ardía blanca y ciega/ Regresé con despojos que yo no deseaba/ Terrible es el deseo del deseo...”¿Qué cuestión fundamental pudo vislumbrar Ángel en estos versos, cuando amargamente nos dice como preludio de su propia cita: “(…) todo acabado de nacer y en devenir, naciendo, como principio y fin de lo inarreglable”? ¿De qué rara visión parecen haber regresado despavoridos los dos poetas? ¿De qué catástrofe inevitable, aunque tan consustancial a lo que somos como nuestros propios versos? ¿En qué momento tan ajeno el poeta se vio obligado a reconocer la nuda realidad del mundo y aprender entonces que esa realidad era terrible? ¿Fue la misma dolorosa certeza que condujo a Ángel Escobar a repensar estos versos, la que condujo a Cintio Vitier a escribirlos? Y, ¿qué es en definitiva lo que hemos venido llamando, junto a los poetas, “el mundo verdadero” edificado en franca oposición a la realidad concreta y específica de las cosas?<br />Decía Federico Nietzsche que si la verdad nos entrega consuelo y bienaventuranza es falsa. Porque nada hay más difícil y doloroso, añadía, que la búsqueda auténtica de la verdad y el conocimiento. Acorde con ese estado de ánimo podríamos volver a preguntar: ¿La historia siempre fracasa porque no tiene sentido, o es su propio sentido lo que nos conduce paradójicamente al fracaso? Es decir, ¿estamos obligados a fracasar como individuos -y con nosotros toda nuestra escala de valores- al ser arrastrados por el movimiento abstracto e indiferente de la historia?<br />La pregunta por el significado nos arroja inermes a la soledad del desierto, a la “terrible blancura” del cosmorama abisal. Hay un lugar común -cíclico- en nuestra historia nacional donde las relaciones humanas, los más caros afectos, la vida, la economía y las instituciones son sometidos a una implacable saharización. El poeta nos cuenta haber regresado de allí “con despojos que no deseaba”, mientras su propio deseo se le iba volviendo ajeno... Ángel Escobar, por su parte, nos vuelve a decir en una línea que abunda en la angustia metafísica del hombre y la poesía: “(…) velo intraspasable, signo sobre signo, añorando siempre el Significado”.<br />Cintio me expresó en una ocasión que Lezama siempre les dijo a los origenistas, que a la única generación a la que se debía pertenecer era a la de José Martí. Sin embargo, su actitud política refleja lo que en esencia vio, creyó y esperó su generación: un compromiso que él mismo consideraba existencialmente insuperable.<br />También inspiradas en “El hijo pródigo”, Ángel Escobar escribió estas palabras: “(…) el espíritu quiere encarnar, romper la máscara, dejar de ser signo, ser: se sabe parte caída de lo velado, su insistir inexcusable quizá busca remedio en la aceptación y la confianza...” Hay algo en la Revolución de Enero, -si incorporamos esas preguntas sobre el valor de la confianza y el insistir en la aceptación de las que Ángel hablaba con tanto énfasis-, que parece haber fracasado de un modo esencial. Tal como si hubiéramos vuelto a extraviar el significado y el poeta estuviera condenado a iniciar un nuevo período de trashumancia, y la saharización se impusiera -con el polvo, la fiebre y el regreso tenaz a la intemperie- en lo más íntimo y doloroso de las relaciones humanas. Volviendo a quedar desarbolada la Casa de la patria, al retorno del poeta a la soledad más implacable se le suma la crisis de la Ciudad, el deterioro mortal que hoy sacude sus instituciones y con ello el naufragio de cualquier bienaventuranza.<br />Decía Carlos Marx que el capitalismo condena al hombre a la soledad -como norma capital de la saharización del mundo moderno. Por ende, la crisis que nos sacude no es metafísica, es mundial y es histórica. No es, por tanto, consustancial a la condición humana, sino producto de un proceso histórico que ha revelado globalmente sus fallas. Por lo que, ¿existe, en esencia, el mundo ideal, justo y verdadero como verdad concomitante con el desenlace teleológico de la nación cubana, tal como lo concibieron y esperaron los maestros origenistas? Lo importante es saber que los poetas son los guardianes de la palabra, y que sigue siendo posible -como pensaba Vitier- hacer regresar el significado a su más legítima condición, contigua con una refundación de la vida y la Ciudad, en la que la lastimada esencia de las cosas fuera devuelta al mundo y la poesía lograra su ansiada historicidad.<br />Tal vez lo que sucede es que el artista ha comprendido la laxa ambigüedad de las cosas y sabe que ya no hay certezas, y que el arte es el gran muro levantado por nuestra especie frente a la implacable facticidad de lo real. Si partiéramos de la verdad de esta concepción, haríamos regresar a la cultura a su condición elemental de metáfora. La poética del mundo nos hablaría en consecuencia, de una añeja verdad que busca ser reinstalada en la vida de los individuos, penetrada por su sentido poético más hondo: ser, a la vez, vehículo de comunión y de diálogo -tabernáculo y ágora. La vida y la muerte, la agonía y el exilio, dejarían de ser entidades aisladas, mónadas ajenas entre sí, para devenir en porciones del movimiento metafórico e integrador de la historia. Por fortuna, abundan en el desierto las verdades iniciáticas: el precio de la soledad nos conduce a contemplar sin miedo las maravillosas imágenes y comprender el ministerio civil al que están predestinados los poetas; el instinto gregario orientado siempre hacia el retorno. Como pensaban los grandes imagineros de Orígenes, es el movimiento inevitable y fundacional de la poesía.<br />Cintio Vitier, te seguiremos buscando, con el espíritu de los pobres y en los blanquísimos acantilados de la mañana. </div>Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-34255218776601444472009-10-30T15:24:00.000-07:002009-10-30T15:26:57.262-07:00De la salvación por el arteA Federico Nietzsche por su libro <br /> El nacimiento de la Tragedia <br /><br />La historia es el espacio donde el hombre<br />pervierte su significado<br />Pues el hombre llega clamando puertas<br />pero los llavines no le funcionan<br />sus códigos son impenetrables y no hay aldabas<br /><br />Así se va de lo múltiple a lo amorfo a lo indiferenciado<br />allí donde cada signo habla a su manera y nadie entiende<br />y el hombre deviene el director absurdo de la orquesta polifónica<br />que toca sin sentido el dodecafonismo de la centuria<br /><br />Es cuando llega el aguacero <br />y sorprende al hombre desguarnecido en la intemperie<br />Pero el hombre reconoce en la lluvia al Diluvio <br />y así ensaya su primera metáfora<br /><br />Porque la historia es el espacio donde el hombre <br />pervierte su significado<br />y la metáfora es la invención que otorga a esa perversión <br />un sentido<br />y ya no importa tanto que los signos estén locos<br />pues el hombre ha aprendido bajo la intemperie a habitar su casa<br /><br />Es cuando escampa y se ve el arco iris<br />y el hombre entonces arde bajo el sol más inclemente.Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-13598813383245069332009-08-31T12:58:00.000-07:002009-08-31T13:00:30.767-07:00Socialismo y sensibilidad<div align="justify"><br /> 31/8/009<br />Uno <br />Absorto, hace en realidad muchos años, en la lectura del Diario íntimo de Enrique Federico Amiel (1821 – 1881), afamado ciudadano de Ginebra, vine a tropezar con la siguiente propuesta intelectual: “Llegar a comprender nuestra época desde la perspectiva de la historia universal; la historia universal desde la perspectiva de los períodos geológicos y los períodos geológicos desde el punto de vista de la astronomía (…)” Esta progresiva generalización de la mirada, ese afán, leído entre líneas, de universalizar cada vez más los criterios y ampliar por ende, el horizonte de las interpretaciones, se convertía para mí en una justificación del camino seguido por el intelectual y el artista modernos, en vías de la conceptuación que debería regir cualquier estudio desde una altura que nos permitiera comprender en la sociedad, en la cultura y en la historia sus aspectos esenciales, mucho más allá de lo puramente circunstancial y pasajero. Y esa decimonónica petición, tomada en el contexto de una vida y una obra, devenía en un postulado perteneciente al viejo espíritu de la filosofía la cual, como todos sabemos, ha colindando siempre con la ensoñación.<br />La vida de Amiel es la historia de una ensoñación; su biografía nos muestra la experiencia de un hombre de excepcional sensibilidad y talento, condenado por su tiempo a la incomprensión y la soledad. Profesor por treinta años de filosofía y estética de la Universidad de Ginebra, la publicación de su Diario íntimo le permitió un póstumo reconocimiento, al punto que por mucho tiempo se dijo que Suiza era la patria de Rousseau, de <a title="commons:Madame de Staël" href="http://commons.wikimedia.org/wiki/Madame_de_Sta%C3%ABl">Madame Staël</a>… y de Amiel.<br />Observar con detenimiento la cronología inscrita en las páginas de ese Diario supone un viaje al corazón del siglo XIX. Desde el balcón de Ginebra, Amiel fue privilegiado espectador del nuevo mundo que ante su mirada se iba edificando. En una época en la que el planeta comenzaba a enjutarse por la aparición de revolucionarios medios de comunicación, como el ferrocarril y el telégrafo mientras se globalizaba el comercio, Enrique Federico Amiel fue uno de los primeros ciudadanos políticos del mundo. Ya que estuvo entre aquellos que ejercieron una inteligente reflexión sobre nuestro destino histórico, aunque más que atender a la eficacia y funcionalidad del nuevo orden creado, se preocuparon por la racionalidad de su sentido y la coherencia ética de su significado.<br />Ubicado en el contexto sociocultural y religioso de una sociedad calvinista, el escritor ginebrino vio desangrar su existencia entre los imperativos morales, -a los que se creyó siempre obligado y con los que decidió atar su destino individual-, y su pasión en pugna con los lazos religiosos y los deberes, que él entendía, tenía con su patria. Lo curioso es que Amiel no fue nunca un dogmático ni tampoco un nacionalista; era un libre pensador que amaba de Suiza su neutralidad histórica; esa singular mezcla heterodoxa de nacionalidades y lenguas que pluralmente la componían y su natural independencia ancestral. No obstante, en su aire universal y en sus graves paisajes, nuestro escritor supo encontrar, paradójicamente, los significados eterios y a la vez subyugantes de los conceptos de patria y religión.<br />Llama demasiado la atención que fuese un diario el único modo que él tuviera para darse a conocer ante la posteridad. Cada anotación que hiciera en sus páginas descubre a alguien que se reserva -por medio de la vigilia intelectual y la limpieza de espíritu- para un futuro providencial el cual, irónicamente, nunca llegó. El escritor repite, en decenas de formas, el lamento por su vida obliterada, por “esa anemia de la voluntad” que le acompaña y le malquista consigo mismo. Su Diario describe así la agonía del hombre superior doblado por el peso de las circunstancias.<br />En una hermosa monografía dedicada a su memoria, el polémico autor colombiano, José María Vargas Vila, escribió, que el ginebrino se había empeñado en tener “el fantasma de Dios por compañero”. Vivir en Dios, habitar su Obra y “comprometerse enteramente sólo con Él”, fue la consigna de ese singular espíritu meditativo. Sin embargo, Amiel no ignoraba que la teología cristiana significaba -a esas alturas del siglo XIX- una reducción del campo gnoseológico, ya que estaba fundada por abstractos principios metafísicos, y que, en cambio, la experiencia práctica y sensible, el pensamiento y el análisis dedicados a la observación rigurosa de los fenómenos naturales, abría un nuevo e inestimable campo para el hombre y su actividad, específicamente humano. “Es indispensable, nos dice a tono con su época y con un acento que evoca a Ludwig Feuerbach, volver a lo concreto, a lo individual, a lo determinado; a observar, a experimentar (…)”. De todas maneras, y a pesar de lo antes dicho, insiste: “Dios es la morada del hombre desenvuelto en el devenir de la idea.” Y reconoce: “Vivo atormentado por el ideal (…) vivo en medio de una luz crepuscular y helada, como las sombras de Homero...”<br />Pero Amiel no era ajeno, en modo alguno, a la crítica al cristianismo realizada por un neo hegeliano como Federico Strauss, el cual ubicaba la figura de Cristo en el contexto de una problemática histórica que implicaba a la humanidad en su conjunto en la lógica -absolutamente terrenal- de su devenir en pos de un gran ideal. Cristo no era otro, por tanto, que el hombre verdadero; la realización, en un individuo, de la humanidad viviente y universal. La raíz hegeliana de esta interpretación del cristianismo (el hombre sometido al puro devenir de la idea) aparecía aquí revisada por una fundamentación sociohistórica de la Religión, la cual finalmente se apartaba del idealismo hegeliano para comprender al hombre en su inmediata concreción, desde el ámbito, empírico y perceptible, de su experiencia y natural concepción.<br />Existió lo que Amiel llamó una “teología humanista” que tuvo en Feuerbach su máximo exponente. Según Hegel, el saber que tiene Dios sobre el hombre es parte del saber que tiene Dios sobre sí mismo. Pero Feuerbach invertía con audacia la fórmula: “el saber que dice tener el hombre sobre Dios es parte del saber que tiene el hombre sobre sí mismo”. Porque de lo que se trataba era de restituir en el hombre, “aquellos atributos que le fueron otorgados erróneamente a Dios”, y, desde esa premisa, elaborar -esa fue en realidad su gran tarea- una “antropología filosófica” que instituyera con plenitud el significado y el valor del ser humano.<br />Hegel, por su parte, había restablecido, por medio del pensamiento abstracto y la razón especulativa, las llamadas nociones suprasensibles… de ahí las reservas de Amiel con respecto a Feuerbach -su reproche por haber pretendido ponerle fin a la teología cristiana-, parecen tener en el fondo una fundamentación hegeliana: existen, según él, valores abstractos y universales que no pueden ser reducidos a la simple facticidad de la historia y la experiencia humana… Por tanto, si se busca preservar la idea de Dios, las tesis de Feuerbach deberían ser corregidas, ampliadas -contradictoriamente- por la misma teología. Sin embargo, Amiel veía en la figura de Cristo lo mismo que Strauss, el “embrión” desde el cual evolucionaba una humanidad liberada, el camino ascendente de su consciente dignidad y redención:<br />“Todo hombre es sacerdote”, dijo Lutero; “todo hombre es rey”, dice la Carta Magna norteamericana; “Sois de la raza de los dioses”, dejó dicho San Pablo”. Escribe en su Diario.<br />Amiel se murió esperando una segunda reforma religiosa que debía ocurrir en el seno de las sociedades protestantes y que jamás llegó. Creía que esa “segunda reforma” estaría destinada a revitalizar los lazos que atan al creyente individual con la comunidad de fieles, y que había algo en el viejo espíritu del catolicismo, afín a la idea de la salvación colectiva y los valores de la compasión, que no debió ser despreciado por el desarrollo ulterior del luteranismo. Singularmente -y esto es un hecho que aún no he mencionado-, Enrique Federico Amiel era un hombre de ideas socialistas; apasionado lector de Proudhon y de los hegelianos de izquierda, su amargo desencuentro con su época, -la cual coincidía con la segunda revolución industrial llevada a cabo por el capitalismo internacional-, poseía un fundamento político en el que estaba involucrado un trasfondo de postulados religiosos.<br />Lo llamativo es que en Feuerbach como en Amiel había una declarada crítica a la razón, a ese viejo templo de la razón que Hegel heredara de los clásicos griegos. En esto, ambos se encontraban más cerca de Lutero, porque primaba en ellos la sensibilidad y el sentimiento situado por encima de los vericuetos de la lógica o la dialéctica. De esta manera, el plano esencial en que se mueve Feuerbach, por el que transita junto a Amiel en su visión conflictiva de la Modernidad burguesa, no es el de la gran urbe, ni tampoco el de las grandes industrias; es, por el contrario, el del continente sereno de la naturaleza. Esta última es la que compone el vasto cosmorama de ambas individualidades, la mirada, que el propio Amiel dejara reposar -para nosotros-, sobre el paisaje:<br /> “Mientras caminaba a la hora del crepúsculo, bajo una bella y dulce atmósfera de primavera, he sentido las melancolías de la soledad, de la inactividad del alma, una dulce y triste pesadumbre. Volví por el camino que lleva a la casa (…), y recordé, y volví a ver mil imágenes de mi infancia, en cada rincón, en cada árbol, en cada piedra, en el patio de la casa, en las altas acacias que se alzan (…)”<br />La naturaleza actúa así sobre la rara sensibilidad de estos hombres selectos y es el lugar privilegiado de retiro y del olvido momentáneo de las pasiones y miserias del mundo. Los fundamentos gnoseológicos de Feuerbach, -que encuentran familiar complicidad con el pensamiento abstraído y la existencia ascética de Amiel-, consideran la intuición como la forma primordial de intelección: no sólo el hombre percibe sobre la base de la realidad sensorial, sino también mediante su sensibilidad interior; es decir, de la manera en que el pensamiento establece su relación en especial con las ideas; ese viejo principio platónico que explica que cada cosa apercibida posee su forma, su idea, -su eidos- como materia de intelección. Y Amiel ampliaba esta concepción al decir que, lo bello era “el resplandor de lo verdadero”. De lo que se desprende, que hay una belleza sentida que nos implica intuitivamente con su idea, con su forma y en ella se percibe la verdad inefable de su existencia. No tendríamos que ir muy lejos para llegar desde aquí a una intelección de Dios fundada por la sensibilidad de nuestra naturaleza, y expresada por medio de la captación formal de su idea.<br />Parece entonces no haber sido casual que el ateísmo marxista del siglo XIX no haya tenido en la naturaleza un inapreciable aliado en su crítica del capitalismo: Marx, sin dejar de refutar a la sociedad de mercado, elogió sin aprensión el nacimiento y desarrollo de la edad industrial como la piedra angular de una futura sociedad obrera, y no previó lo que el capitalismo tenía de nefasto para la naturaleza. La alteración galopante del ecosistema, que comenzara en el siglo XIX y que ha devenido en unos de los principales problemas que arrastra consigo la actual sociedad tecnológica, obliga a una relación muy especial con el medio natural, el cual podría devenir en fuente extraordinaria de desalienación humana. Mas para ello es necesario el instante puro de la contemplación, tal como lo entendiera Feuerbach y que fuera porción significativa de las visiones integradoras de Amiel (“Cegador y tierno paisaje de otoño, con un lago cristalino, lejanías nítidas, aires dulces, montes nevados, follajes amarillentos, cielo límpido; la calma era penetrante, con esa fantasmagoría propia de los últimos días buenos”). Ese mismo instante que la sociología marxista desdeñara por tanto tiempo, y que la pedagogía socialista en el poder considerara incluso inicuo: el momento noble de la naturaleza; el momento del recuentro fundamental del individuo -de su conciencia innegociablemente autónoma-con su soledad.<br />Dos<br />“Hay aquí caminos profundos, cubiertos de zarza y de viejos árboles torcidos con raíces fantásticas que se parecen totalmente a ese camino de un aguafuerte de Durero: “El caballero y la muerte”. Le escribe el 26 de diciembre de 1878, Vincent Van Gogh a su hermano Theo. El tema de la finitud de la vida, de la visión sobrenatural, encontrada en la profunda introspección del paisaje, deviene en fundamento del nuevo espíritu de una Modernidad que oscila entre el ideal del progreso, protagonizado por la industria, y aquellos nobles valores que el proyecto acelerado de la civilización occidental parecía dejar atrás.<br />Resulta original que a Van Gogh le gustara mucho más la región del Mediodía francés que el norte, la Bretaña, como a su amigo, Paul Gauguin. Nuestro pintor se lamenta en su retiro del frío del invierno, en el verano de las moscas... parece realmente un personaje simpático, algo tragicómico y aparenta estar dotado en el fondo de un excelente sentido del humor, o de una gran resignación que para el caso es igual. El gran pintor holandés consideraba su tiempo como la llegada de un nuevo renacimiento que tenía como primado el color; lo afirma mientras pinta girasoles, o estudia pintura japonesa: (“El corazón del arte moderno, lo que ni los griegos ni el Renacimiento han hecho. Lo moderno es el pincel al servicio del espíritu”). Cita a Eugenio Delacroix como el gran teórico del color y encuentra en Millet, en la escuela de Barbizón, su principal fuente de inspiración. Van Gogh se nos aparece así como una mezcla de inspiración cristiana, en su sentido más esencial -los pobres de este mundo-, y deseo de apropiarse artísticamente de la realidad. Ambas cosas se le presentan bajo el influjo de una ensoñación: ve en los humildes una razón de ser, (él, un contemporáneo de Marx y de la revolución en Francia de 1848; la erección allí de la efímera República social), como ve en la realidad un pretexto para la imaginación. Su interpretación de Jean Millet (el gran pintor de temas campesinos) es para fundamentar su propia cosmovisión: la realidad se deforma, la figura se vuelve borrosa, los colores se esparcen sobre el lienzo indistintamente y en ello pone el frenesí de su alma y toda su energía. Lo sorprendente es que él no cede, está firmemente convencido que su visión del mundo triunfará, no le importan la pobreza ni el desengaño. Subestima a Manet, no se siente parte de los impresionistas, tal vez porque considera que hay algo excesivamente formal en el modo en que aquellos trataban la realidad. No se cree un apóstol, sin embargo su obra tuvo el rigor de un apostolado. Jamás fue un teórico ni un formalista; creyó en los campesinos y compartió su vida con ellos, con los tejedores, con los mineros, pero no lo hizo para asumir una postura ideológica. Sus razones fueron esencialmente humanas.<br />En el siglo XIX se dibujó un socialismo humanista hoy en día no tenido en cuenta en todo lo que se merece, y Van Gogh fue parte autónoma de esa gran corriente. Eran tiempos en que se creía, con Oscar Wilde, que el socialismo estaba destinado a exaltar la personalidad humana, y podría llegar a entenderse como un modo de organizar la sociedad sobre premisas éticas que resaltaran los valores del individuo, frente al burdo y grosero capitalismo, intrínsecamente estandarizador del comportamiento.<br /> Si se leen las cartas de Van Gogh, comparándolas con las páginas de Federico Amiel, en ambos casos se comprobará la misma inclinación hacia un individualismo generoso, condicionado por un trasfondo de ideas religiosas. El socialismo premarxista, principalmente entendido por su acento en el individuo, en sus valores y en el significado más original de la existencia, -un socialismo que parecía destinado a resolver no sólo los problemas de la necesidad económica, sino los de la libertad política-, no tenía nada de dogmático ni de sectario, era un regreso a lo concreto, a lo sensible, a la necesidad humana de experimentar e ideado como respuesta, o rechazo, al pensamiento abstracto, teológico. Es decir, un socialismo concebido desde un humanismo que consideraba que la realidad no debía estar mediatizada por ninguna doctrina de pensamiento. Ese socialismo floreció un día, pero las grandes corrientes políticas, los grandes enfrentamientos civiles de la época, (la respuesta brutal de la burguesía y la posterior creación del súper Estado soviético), se lo tragaron sin casi dejar huella.<br />Podría decirse que hay un marco eminentemente existencial, una precondición absolutamente humana, sobre la cual se ubicó el socialismo moderno antes -o paralelamente- de que Marx iniciara sus intensos estudios sobre economía, o comenzara a elaborar una ciencia general de la historia: el “materialismo (dialéctico) histórico”. Feuerbach opuso así al devenir del espíritu absoluto (Hegel), sensibilidad y experiencia, y demostró el fundamento antropológico del pensamiento,<br />siendo mucho más consecuente que Hegel al definir -éste último- al hombre como un “universal concreto”. No obstante, a Feuerbach le preocupaba el hombre concreto, individual, mientras que el socialismo marxista apostaba, en cambio, por el abstracto hombre genérico, disuelto en el devenir de la historia, o en la organización social de los diferentes sistemas económicos.<br />En una de las páginas del Diario de Amiel, aparece esta afirmación en el contexto de las luchas civiles en Francia, acaecidas en la segunda mitad del siglo XIX: “Proudhon se ha escondido y trasladado a Doullens. El socialismo sin él pronto será decapitado.” ¿Pudo haber representado Proudhon una vertiente democrática, mucho menos sectaria para el devenir y la configuración política del socialismo europeo? Sinceramente no lo sé. Es cierto que el autor francés advirtió sobre los enormes peligros del dogma, y de cómo podían los propios líderes socialistas incurrir en el craso error de convertirse en sectarios. Pero hasta qué punto resultó injusta, o acertada, la crítica demoledora de Marx a la Filosofía de la miseria, -el famoso libro escrito por Proudhon- es algo que también ignoro. Aunque lo significativo es que el socialismo moderno, doblemente permeado por un economicismo y un historicismo extremos, se convirtió en una cosmovisión donde el tema de la libertad individual quedó relegado, incluso omitido en aras de los grandes proyectos históricos y la fundación de un nuevo sistema socioeconómico.<br />Sin embargo, para Amiel como para Van Gogh, el tema de la libertad humana no era simple; entrañaba un significado moral y estaba estrechamente unido a la noción del deber. Había mucho de hegealismo en esta máxima del escritor ginebrino: “El deber te obliga desde el momento en que lo adivinas”. Por su parte, Van Gogh recomendaba al artista: “Permanecer tranquilo en la obra” Y del mismo modo en que los obreros se reunían para producir en sus talleres, el pintor holandés exhortaba a crear talleres de artistas: dotar de un carácter laboral la gestión del arte; regresar a ese antiguo y hermoso ambiente artesanal que primó en la Edad Media, y que, con la llegada de la edad industrial, adquiría nuevo sentido y magnitud.<br />El artista invocaba así en sus textos la vieja “fraternidad de los monjes de los bosques holandeses”. Y, leyendo Mi religión de León Tolstoi, comentaba esperanzado: “algo completamente nuevo, capaz de consolar y que no tendrá nombre (se avecina)”. Y de la misma manera en que Amiel y Van Gogh amaban los paisajes naturales, identificándose ambos por igual con las visiones del amanecer en Arles o en Ginebra, (el pintor decía que en ellos había vislumbrado “los verdes de Corot”), ese algo que no “tendrá nombre” aparecía como una necesidad intuida por el corazón de la sensibilidad y vendría a ocupar entre nosotros el sitio que en otros tiempos la religión llenara. Una regeneración fundamental del espíritu, era lo que se esperaba, aunque también sería un logro supremo de la inteligencia.<br />El desaliento, el desengaño y la angustia por la época incierta colmaron, no obstante, las vidas de estas individualidades selectas. Sin embargo, Van Gogh se permitía bromear citando a Dickens: el mejor modo de alejar la idea del suicidio es tomar en el desayuno, “una jarra de cerveza y un buen pedazo de pan seco”. Y en las líneas finales de su epistolario nos dice: “arriesgo mi vida y mi razón destruida a medias”, mas no deja de recordarle invariablemente a su hermano, “tú no estás entre los marchands de hombres…”<br />La ardua labor emprendida por estos dos hombres tuvo mucho que ver con una vocación moral que hizo residir en el Mito más original de la especie, su crítica a la sociedad de los mercaderes y marchands: la arcadia bucólica; el paraíso comunal; la fratria universal. Amiel, por su lado, escribió un día, “Todo es símbolo, ¿símbolo de qué? Del espíritu”. Quizás dando a entender que la vida se encuentra en el fondo colmada de significados, y que la tarea del artista, del poeta, es hacer posible la lúcida interpretación de esos símbolos que hagan regresan a los seres humanos de su atroz dispersión, proponiendo un difícil camino en el que al final, el socialismo se nos puede aparecer como una esencia intuida.<br />Pensando en seres tan singulares como Amiel y Van Gogh, se podría llegar a aceptar que el socialismo es, entre otras cosas, cuestión de pura sensibilidad; obra además de esa percepción interior que no lleva a intuir la existencia de su práctica universal. Los hombres no deberíamos prohibirnos el paraíso, eso sería un pecado de lesa humanidad. En otra de sus cartas a Theo, Van Gogh decía -nos decía- textualmente: “Yo quiero trabajar hasta el punto en que se diga de mi obra: este hombre siente profundamente, este hombre siente delicadamente.” <br /><br /> </div>Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-35100253659471120352009-08-22T20:04:00.000-07:002009-08-22T20:06:44.121-07:00VaticiniosAltas arboledas de mi infancia<br />besos arrancados a la prisa<br />imposibles números del álgebra<br />en mi carpeta dorada<br />-en la que guardaba lápices y dulces glaciares<br />Cocuyos encendiendo las luces<br />de una madrugada<br /><br />Lluvia fresca en el olor de los jardines<br />el mar acerado de fondo<br />y mi madre y mi padre arreglándome despacio la pañoleta<br />en la mañana plateada<br />blanca azul<br />dotada de todo el inmenso peso de la palabra<br />Patria<br />Ellos como no queriendo partir<br />yo ocultando las pupilas mojadas<br />detrás las voces y los cantos de mi escuela<br /><br />Me vi caminando hacia el silencio<br />por una calle larga<br />y vi mi rostro ausente,<br />preterido...<br /><br />¿Por qué te niegas caminante tardo <br />a ser lo que siempre has sido? <br />¿Qué haces tú aquí<br />si naciste como ellos para sembrar el trigo?Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-80324422727800775102009-08-22T20:00:00.000-07:002009-08-22T20:03:15.103-07:00Cuestiones de estos tiemposHoy lloverá<br />mañana volverán a soplar sobre la playa los frescos vientos alisios<br />la primavera hará florecer en los parques la flor de los almendros<br />y otra vez habrá pescado fresco en las vendutas de Collins Avenu<br />mientras las viejas judías de mi barrio volverán abarrotar las sinagogas <br />y llenar las alcancías<br /><br />Salgo y recorro de una punta a la otra la ciudad<br />como llevado por una brisa fácil<br />Me detengo en mi viaje por las aceras para contemplar la sonrisa<br />de una muchacha que busca empleo en la cafetería<br />de los alegres toldos blancos <br />allí donde hacen el mejor batido de centeno que pudiera jamás imaginarse<br /><br />Pero me siento más solo que nunca<br />más lastimado que la higuera de los evangelios<br />más alejado de lo que alguna vez pudo ser mío<br /><br />Mañana alumbrará de nuevo el sol sobre estas playas<br />aunque creo que viviendo entre judíos se nos hará común<br />la idea del holocausto<br /><br />Y yo seguiré buscando en el olor a jazmín que me trae la primavera<br />entre la hojarasca pútrida que me dejó el pasado invierno<br />el olor imposible de aquella buena mujer<br />que me engendró entre presagios que jamás se cumplieron.Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-65132015707327488162009-07-27T19:48:00.000-07:002009-07-27T19:49:47.870-07:00La necesidad de escribir (Un estudio sobre Rayuela de Julio Cortázar)<div align="justify"> 26/9/009<br /> Fue una fría noche habanera de un mes de marzo de 1980 cuando pude ver sólo una vez a Julio Cortázar. Apenas dejaba atrás la adolescencia y me encontraba junto a mi padre, sentado a la barra de la Bodeguita del Medio; el más tradicional y conocido de los restaurantes cubanos. Mi padre me lo señaló con un gesto, “ese es Cortázar, me dijo en voz baja, tiene más de setenta años, aunque como ves aparenta no tener más de cincuenta. La causa es una enfermedad que padece que le impide envejecer”. Y volviéndose hacia mí subrayó: “vive en París y es una de las vacas sagradas de la literatura latinoamericana”.<br />Uno de los acompañantes de Cortázar reconoció a mi padre y la pequeña comitiva que venía junto a él intercambió saludos con nosotros. No volvimos a verlos hasta casi dos horas después, terminada la comida, a la salida del pequeño restaurante en la calle Empedrado y frente a la luz mortecina de los faroles que iluminaban la hermosa fachada barroca de la Catedral de La Habana. Allí, en medio de la vieja Plaza colonial, prácticamente desierta, Cortázar mencionó un singular club de Estocolmo, formado por inmigrantes españoles, que llevaba el nombre de Cronopios y a ratos se comunicaba con él. Mi padre aprovechó la ocasión para invitarlo a Suecia; el autor de La casa tomada se refirió, por su parte, al español Paco Uris, en ese momento el principal traductor del castellano al sueco. Yo había permanecido todo el tiempo en silencio, perdido completamente en mis pensamientos; se cumplía el primer ciclo de mi vida, dejaba abortada la que bien pudo ser una prometedora estancia en Europa y regresaba definitivamente a Cuba, mientras mi padre retornaba sin mí a su misión en el extranjero. En el instante postrero, cuando la pequeña comitiva se despedía con prisa de nosotros, Cortázar tuvo un gesto, se me acercó y estrechándome la mano murmuró “ojalá te sientas mejor”; entre tanto su mujer me dedicaba su más cálida sonrisa. Los contemplé alejarse de La Plaza en penumbras, en dirección a la Avenida del Puerto, y por la angosta calle de San Ignacio; nunca más los volví a ver.<br />Ese mismo año de 1980 conocí a un joven poeta y me vinculé con él en un proyecto común: la publicación de una revista literaria que nunca pudo -ni dejaron- cristalizar, pues era como el empeño personal de una utopía. Después supe -aprendimos mis amigos y yo- que utopía y literatura van juntas, y que la verdadera tarea de la poesía es llegar hacer de la metáfora “un espacio habitable”. Tal vez hubo mucho de metafórico en mi fugaz encuentro con Julio Cortázar; hoy sé, sin embargo, que él fue el escritor, por antonomasia, que hizo de su literatura un testimonio de su humanidad; pero, sobre todo, Cortázar es el autor que deseó que su escritura se convirtiera en ese espacio habitable, metafórico, que pudiera acogernos a todos y en el que viviéramos como reales y propios los problemas fundamentales de la literatura y el arte; problemas que, en la agitada década de los 60’ del pasado siglo, alcanzaron una situación límite que implicó no sólo a los artistas e intelectuales, a la juventud política mundial, sino que también permeó el sustrato de las sociedades contemporáneas. La novela Rayuela es, sin lugar a dudas, la transcripción fiel de esas necesidades históricas.<br />Desde un París concebido al modo de una “enorme metáfora”, los personajes creados por Cortázar representan un singular estilo de vida, un plano en particular del cosmos cultural que residía en el interior de ese extraordinario constructo urbano, artístico, literario, histórico que parece colindar con la leyenda, la hipérbole e incluso lo absoluto. Rayuela es una parábola de ese pertinaz afán de sobrevivencia, que convierte a sus personajes en héroes de un azaroso texto concebido como antítesis de las novelas de Balzac. Porque a diferencia del gran realismo literario del siglo XIX, la ficción cortazariana no fue hecha para reflejar la sociedad francesa de su tiempo, -la conquista, por algunos selectos individuos, del gran mundo parisino mediante la hipocresía, el desdén y el éxito literario. Rayuela parece haber descubierto un nuevo lugar de refugio para el espíritu humano, en este caso inscrito en el París más íntimo, pero que no atañe esencialmente a su brumosa geografía, sino a los valores más universales de la condición humana. Y ese lugar de acción y de refugio parece ser la obra misma, y llegar a entenderlo a cabalidad supone un acto de trascendencia que involucra nuestra naturaleza.<br />Con la lectura de escritores como Balzac, nos encontramos frente a los problemas técnicos y estilísticos que se le plantean al literato de genio, -entendido como trasmisor de una tradición cultural en específico- en el terreno del consciente desempeño de su profesión de autor que intenta expresar el concepto de su época. No obstante, los problemas implicados en la lectura de Cortázar se muestran ante nosotros -sus lectores-, como los dilemas que rondan desde adentro al hombre que escribe, que con esfuerzo maneja la dolorosa pulsión de su escritura, y que el propio autor aspira hacer valer. Pues de lo que se trata es de llegar a expresar la verdadera naturaleza del hombre arrastrado por el terrible magma de su tiempo. Entre tanto, el oficio estricto del literato, asumido como un proceso convencional de aprendizaje, se disuelve para ceder lugar a las lecciones que se reciben directamente de la existencia, la cual decanta para sí significados, valores y motivaciones. Lo mismo ocurre con la tradición, ya que la única tradición posible -para el hombre que se ha atrevido a asumir sin concesiones su moderna misión de escritor-, es la irrupción y ya nada puede entonces repetirse ni siquiera la imitación.<br />Hay un notable cuento de Jack London donde una joven pareja de hermanos persigue tenazmente a un hombre bajo la inclemencia de los blancos paisajes de Alaska. Al final lo alcanzan y le dan muerte. ¿Por qué lo hicieron? ¿Quiénes eran esos jóvenes? ¿Quién fue la víctima? No hay respuestas. London se limitó a narrarnos un fragmento de la vida y nada más. Un personaje de Rayuela, Morelli, expone una propuesta similar: la vida está compuesta de fragmentos y retazos, elementos dispersos que, en el mejor de los casos, podrían llegar a componer un registro -una colección fotográfica-, pero carente de largas secuencias, porque en la práctica se nos hace casi imposible darles seguimiento. Rayuela es eso entre otras cosas: un acercamiento fragmentario a la vida; una acumulación de retazos que se anudan en torno a una serie de experiencias vitales, correlativas a un grupo de exiliados ubicados en el París de principio de los años 60’. Lo curioso es que esta forma de componer, de estructurar, una novela establece una relación mucho más cercana con la manera en que contemplamos la vida que las convencionales narraciones lineales. Aunque para lo que se propone, Cortázar necesita imperiosamente de un lector cómplice que le acompañe sin prejuicios a jugar su rayuela, que de algún modo participe intelectualmente en el ordenamiento de los fragmentos dispersos y que haga con esto posible, verificable, una nueva inteligencia del texto.<br />En una de las “casillas” de la novela aparece un breve texto de la escritora Anaïs Nin, es una mención al laberinto: nos damos cuenta que el viaje emprendido por los jugadores de la rayuela es circular porque hay temas “que se repiten con exactitud”. El nombre del libro es clara alusión a un juego infantil; el salto en una sola pierna -de casilla en casilla- eligiendo bien donde caer. Y quien ejecute mejor los procedimientos, siendo fiel a la estructura básica del juego, es el que ha vencido.<br />En algún lugar del texto, Horacio Oliveira, el irreverente protagonista de este texto multiforme y descentrado, murmura, a modo de una plegaria o una imprecación, y una vez ha acabado de hacerle el amor a la Maga: “Devolver el toro al mar y el mar al cielo”. Según la leyenda helénica el toro vino del mar y el mar, en su inmensidad, es una réplica en la tierra del cielo. Es el pensamiento analógico que opera estableciendo asombrosas similitudes, relaciones insospechadas: el hombre, pese a todo, es semejante al universo y la poética del mundo es la cara nova ciencia. “Hay ríos metafísicos, Horacio, le dice -nos dice- la Maga, vos te vas a lanzar un día a uno de esos ríos”. Para a continuación afirmar Horacio Oliveira de sí mismo: “Yo contemplo los ríos metafísicos desde los puentes, pero ella -la Maga- los nada”. ¿Quién es la Maga? “Es un camino, nos afirma tajante Horacio, la literatura es otro”. En la literatura alemana nos encontramos en el Drama de Fausto con Margarita; según Goethe ella es “lo eterno femenino” que nos conduce a las alturas… En un momento clímax de Rayuela, Horacio desciende en un montacarga a la morgue de un manicomio. ¿Qué fue a buscar? Según el autor, una cerveza helada en el frigorífico donde se encontraban hacinados los muertos. El lugar de la locura se convierte así, para Cortázar, en el de la muerte; el no lugar de la razón parece abrigar una lectura maléfica que se desplaza, como una atroz metonimia, hacia el reino de Thánatos. Según mi valoración personal, después de mencionar a la ninfa Eurídice secuestrada por la noche plutónica, el personaje descendió allí en busca de la ironía.<br />Creo que la propuesta literaria que nos hace el escritor argentino sobre un indefinible ‘roman comique’ encierra este conspicuo modo de asumir la existencia. Según el ‘roman comique’, lo único que importa en una obra es su proceso de gestación, y al exponer eso colinda con Borges que escribió algo bastante parecido: “Cualquier obra humana es deleznable, pero su ejecución no lo es.” Es, por tanto, la obra literaria, en su perenne calidad de gestación, lo que hay que atreverse a mostrar al lector para que ella lo arrastre en su agonía, en su inquietante estado de latencia. Toda obra, independiente de su naturaleza, es perecedera y no podrá resistir el paso devastador del tiempo; incluso las pirámides de Egipto se derretirán ante el sol implacable del desierto y se convertirán, algún día, en “mierda de camello.” Intentar por eso una literatura completamente opuesta a nuestro tiempo, que represente un retorno a un tiempo absoluto, a una hipotética Edad Media de la cual esperamos, para nosotros, una discreta “santidad no religiosa”, es lo que no exige además el ‘roman comique’. Pero la concepción misma del ‘roman comique’ expresa todavía una nueva certidumbre extraída, esta vez, del milenario credo católico romano: “no hay salvación posible si no es con todos”.<br />Con esta última declaración Cortázar se enfrenta a la médula del concepto burgués de Modernidad. Pues en ella el hombre ha quedado aislado del resto de los hombres, atrapado en el interior del estrecho interés individual, viéndose obligado a renunciar al fundamento moral de la libertad y al significado universal -gregario- de la salvación humana. Ya que es mediante la privatización de las entidades económicas y la atomización de los sujetos políticos, donde se expresa con fuerza la raíz luterana y liberal de la actual concepción de sociedad. La restitución en el hombre de su hambre metafísica, del concepto radical de su libertad y una doctrina de la salvación que comience por las virtudes del altruismo y la compasión, nos conducen, sin embargo, a una de las visiones más introspectivas de Rayuela: “debajo de los párpados, con los ojos vueltos hacia dentro (…) se salía a una playa desierta, a una extensión sin límites”; a una obra plural. Una obra que, al invertir sus procedimientos, sea capaz de crear su autor y que condicione sus modos, sus vivencias, sus deslices involuntarios de conciencia, el indiscreto afán de la memoria… de esa rara avis que podría muy bien volver a nacer entre nosotros, desplegando sus alas de maravillosa libélula, mostrándonos sus pulidas armaduras a la luz de un nítido atardecer de invierno.<br />Horacio Oliveira había creído que el amor le era útil porque le revelaba propiedades hasta ese momento desconocidas de su ser. Luego supo que su amor era impuro, pues el verdadero amor no espera otra cosa que el amor mismo. (“Una pequeña mano un poco húmeda por el amor, o una taza de té”). ¿Era Cortázar el último romántico de un siglo sin dudas procaz? Según el propio Cortázar, el escritor romántico aspira a ser comprendido y el escritor clásico a dejar una enseñanza, mas él aspiraba a un lector cómplice a quien invitar a las urgentes tareas de la solidaridad, a una extraña comunión que lo hiciera regresar de su angustiosa soledad, de un egoísmo secular, para entonar juntos himnos de alabanza y desplegar banderas al viento. ¿Era ingenuo Cortázar? Él tenía la terrible inocencia de los apóstoles y la fatal ingenuidad de los mártires. No obstante, él también podía reírse de esas metáforas, ya que aspiraba a una obra que fuese una autocrítica constante, incisiva, irónica, mordaz… y dejando siempre puntos suspensivos para que otros los fueran rellenando después. Había además que incendiar el lenguaje, rechazar todo lo que oliera a tradición -“por amor a cosa viva”- y proceder en lo fundamental como un guerrillero: “usando la novela como quien usa un arma para defender la paz”.<br />“Estoy obligado a tolerar que el sol salga todos los días. Es Monstruoso. Es inhumano”. Oliveira se levantaba, en ocasiones, con una angustia cósmica y proponía en su lugar una nueva cosmogonía: “un sol que se queda fijo o cambie de forma”. “Un cielo elástico.” ¿Estamos simplemente en presencia de un juego? o, ¿de una de las necesidades más intrínsecas del espíritu humano? ¿Hay algo prefijado en la composición del universo que nos impide la felicidad y que justifica incluso nuestra angustia? Por qué ese afán de medirlo todo, de juzgar al hombre por una medida y no pensar, en cambio, que cada hombre tiene su medida; su imperturbable reloj sin manecillas y su relojero esencial. ¿Qué es lo anda mal en los secretos mecanismos del universo que nos revela que aquí abajo tampoco las cosas funcionan bien? Hay en Rayuela una cita de Malcolm Lowry, la cual un poeta como José Lezama Lima convirtió en uno de los puntos principales de aproximación a la novela: “¿Cómo convencerá el asesinado a su asesino de que no se le aparecerá?” Cómo convencerlo, si para eso tenemos que darle una señal, dejarle una huella, enviarle una misiva, y eso le revelaría nuestra precaria presencia victimada, que es justamente lo que no queremos recordarle. Porque lo peor no es que el hombre esté condenado para siempre a su soledad, sino que es mejor dejarlo así, pues renunciar a su salvación es el único modo de no hacerle daño, y esto último es absurdo y se vuelve una consideración lastimosa e inútil. Hay algo imposible en las relaciones humanas que la fe en una revelación superior parece no poder resolver. La teoría de la alienación tiene que sumar a una enajenación histórica -socioeconómica- de nuestra especie, una catástrofe cósmica, la cual ha sido expuesta durante milenios por todas las teogonías. ¿En qué hecho esencial el cristianismo, con su doctrina de la conciliación, el perdón y la caridad, ha fracasado y con él la Civilización Occidental? ¿En qué punto de la historia está el comienzo de esa “gran burrada”, la misma que hoy seguimos cometiendo a diario? Realmente necesitamos de un planeta como el del pequeño príncipe, en el que tengamos el poder de elegir, en un solo día, un millar de atardeceres.<br />“¿Ha notado usted, señor director, la escasez de mariposas este año?” Pocas frases reflejan tanta capacidad de ironía como esta pregunta alojada en una de las “casillas” de Rayuela. La pregunta, “al señor director”, es una burla emitida contra el concepto de autoridad. Un fino matiz dentro de un variado pentagrama en el que se aprietan las clavijas de la sensibilidad humana; un llamado que nos previene no sólo ante una catástrofe de signo ecológico, sino inclusive moral. El semiólogo Umberto Eco escribió que una novela era una máquina de generar señales. Morelli, por su parte, se pronuncia contra el orden cerrado de la novela, preconiza un orden abierto, o, quizás, una ausencia de orden que, en su abertura, deje pasar toda la luz de la realidad.<br />En una de las tantas “casillas” aparece esta frase de Morelli proponiendo un final para la novela: “En el fondo no se puede ir más allá porque no hay”. La frase se repite a lo largo de la página, la cubre completamente como un impenetrable mural vanguardista compuesto por ladrillos. ¿Qué hay más allá? Después del lenguaje se encuentra la vida en sus más variadas formas. El escritor argentino se refirió a esto cuando dijo, que el debate entre forma y contenido era un falso debate, porque lo que existía era la relación entre la realidad, expresada por medio del lenguaje, y el lenguaje en cuanto tal. Pero la realidad en sí misma no existe -es tan sólo una hipótesis- ya que invariablemente se nos aparece en su constante relación con nosotros. Desde Platón sabemos que la idea y el mundo componen para el hombre una unidad indisoluble, y con Marx entendemos que esa relación es esencialmente dialéctica y que la teoría y la práctica van juntas y que el único momento del espíritu es la realidad.<br />La gran aventura formal iniciada en nuestras letras por Cortázar incitó a una reorganización total del texto y la palabra, a un cambio de signo en el seno de las habituales relaciones de la palabra y la realidad, y todo esto dentro del contexto de la más irreverente vindicación del arte. Porque Rayuela es ese texto siempre en gestación que incita a la rebelión y Cortázar es ese escritor que quiso arder en su propia obra, entre tanto la obra lo purificaba. Su obra se prolonga así por un largo camino plagado de señales -algunas incomprensibles, otras repletas de significado-, en busca de un contenido al parecer abstracto, o de una música demasiado lejana. Sin embargo, hoy sabemos sin dudas qué era aquello que él afiebrado buscaba y que paradójicamente nos dejara como extraordinario legado: su singular camino en pos de esa utopía en cuyo final “nos está esperando (trémulo, palpitante, sin ceremonias) el hombre”.<br />Cuentan que al final su esposa y él murieron de la misma enfermedad, (ella en 1982; él en 1984) y que ella dijo que prefería que “Julio” muriera primero para evitarle así la angustia de su propia ausencia. También escuché decir -me dijo quien los vio- que Carol Dunlop y Julio Cortázar parecían un par de adolescentes tomados de la mano por las calles y los parques de París. Ambos están enterrados juntos en el viejo cementerio de Montparnasse y es costumbre -apunta Wikipedia- dejar una copa o un vaso de vino y una hoja de papel, o un billete de metro con una rayuela dibujada junto a la <a title="Tumba de Cortázar (aún no redactado)" href="http://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Tumba_de_Cort%C3%A1zar&action=edit&redlink=1">tumba de Cortázar</a>.<br /><br /><br /><br /> </div>Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-77661463971355693492009-06-04T17:16:00.000-07:002009-06-04T17:21:27.593-07:00El gran polichinela ( A propósito de la novela Memorias de mis putas tristes' de Gabriel García Márquez)<div align="justify">Existe, en nuestra civilización de Occidente, algo que se llama tradición literaria, la cual involucra en nuestras sociedades al autor de libros y al lector en un recíproco juego formal previamente convenido, que es lo que habilita la posibilidad misma de existencia de la literatura. La literatura, entendida como el inevitable marco formal para una doble posibilidad del todo indisoluble: los consabidos actos de escritura y lectura. Ambos momentos deben ajustarse a un previo acuerdo. El respeto mutuo a un código originalmente arbitrario, aunque legitimado por el peso de la tradición. Sin ese pacto, sin duda social, ni la literatura ni ninguna de las otras formas del arte serían concebibles.<br />Para intentar decirlo de otra manera: toda obra literaria, sin importar para nada su envergadura, cumple la misma función que realiza en el teatro guiñol la figura del muñeco polichinela. Podemos reírnos, conmovernos, reflexionar o llorar ante ese muñeco que se agita frente a nosotros sobre el entarimado de cartón, pero lo hacemos porque hemos convenido, con el titiritero de la feria, aceptar y respetar los códigos que prudentemente nos exige toda representación escénica para disfrutarla y entenderla. Y allí donde sólo habitaba lo ilusorio -tramoya y bambalina- encontramos una nueva posibilidad de la palabra. No importan ya los falsos techos, los juegos de luces del imaginario escénico y hasta el rutilante oropel, porque la belleza ha conquistado para nosotros su segunda y más humana naturaleza: la del Arte.<br />Después de la alegre noche de feria nos espera la vida en cualquiera de sus formas y particulares magnitudes, porque de algún modo la representación, a la que acabamos de asistir, nos ha ayudado a comprender mejor algún rasgo de nuestra condición existencial, habitualmente pospuesto por el vivir cotidiano. Es necesario, entonces, entender a plenitud el significado de la expresión “representación escénica”, que se realiza no sólo para que asistamos a la contemplación pasiva de lo ya vivido, sino para llegar a vivir activamente lo nunca vivido, a no ser como intuición pura, mediante los ricos recursos de la imaginación creadora y la sensibilidad estética.<br />Memorias de mis putas tristes, es así la representación escénica de algo que fue técnicamente concebido para que formalmente lo entendiéramos como un acto cristalizado de la memoria. De nuestra mala memoria, cabe decir, pero no por el olvido, sino por la exhaustiva e insistente atención a cada detalle que convierte lo contado en memoria extenuante. Memorias... es el discurso memorioso de lo ya vivido; monólogo interior que nos cuenta lo anterior.<br />Memorias... es, además, lo que de hecho nos asalta desde los márgenes donde habita y amenaza lo “no literario”, pero que sacude la fibra misma de toda verdadera literatura; de cada concepción profundamente humana; de cualquier escritura, que se precie de serlo, cuando es observada al margen de los criterios y motivos ulteriores del autor y las convencionales exigencias del habitual quehacer literario que deslabra por igual los rostros estereotipados de autor y público.<br />Si bien es cierto que el título resulta bastante comercial -García Márquez es hombre experto en marketing-, es válido opinar que en el contexto puro de la novela el título se justifica perfectamente.<br />Memorias... es así un texto triste. Memoria triste... Bastaría invertir la sintaxis de la oración para darnos cuenta que las tristes no son las putas. Lo es, por el contrario, la memoria que las narra, escrita sobre esos mismos temas sobre los cuales se han contado buenas y malas -melodramáticas- novelas. Memoria triste del narrador que es además escritura y personaje. Novela de un escritor transpuesto al texto donde se evoca una fracasada y aún pícara remembranza.<br />Opino que esa novela es un texto implacable erigido acaso contra sí mismo. Memoria, monólogo y soledad, donde los personajes ya no existen, nos vuelven a ser contados, representados, vueltos a narrar, como milagro casi exclusivo de la literatura... Pero, ¿cuál es el tiempo de la narración? Precisamente el que sugiere el título a la novela: este triste tiempo de putas que nos ha tocado vivir. Memorias... es de este modo el espacio ubicuo, en cuanto estrictamente literario, donde asistimos a la memoria del gran polichinela.<br />Algo más: casi me atrevería a plantear que Memorias... es, entre los suyos, uno de los pocos textos realmente importantes de García Márquez que nos sugiere, paradójicamente, una solución optimista. La percibo como ese tardío texto que un implacable escritor se regala a sí mismo porque lo necesita; escrito incluso como un acto de ternura hacia sí mismo. Una novela que nos ha llegado como invaluable regalía de los tiempos postrimeros de un genio literario. Texto que llega sorteando audazmente los peligrosos escollos de un cosmos muchas veces mórbido y muchas veces desolado, donde el mal gusta anunciarse antes de llegar y regresa cíclicamente a nosotros, negándonos finalmente otra oportunidad sobre la tierra.<br />Es lo que algunos llaman el crudo realismo de Gabriel García Márquez, un escritor que, en términos literarios, pocas veces ha estado dispuesto a hacer concesiones en ese sentido. Tampoco las hizo Cervantes. Una literatura que es, entre otras cosas, la gran crónica de un realismo latinoamericano que se debate entre nosotros sin nociones claras de futuridad, entre tanto nos narra la miseria y la grandeza del poder, el amor, la violencia, el incesto y las compañías bananeras de la United...<br />García Márquez tuvo diez años de silencio antes de entregarnos esta nueva escritura, la cual rogamos no sea la última, ni siquiera la penúltima. Sin embargo, me afirman que Cien años de soledad le tomó redactarla sólo dieciocho meses.<br />A Cien años…, García Márquez llegó por aproximación. Hubo toda una serie de textos – libros preparatorios para llegar a esa gran novela. Fue aquella escritura la consecuencia de una serie de borradores, o creaciones previas, que le abrieron poco a poco el camino hacia una obra capital. Los azarosos meses que le tomó redactarla consistieron sólo en el efecto inmediato (¿iluminación?) de una larga consumación personal, dato que me recuerda la respuesta que diera la ensayista cubana Mirta Aguirre, a la pregunta sobre qué tiempo le llevó escribir su importante estudio sobre la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz. Mirta respondió en el acto: "Escribirlo un mes, pensarlo toda la vida".<br />García Márquez siguió mucho tiempo gravitando sobre el enorme peso de esa obra, del mismo modo que muchos escritores y lectores latinoamericanos todavía lo hacemos. Escribir es como oficio de camello. Rumiar, rumiar y rumiar por un tiempo indefinido y un día ingurgitar de todo lo que teníamos dentro. Entonces, puede dar la sensación de que fue fácil, pues quizás la evacuación sólo duró algunas semanas, aunque nadie puede prever con certeza qué tiempo se necesitó realmente para ello. Y cada obra, breve o extensa, tiene su propio tempo. Nada de veras grande, aparece por arte de birlibirloque. Por el contrario, surge mediante un lento proceso de acumulación. No debería ser válido medir las creaciones por el tiempo de evacuación, pues suele ser casi siempre contingente. Depende de miles de factores, muchas veces puramente casuísticos e incluso psicológicos. Es a la obra en sí misma a la que hay que enfrentarse.<br />Algo más: los grandes textos de la cultura tienen su propia historia. Obedecen a un destino prefijado dentro del marco de la tradición literaria de un pueblo, de una cultura. Y crean, esos grandes textos, sus propios antecesores literarios, su propia órbita y su propio tiempo histórico. En América Latina, se necesitó de la madurez alcanzada por el llamado "boon" de la nueva literatura para que surgiera entre nosotros ese gran imaginario que es Cien años de soledad. En el entreacto ya habían ocurrido, en América, 500 años desde el Descubrimiento. Sin ese inevitable retablo histórico sería impensable la obra de García Márquez.<br />Si se necesitaron en América de cien años de soledad, y más para que esa novela irrumpiera en nuestro horizonte literario, ¿qué puede importar entonces que sentarse a escribir “mis putas tristes” tomara sólo diez años?<br />No obstante, debo agregar que esa novela es claramente otra cosa. Es la vieja historia encantada. La consabida y recurrente historia, que en los límites mismos de la escritura en que confluyen realidad y poesía, narra el amor de un anciano por la virgen a la que cada noche acude a contemplar dormida, como la obra perfecta e intocada de su sueño senil. La consabida y recurrente historia de su asombrosa gloria literaria; de su más asombrosa orfandad.<br />Una historia tan recurrente que a García Márquez no le ha importado retomarla, de forma inmediata, de una buena novela japonesa. Aunque la pupila de Rosa Cabarcas es algo más, mucho más. Es la siempre eterna bella durmiente del bosque.<br />Debo agregar que prefiero el primer capítulo al resto de la novela, donde pienso que sólo existieron ajustes narrativos, entendidos como la necesidad de convencer al lector, según lo pactado, de que estaba leyendo una novela que no se agotaba en la página número veinte. Y creo que pudo convencer muy bien de ello a más de un lector.<br />Lo que sucede es que, al leer, y releer, el primer capítulo tuve allí la profunda convicción que a la expresión literaria no le quedaba por decir nada más, pues había alcanzado, en esas pocas páginas, su máxima posibilidad. Tal vez se deba a que no soy buen lector de novelas. Me fascina mucho más la expresión que la anécdota y la idea expresada o intuida a través de la forma, que el despliegue de páginas enteras tratando de convencer al lector de lo que a mí me había convencido desde el principio.<br />“Memorias...” es un gran acto de la memoria. El ajuste de cuentas de un anciano consigo mismo. Un pretexto para la mejor expresión literaria y para ratificar, entre los que lo leemos, una vocación de permanencia.<br />Todo verdadero novelista es el memorioso por excelencia. Aunque, paradójicamente, no pueda existir para un novelista algo más preciado que una mala memoria bien utilizada. Es la mala memoria la que nos permite cubrir los espacios en blanco de la mente mediante la imaginación creadora. Es lo que Marcel Proust quizás no nos explicó de un modo convincente: no nos debe bastar volver hacia el pasado mediante una memoria asociativa; es necesario ir hacia el pasado mediante una acción profundamente creadora. A veces, la imaginación puede llegar a implicar lo que nuestro pasado jamás implicó. A veces la imaginación puede llegar a explicar lo jamás explicado.<br />En torno a esto hay en el primer capítulo de la novela una muy oportuna, acaso contradictoria, cita del latino Cicerón, que reza textualmente: “No hay un anciano que olvide dónde escondió su tesoro”. Obviamente, los lectores sabemos cuál es el más grande tesoro del anciano Gabriel García Márquez. Mas, pudiéramos añadir, que lo que un buen anciano recuerda mejor es sólo lo esencial.<br />Quisiera ahora, para concluir, copiarle al lector unos breves versos del poeta español Gerardo Diego, que el autor de Memorias..., transcribió expresamente para su cuento “El avión de la bella durmiente”, cuando según él ya había leído “La casa de las bellas dormidas”, de Yasunari Kawabata. Pero, tal vez no había aún imaginado dormida a la joven pupila de Rosa Cabarcas. La bella durmiente del prostíbulo. Tan pobre y prostituida como la palabra contemporánea, la cual ejecuta todos los días, ante el tan convencional lector moderno, su propia y desbastada representación escénica, intacta para nosotros, lectores de García Márquez, como la única posibilidad de supervivencia de la poesía...<br />Pienso que dejarla dormida fue la única opción real que tuvo un verdadero esteta. Porque esa es la tragedia de una escritura que se resiste a contarnos la historia jamás contada. Inimaginado Castillo de la Pureza. Su Fortaleza y su Signo. De los siete Dones de la Doncella solamente uno le fue conferido: el de la misma escritura.<br />Bella durmiente secular, cien años y más dormida. Lo que estuvo siempre prohibido no fue el sexo, sino la ternura, espacio ahuecado debajo del entarimado de cartón, donde los niños traviesos de las ferias husmean, queriendo descubrir allí la gracia sin nombre del gran polichinela...<br />Aquí están por fin los versos de Gerardo Diego: “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”.</div>Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-20125535199056561172009-05-22T18:16:00.000-07:002009-05-22T18:20:33.576-07:00Las imágenes terribles del pequeño príncipe<div align="justify"><br /> El piloto de la Segunda Guerra Mundial, Antoine de Saint-Exupery pudo habernos dejado escrito un tratado filosófico sobre la soledad, la incomunicación humana y el valor de la virtud, pero prefirió escribir El pequeño príncipe:<br /> “– ¿Dónde están los hombres? – preguntó el pequeño príncipe – se está un poco solo en el desierto.<br /> – También se está solo entre los hombres – respondió la serpiente. (…)<br />A quien toco lo devuelvo a la tierra de la cual ha venido. Pero tú eres puro y vienes de una estrella”.<br /> El pequeño príncipe habla con la serpiente la lengua de los seres del desierto; el lugar axiomático de la más completa soledad. Su último recurso, inscrito en la ley implacable del Sahara, será hacer valer la promesa de la serpiente, el animal más sinuoso, falaz y lesivo de la Creación. “Soy más poderoso que el dedo de un rey”, le advierte sutilmente a su joven interlocutor. “Puedo llevarte más lejos que un navío… puedo ayudarte algún día si extrañas mucho tu estrella.” Le dice finalmente para tentarlo y seducirlo.<br /> Cuando el pequeño príncipe encontró a su amigo, el piloto con su aeroplano averiado en medio del desierto, se cumplía el aniversario de su llegada a la Tierra y rondaba por el mismo lugar donde le había hecho una promesa la maligna serpiente. ¿Buscaba la muerte, entendida como una forma básica de ensoñación y misterio? ¿Era, de este modo, la muerte la única vía practicable para regresar a su estrella, el diminuto asteroide?<br /> Preguntas como estas nos puede inducir la lectura de ese breve volumen perteneciente, por derecho propio, al compendio de la literatura universal. Una de las fábulas del siglo XX que mayor prosecución ha tenido entre los lectores, sensibles e imaginativos, de narrativa juvenil del planeta.<br /> Existe, sin embargo, una gran fábula matriz de la cual surge, en buena medida, el constructo ideológico y moral de la cultura en Occidente. Dicha fábula ha devenido en una doctrina que contiene toda una serie de pliegues imaginarios, atribuciones simbólicas y un corpus dogmático, sobre los cuales se ha asentado un credo milenario, una tematización incluso de alcance artístico y filosófico: La predicción y genealogía (convenientemente establecidos según las antiguas escrituras religiosas) de la encarnación en Palestina de la vida – pasión, suplicio – muerte y resurrección – exaltación de Jesús, el Verbo; el Cristo de los cristianos.<br /> Tal vez no nos damos suficiente cuenta hasta qué punto nuestra estructura mental -nuestra muy subjetiva existencia-, moldeada en la persona occidental por el paso de los siglos, ha sido preestablecida por los predicados psicológicos de la paciencia y la espera; la esperanza por el “próximo” advenimiento de un ser que no sabemos con certeza qué “buena nueva” nos trae, o de quién se trata en realidad.<br /> Dos finas líneas trazadas a lápiz por Saint-Exupery ilustran esta circunstancia mental culturalmente adquirida: un dibujo infantil que esboza, al final de la narración, el lugar donde se realizaría el hipotético regreso del pequeño príncipe y que posee, en el borde inferior, una leyenda que consuma, ante el lector, el carácter testimonial del libro propuesto por el autor: ((…)Para mí, este es el más bello y el más triste paisaje del mundo): “Escríbanme pronto que él ha regresado”.<br /> En “Crónicas marcianas”, del escritor norteamericano Ray Bradbury, reaparece un tema muchas veces soslayado por la ciencia y el pensamiento filosófico: la naturaleza básicamente emotiva de aquello que buscamos; la fundamentación última del conocimiento en nuestra perentoria estructura mental. Un personaje de Bradbury, concebido como una entidad alienígena, pudiera explicar muy bien la razón de la universalidad del pequeño príncipe: en él vemos lo que necesitamos ver; el reflejo idealizado de nuestras necesidades afectivas. Esta señalada entidad producto, en este caso, de la imaginación libérrima de un creador de ciencia ficción, deviene así, ante el lector, en curiosidad anfibológica: un sujeto recreado por las emociones en el que una pareja de abuelos cree haber encontrado al nieto perdido; un hombre, a la novia amada de su adolescencia; la policía, a un prófugo de la justicia (por ejemplificar al azar).<br />Cuando la escritora <a title="Elena G de White" href="http://es.shvoong.com/authors/elena-g-de-white/">Elena White</a> publicó hace mucho, el libro que se convertiría inmediatamente en un bestseller mundial, El deseado de todas las gentes estaba, por su parte, sintetizando comercialmente el modo psicológico en que las multitudes tienden a relacionarse con la figura emblemática de Cristo.<br /> La cultura occidental, sustentada por una psicología y un lenguaje previamente configurados, ha sido originalmente edificada como una cultura mítica, fundada en la esperanza de un próximo Advenimiento. Por su parte, aquello que hace de El pequeño príncipe un libro esencial en medio del trasiego de los días, un ejemplar bibliográfico al que acuden -para citar a Borges con su recurrente definición de lo clásico- “las generaciones de los hombres con idéntico fervor”, es porque ha sido capaz de estremecer los mecanismos de relojería de nuestra muy condicionada alma occidental.<br /> Partiendo del hecho que la narración de marras es un fenómeno estético establecido, cabe entonces citar estas palabras del poeta Goethe: “En el símbolo lo particular representa lo general, no como un sueño ni como una sombra, sino como una viva y momentánea revelación de lo inescrutable”. Ignoro si en la vida agitada y aventurera de Saint-Exupery tuviera, en algún momento, la experiencia del contacto con una verdad esencial. Aunque de lo que no debería dudar es que él llegó a entender la vida como algo constituido del más hondo e impenetrable misterio. Un libro como El pequeño príncipe, para llegar a constituirse como hecho literario transcendental, tuvo primero que rondar un sentimiento, una percepción en particular, que en religión se le da el nombre de Epifania. O sea, ese encuentro con una persona única, una realidad fundamental, que sólo a los verdaderos artistas les es dado acceder, y en el que el sentimiento religioso se nos aparece como la forma más aguzada - sin oropeles y sin dogmas- de sensibilidad.<br />Según nos lo narran las escrituras bíblicas, Jesús, como el pequeño príncipe, habitó una temporada en el desierto; -la parábola del Nuevo Testamento coloca al “Hijo de Dios” en una situación extrema, hambriento, flagelado por los golpes de arena lanzados por el viento sobre su carne desnuda y finalmente tentado por el demonio. Estos “hechos” se encuentran incorporados a la tradición religiosa; lo ilusorio, o fantástico, de esa narración se disuelve en la fe del creyente; en la severa constricción que realiza el individuo religioso mediante la obliteración de su razón frente a lo que algunos teólogos han llamado la locura de Dios. Si nos atenemos a Borges, La Biblia debería ser leída como una suerte de literatura fantástica y, junto a ella, libros como La Fenomenología del Espíritu de Hegel y Los nueve viajes de Simbad, el marino, también lo serían indistintamente. Sin embargo, el volumen que nos ocupa se ofrece para traernos a colación una relación hasta ese momento obliterada, una experiencia extraviada en los anales de la historia y en los primeros testimonios Neo – testamentarios.<br /> ¿Quién sería, para el piloto que fue siempre Saint-Exupery, ese gran amigo que le inspirara a escribir esta extraordinaria crónica, ese inusual documento humano? Redactado con la brevedad y simpleza de un parte de batalla y salpicado de dibujos.<br /> Bien pudo ser el judío León Werth, “cuando era niño”; como el autor enmienda en la dedicatoria, para hacer entendible que un texto como ese fuera dedicado a una persona mayor. “Es que mi amigo puede entenderlo todo, incluso los libros para niños”; nos explica. Mas sobre todo, este amigo padece de hambre y frío en un campo de refugiados y “tiene necesidad de ser consolado…” ¿No es acaso esa dedicatoria el hermoso símbolo de una amistad que, como afirma Goethe, se nos muestra como “revelación de lo inescrutable”? Testimonio que tuvo el poder de convertir la vida del piloto en leyenda y su desaparición física, casi sin dejar rastro, en pura indagación poética: ¿Se habrá marchado con su aeroplano en busca del pequeño príncipe?<br /> ¿Qué relación tan absolutamente radical puede contraerse con las verdades más íntimas y cotidianas de la existencia, capaz de renovar en nosotros las fuentes más originales de la vida y la religión? De esta relación fundamental con la existencia y el destino humano nació, sin ribetes religiosos, el pequeño príncipe. Lo engendró Saint-Exupery en su sedienta caminata por el desierto en pos de una fuente:<br /> “El agua también puede ser buena para el corazón –le dijo el pequeño príncipe al despuntar el alba”.<br /> En esta narración abunda una aguda crítica al marco figurativo del arte, a la verdad formalmente entendida como estricta realidad sensorial. Para el escritor, en cambio, lo verdadero tiene visos de abstracción, porque llegamos a ello por vía de una intelección. Esa parece ser la verdad enunciada por el personaje del zorro que hace de esa historia un libro de aprendizaje, una curiosa epopeya del conocimiento moral y estético: “Es el tiempo perdido por tu rosa lo que la hace importante.” No obstante, el mismo transfondo conceptual parece disolverse en aras de la sensibilidad interior; en aras de aquello que, a pesar de estar más allá de las formas elementalmente descriptivas, no es un concepto puro, sino una intuición lograda al nivel de las emociones, carente, por tanto, de severos condicionantes teóricos, que la convierte en una verdad subjetivamente constituida y en una intelección sentida, percibida.<br /> Fue el pensador Federico Nietzsche quien escribió que -en última instancia- la verdad era sensual; entendiendo con esto que existe una unidad indisoluble entre aquello que se expresa por medio de la vida y aquello que la vida esencialmente expresa. Las múltiples y variadas formas de la vida sólo se perciben si son comprendidas, si son aprehendidas mediante la sensibilidad. Por tanto, en nuestra comprensión conceptual del bien y la belleza se manifiesta la presencia de un modo en especial de sensibilidad, la cual es siempre correlativa, aunque esto pueda parecer contradictorio, al mundo de las ideas.<br /> Cuando el pequeño príncipe contempló por primera vez a su cordero dormido en el dibujo de una caja cerrada estaba arribando, ante su amigo el aviador, al corazón mismo de la intuición, poniéndose intencionalmente al abrigo de una idea que hacía posible la existencia invisible de un cordero. Colocando además en juego su alma, pues la idea del cordero implicaba el peligro de la flor y la enorme responsabilidad del pequeño viajero que había dejado su asteroide inmerso en ese conflicto insoluble: la estrella que necesita un cordero, el cordero que, con su presencia, pone en peligro la supervivencia de la flor que, a su vez, es la esencia intelegida de su estrella. “Yo pintaré un bozal para tu cordero; yo pintaré una idea que te salve del abismo del cordero y de la flor.” Parece balbucear el autor, como si se esforzara por comprender la idea que ata el mundo invisible de los conceptos con la naturaleza original de las cosas. Es en ese preciso instante, en que las ideas parecen conducirnos a una nueva relación con la realidad y apuntan al corazón subjetivo de la verdad, que el pequeño príncipe se nos muestra -como una radiante aparición en medio del desierto- en toda su grandeza, tragedia y postulaciones.<br /> El hecho real del recusar invariable de las agujas del reloj revelan la íntima soledad de la conciencia abandonada en el fondo del tiempo; su primitiva y justificada ansiedad: ¿Qué es lo que esperamos de la vida? ¿Hacia dónde vamos? ¿Por qué persistimos en olvidar que lo definitivo nos espera siempre al final del viaje? Esa es la parábola cruel del guardavías: trenes que parten y regresan invariablemente de uno a otro lugar; ¿hacia dónde se dirigen? ¿qué buscan o qué necesitan? Pregunta extrañado el pequeño príncipe:<br /> “No persiguen nada –dijo el guardavías–. Ellos duermen dentro o bostezan. Sólo los niños aplastan su nariz contra los cristales”.<br /> No creo que el aviador francés haya tenido ocasión para leer a Eugène Ionesco, -ni siquiera coincidieron los dos en una misma época literaria- pero hay mucho de teatro de la paradoja, la crueldad y el absurdo colocado en el oculto intersticio de esas páginas: Un niño trashumante en el desierto, enfebrecido debido a su imaginación desbordante, y que fundamenta, en su lealtad incondicional a una flor -a esa estrella-, la renuncia ética a los valores del mundo; su crítica más esmerada a los presupuestos corrompidos de la existencia.<br /> En su periplo por varios asteroides el pequeño viajero visitó los diversos estereotipos humanos. Aprovechó para evadirse de su propio asteroide una migración de pájaros salvajes y cuando llegó finalmente a la Tierra, en vías de completar su misión, se encontró con altos cerros montañosos que convertían en meros ecos sus palabras. “¿Qué tierra es esta – se pregunta asombrado– donde los hombres no tienen imaginación y repiten lo que se les dice?” Una flor silvestre, descubierta por azar en el camino, le habló entonces irónicamente de los hombres, -la flor había visto un día pasar una caravana: “deben existir cinco o seis, los pobres no tienen raíces y el viento los esparce de un lugar a otro”.<br /> En un breve apunte el autor finalmente nos relata la caída del pequeño príncipe mordido por el ofidio:<br /> “Sólo hubo un relámpago amarillo cerca de su tobillo. Se quedó inmóvil un instante. No gritó. Cayó suavemente, como cae un árbol en la arena. Ni siquiera hizo ruido.”<br /> De todas formas, no creo que nos encontremos ante la idea de la muerte del pequeño príncipe, sino ante un hecho que justifica, ante el lector, su inevitable ausencia; su partida irremediable. El sentido lógico del texto opera generalmente por elipsis: su ausencia es la garantía de su presencia invisible, alojado ahora en el corazón de nuestra intimidad; su visita a la Tierra supone, por paradoja, una misión que la desborda y su misión ultraterrena contiene el significado de su fugitiva existencia. Lo realmente curioso es llegar a entender que el autor escribió un texto de tanta capacidad poética que no sólo nos muestra su privilegiado sentido, sino que parece ofrecer nuevas perspectivas al arte y la literatura, como si en el terreno de la pura recreación simbólica irrumpiera un mensaje hasta ese momento sólo patrimonio exclusivo de las religiones.<br /> Según la tradición de Occidente existen tres grandes textos sagrados: La Biblia, La Divina Comedia y El Quijote. El primero es un texto esencialmente religioso, el segundo oscila entre lo religioso y lo profano, el tercero es esencialmente profano. En el marco general de esa profanidad cultural, inaugurada en el siglo XVII por Miguel de Cervantes, se inscribe perfectamente El pequeño príncipe. Lo novedoso en él es que nos implica en una nueva interpretación de la experiencia cristiana, aunque de raíz prominentemente mundana. Hay en el texto un culto a los valores sensibles de la vida, pero sin dejar de entender que el bien y la belleza operan en nosotros como resultado de una intelección, de una gestión del pensamiento abstracto, que a la vez incorpora las verdades del corazón como las verdades fundamentales de la existencia…<br /> Debido a esta vocación mundana en busca de un sentido que clarifique la vida, es que el pequeño príncipe permanece fiel a la esencia intelegida de su flor, -el tiempo dedicado a ella que la hizo importante y única. Por esa razón, es que la esencia y la existencia van juntas y producen de consuno el significado real de lo humano; porque el hombre es ese ser a quien mediante su existencia le está permitido aprehender el concepto de su esencia. Y también por esa misma razón, es que el cuerpo de verdades invisibles que nos acompañan - entre otras, las “pascalianas razones”- se vuelve tangible, singular y único, como los símbolos que un día creara, para cada uno de nosotros, la pasión innegociable del artista.<br /> </div>Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-75014906200743705252009-05-11T09:59:00.000-07:002009-05-11T10:00:46.244-07:00Vincent Van Gogh en el Sanatorio de Arles<div align="justify">12/3/009<br /> Hay algo hermoso en todos los sanatorios del mundo que nos invita a la reflexión más sosegada: ¿qué hemos hecho mal que la vida nos arrastra a esta suerte de convalecencia interminable? Sin embargo, convalecer hasta el infinito, contemplando pasar pasivamente los soles equinocciales y los paulatinos cambios en la naturaleza que traen consigo las estaciones del año, tiene sus nobles recompensas. Otra forma de vivir la cual nos brinda la posibilidad de cultivar en solitario la sensibilidad y la inteligencia, llegando incluso a aceptar la enfermedad como porción constituyente de lo que somos; una nueva manera de asumir el significado de la existencia que permite, acaso, indagar con relativo acierto en nuestra naturaleza interior, a ratos lúcida, a ratos desolada.<br />Hay un hecho que nos conmueve en cada realización pictórica que llevara a cabo Vincent Van Gogh en su estancia en el Sanatorio de Arles: que la belleza del mundo seguía intacta para él; mágicamente reconstruida por medio de su paleta de pintor reducido a un largo y doloroso confinamiento. Desde su celda el artista pudo intuir el próximo ocaso de la pintura, -su lento camino en pos de la abstracción y el conceptualismo- concebido a partir del difuminado de los colores, la aparición de una atmósfera cada vez más ingrávida y el emborronamiento de la figura humana y los accidentes del paisaje entre tanto surgía un nuevo protagonista, el color dramático que hacía, de cada pieza artística, una composición que reagrupaba los significados en torno a una poética del sentido y la sensibilidad para llegar así a una nueva e insólita expresión.<br />Varios decenios más tarde, el antropólogo estructuralista francés y estudioso de la cultura Claude Levi Strauss especuló sobre el probable fin de la pintura, en un tiempo en que el marco de la representación artística parecía ser sustituido por la expresión. El célebre pensador opinaba que ese supuesto finiquitar del arte pictórico -en el contexto de la vida cultural de Occidente-, no era realmente tan insólito ya que hubo períodos históricos como el vikingo en Escandinavia que no la conoció. La tesis basaba sus argumentos en la detenida observación del complejo proceso experimentado por la pintura moderna, iniciado con el período de los maestros impresionistas, que tuvieron, entre otros antecesores, a los paisajistas románticos ingleses -Johns Constable, William Turner- y a la escuela “realista” de Barbizon -Camille Corot, Jean Millet…<br />Con respecto a las contradictorias relaciones surgidas entre el arte anterior al siglo XX y el arte Moderno, volvía a argumentar Levi Strauss: en el arte pasado la pintura era entendida como el constante ejercicio de una “escolástica del significado”, en el arte actual nos encontramos, por el contrario, frente a una “escolástica del significante”. Se entiende entonces que el arte pictórico estuviera, a fines del siglo XIX, abocado a una compleja situación de crisis cuando ha aparecido de improviso, en el escenario de la cultura, un cambio radical en la perspectiva y las motivaciones internas del pintor. Ya no se trata de expresar el significado del mundo, sino de plasmar la significación de una expresión donde las formas que la instrumentan empiezan por recuperar su autonomía frente a la realidad natural.<br />En los nuevos tiempos, iniciados por Van Gogh, Gauguin, Cézanne… el arte apunta a una enfática doctrina de la expresión que implica fundamentalmente el mundo interior del hombre y modifica esencialmente las reglas tradicionales de composición e intelección. El arte moderno es principalmente el resultado de esa interiorización de la mirada del pintor que ha descubierto, mediante ese ejercicio permanente, una forma distinta de entender la realidad y de llegar a plasmarla como la pieza maestra de su sensibilidad. Mientras para el arte anterior, heredero de la pintura clásica del Renacimiento, los problemas que se le planteaban al artista estaban ligados, indisolublemente, a los temas gnoseológicos que imponía, en este caso, la representación de la realidad.<br />Sería válido aclarar que en el interior de cualquier representación artística se aloja el hecho incontestable de su expresión. El arte del Renacimiento fue así una auténtica y creadora expresión ligada a su correlato más intrínseco: una revolución, en su momento, de las antiguas reglas de composición e intelección. De la misma manera, el arte Moderno, que ha obtenido su máxima legitimación como consciente ejercicio de discontinuidad y manifiesta heterodoxia frente al legado de la tradición, sólo le está permitido alcanzar su expresión si esta conquista con plenitud su propio espacio de representación, antes usufructuado por la representación clásica. Representación y expresión no son, por tanto, términos opuestos, proclives a sustituirse mutuamente en determinados períodos del arte; son, en cambio, categorías estéticas interrelacionadas que, aunque poseen facultades distintas de designación, obedecen por igual, y, a un mismo tiempo, a la lógica interna de las obras.<br />El impresionismo fue un estilo y una técnica depurada llevada a sus formulaciones más acuciosas, reflejando con esto el punto culminante de una gran tradición. Aunque justamente en ese instante exquisito, en que el pintor ha desarrollado un conocimiento que le permite dominar de una manera única la luz y el color para colocarlos transfigurados en el lienzo, la figura y la luz comienzan a romper con los prerrequisitos indispensables que ha soportado durante siglos la representación figurativa. El pensamiento dialéctico pudiera explicar lo que extraordinariamente aconteció en el conjunto general de la pintura: el genio impresionista representó el pináculo de toda una era y, a la vez, el indispensable elemento transicional hacia el arte del siglo XX. Los impresionistas quedaron prisioneros de las paradojas de la luz, del instante más luminoso de sus composiciones, las cuales expresaban la grandeza y miseria de sus postulaciones y el proceso asaz contradictorio de la historia de la pintura que trascendía hasta llegar a ellos como legado universal y como vocación de renuncia. De este modo, lo que debió ser en ellos culminación devino en transgresión, y lo que fue entendido hasta ese entonces como perfección se tradujo al final como agotamiento. En estos pintores encarnó esa curiosa negación, cargada de positividad, que produce lo nuevo: en este caso el arte Moderno.<br />Pablo Picasso dejó dicho que los artistas no deberían tener ojos para que pintaran mejor. Es sobre la base de esta irruptora ideación que el arte Moderno alcanzó su manifiesta particularidad histórica. Para los nuevos pintores mucho más importante que la pura tarea pictórica, resuelta técnica y estilísticamente mediante la disciplina tradicional del taller, va ser el mundo de las ideas; canjeándose de esta manera el primado de la “realización” por el de la “concepción”. <br />Pero regresando a Van Gogh, podríamos decir que su obra se sitúa en la criba quizás más trascendental del arte del siglo XIX. El pintor se encuentra alojado en el interior de una singular situación epistémica, donde el problema teórico del conocimiento se le revela a través del prisma moral que replantea con fuerza el significado de la verdad, el valor y la utilidad real del arte implicado con la existencia. Bastaría retomar el epistolario dirigido a su hermano Théo para comprobar la vocación confesional, sobre - religiosa que animó la vida del creador holandés. Con Van Gogh el arte empieza a encerrar una problemática “ideológica”; una actitud misional que se expresa doblemente como fidelidad a la belleza del mundo y como compromiso con los desposeídos de la tierra; los humillados de los evangelios. Él es uno de ellos, y su concepción del arte se resignifica enteramente a partir de la elaboración práctica de estos nuevos postulados.<br />Se ha llegado con esto a los inicios de un singular conceptualismo, surgido de la revolucionaria concepción de que el arte es esencialmente una idea destinada a expresar un contenido universal, dotado, este último, de una acepción no sólo estética sino también ética. Se podría apuntar que Van Gogh inauguró una forma tan absolutamente humana de contemplar la realidad que esta carece, en cierto sentido, de eso que podríamos llamar tradición o legado. Pues su pintura constituyó ese tipo de expresión donde la realidad sensible, transfigurada en el lienzo, jamás se encuentra en pugna con el momento numínico de la concepción. Porque para el artista nunca existió el conflicto entre realidad y representación. Por eso si el pintor se ha convertido en uno de los puntos principales de partida del arte del siglo XX, podríamos hablar de un curioso retorno al primado de la idea, pero que no suprime, en modo alguno, el principio básico de la sensibilidad. Y es que el contenido neoplatónico -nominalista-, comprendido como una suerte de inquieto naturalismo, fundado a través de las estrechas relaciones que existen entre la percepción sensible y la apercepción intelectual, nutre sin paralelos la obra de nuestro pintor; o sea, un modelo ideal del mundo que comprueba asombrosamente en la realidad natural -el paisaje, la atmósfera y la figura- la ignota preexistencia del algebra del alma colocada al borde de un claro paisaje interior.<br />Según los neoplatónicos Dios es matemático, hace geometrías y cálculos algebraicos y es el creador de un espacio ideal donde el círculo, el triángulo y el cubo alcanzan la perfección de arquetipos. A partir de este diseño abstracto de una realidad esencial deberían ser entendidas las nuevas relaciones que originalmente impuso el pintor moderno con respecto a los modos de asumir y reflejar en su obra la realidad natural. Pablo Picasso, creador del “cubismo”, pertenece, en términos de futuridad, a esa tradición iniciada por el compañero de jornadas de Gauguin. Lo que Paul Cézanne planteó enfáticamente en pintura lo asumió Picasso desde los postulados básicos de esa tradición en específico: reducir visualmente todo, mediante el análisis, al cuadrado, al cubo… en fin, llegar a geometrizar la realidad una vez plasmada en el lienzo. Mas esto necesitaba de una resignificación previa, completamente inserta en la historia del arte, y ese fue el papel que jugaron de un modo privilegiado la expresión y la vida de Van Gogh. Ya que toda verdadera tradición necesita de un mártir que legitime lo que después se convertirá para los artistas en un legado eminentemente formal. Esa es tal vez una de las paradojas más abrumadoras de la historia humana.<br />La pintura de Van Gogh señala no sólo la reconfiguración del primado moral ante la vida, sino de la abstracción sensible sobre la estéticamente inconfigurada apariencia del paisaje visual. Los fundamentos epistémicos que reorientarían el camino del arte hacia una distinta finalidad estaban de esta manera echados. Pero para que no quedara duda alguna se debieron a un magnifico correlato donde la idea y la sensibilidad encarnaron una forma humana profundamente agónica: la vida mutilada del gran artista; su genio y su locura.<br />¿Pueden la sensibilidad y el concepto convergir hacia un mismo punto de inteligencia y expresión del arte? Si la respuesta fuera afirmativa se podría muy bien justificar todo lo que le debe el arte conceptual a Van Gogh. Pues el concepto no es, en cierto sentido, otra cosa que el modo de manifestarse en nosotros la sensibilidad interior. Lo cual implica un modo en especial de realización estética, o de una concepción que se complace en subvertir lo concreto en nombre de lo abstracto, o de oponer, como lo hace el pintor, la idea trascendente frente a la simple inmanencia del mundo.<br />El mismo arte impresionista puso en evidencia esa tamaña capacidad “ideológica”, formalizada como crítica y ruptura, al revisar conscientemente sus nexos con la herencia del arte universal. Por eso desde la época finisecular de Van Gogh y los maestros impresionistas el arte se nos viene mostrando como una perenne capacidad de irrupción. O sea, lo que el artista aprende y nos aporta con su creación lo logra por medio de su permanente rebelión ante al canon establecido, desgastándose existencialmente en esa infrecuente y, en ocasiones, peligrosa aventura, aunque dejándonos la radical experiencia de su obra y de un aprendizaje, sin lugar a dudas, vital. Sin embargo, las postulaciones teóricas que el creador buscaba trasmitirnos con su declarada insurrección existencial, sólo fueron recepcionadas mediante un seguimiento y una inteligencia de las obras puramente formal. Se podría agregar que paradójicamente el arte más legítimo del siglo XX carece de tradición, debido a que lo que hay en él de tradición es la estela espumosa que nos dejó una curiosa prosecución de caracteres individuales, insurrecciones permanentes y rupturas continuas. Van Gogh fue uno de los apóstoles de esta inédita, en cuanto extemporánea, “tradición cultural”.<br />Si partimos que lo que se conoce como tradición en el arte del siglo XX es la repetición, formalmente cristalizada, de una antigua y profunda irrupción, lo que hay de revolucionario en la práctica del artista contemporáneo se convierte en instancia irrepetible, a no ser como gesto formal, mera reproducción de lo que bien pudo ser una auténtica incursión crítica en los predios axiológicos de la existencia y en el criterio, moral y estético, de verdad; intentando además franquear los límites puramente humanos de la razón, la belleza y la realidad. Tal parece como si el arte del siglo XX lograra la inusual experiencia de una nueva Edad Media, entendida, en su patente religiosidad, como el período histórico primado -milenario- del conceptualismo. Sin embargo, la religiosidad manifestada, en algún momento, por nuestro artista apunta a fortalecer los nexos intersubjetivos sobre los cuales se edifica la ciudad de los seres humanos. Su pintura es, de esta forma, el gran manifiesto de la percepción sensible que busca establecer puentes entre lo que hay de subjetivo, o ideal, en la consciencia de los individuos y el substrato más rudo, o indiferente, de sus vidas. El pintor es dueño de una mirada que no sólo se conmueve ante la belleza del mundo, sino también ante su más implícita falencia.<br />Si quisiéramos remitirnos curiosamente a una pintura, a un período, que heredó convincentemente ese peculiar modo de ver, de relacionarse con la realidad, esas pinturas serían las épocas “azul” y “rosa” de Pablo Picasso: bellos arlequines, atrevidos saltimbanquis, tristísimas figuras de circo, una madre sola amamantando a su hijo; trashumantes que nos alargan la mano afilada y que se muestran, ante nosotros, con toda la belleza y la angustia que pudiera habitar en la realidad…<br />Para terminar: afirman de Vincent Van Gogh que fue el primer pintor de la historia que salió de la intimidad de su taller al descampado para pintarnos la noche. “Noche estrellada sobre el Ródano” fue el testimonio de su portentosa imaginación y la huella febril de sus andanzas en la fecunda época de Arles. Plasmó el artista, en esta ocasión, grandes cometas y luminarias fabulosas que surcaban el oscuro firmamento en el que parecía suceder un acontecimiento extraordinario. Pero, ¿habrá sentido el artista lo mismo que sintieron sus antecesores medievales, o los Primitivos Flamencos, cuando se dispusieron a pintar “la negra noche del alma”?<br />Para responder mi propia pregunta retorno, en cierto sentido, a una idea de Borges: Toda legítima experiencia humana es irrepetible, aunque para el verdadero creador cualquier noche será siempre la misma; la más hermosa noche del mundo.<br /> </div>Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-22715097443285872032009-05-11T09:51:00.000-07:002009-05-11T09:52:50.296-07:00Caída en el parque de la gárgolaAlguien buscaba para divertirse la muerte súbita<br />sujeto a las altas gárgolas del parque<br />y sobre los techos rojos de París<br /><br />Se le veía llegar bajo la claridad de sus zapatos<br />en el amanecer del mismo estanque<br />donde los gansos custodiaban silenciosos las flores de loto<br />o en la naranja dulce que le regaló la última verdulera<br />del mundo<br /><br />Descendió de prisa desde los altos ventanales<br />donde se contemplaba el alto techo de gárgolas<br />descendiendo, apoyandose hasta con los codos<br />para no caer más en su caída<br />imitando el vuelo del buho o de la mariposa<br />haciendo un velero de la camisa blanca<br />esperando impaciente la llegada del tiempo<br />en que dejarse caer era como flotar entre los días estivales<br />con la llegada de la feria, las gentes y los animalejos<br />en que los ojos de las gárgolas miraran hacia bajo<br />en que las doncellas bajaran de las nubes como lluvia<br />en que tuviera tanta sed como los chicos<br />para beberse el aire, la prudencia, la feria, el mundo<br />allí arriba mirando el rostro endemoniado de la gárgola<br />bajo estos cielos rojos.Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-17327258042622411982009-04-28T11:08:00.000-07:002009-04-28T11:09:35.849-07:00PlatonismoVeo los puentes. Trasparencias<br />Así están ellos dibujados en la atmósfera<br />serenos, nítidos, semejantes<br />suspendidos y silentes sobre el éter de la memoria<br />Trasparentes, azules<br />colgados en la cruz de esos canales<br /><br />Debajo por los arcos ronda el agua clara<br />pero no se ven por el momento pescadores en la orilla<br />sólo nubes que despliegan a lo lejos el algodón de sus metáforas<br />y van formando lentamente hacia lo alto otros canales<br />y otros puentes más azules<br /> todavía más hermosos.Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-58924342365379317302009-04-28T10:44:00.000-07:002009-04-28T10:45:26.878-07:00¿Nota autobiográfica?Nací en Cuba, en la ciudad de Santa Clara a las 7 y 40 de la noche del 26 de Septiembre de 1959. Un tiempo y un lugar del que creo será siempre mi deber acordarme. En cuanto a cualquier posible pasión cervantina; también es cierto. Me refiero al arduo peregrinaje a la Roma de un Texto Fundamental. ¡Claro! Con la llegada de una relativa madurez uno se va curando de todos esos excesos, y espera entonces llegar a no tomarse definitivamente en serio, pues empieza a conocer sus frágiles límites, sus puntos hilarantes, y que, al final, sólo quedan unas dos o tres obsesiones con las cuales saldar cuentas "literarias". Porque la literatura sólo es, para decirlo parafraseando a Borges: "la diversa entonación de dos o tres obsesiones". Y ya nada tiene mucha importancia, tan sólo la necesidad intrínseca de apuntar algunos testimonios.<br />En cuanto al tiempo recorrido, todo ha sido un desastre, por eso es que me concilio tanto con lo vivido, al menos espero no haber transigido del todo. Dejé la enseñanza media a los 17 años para dedicarme a estudiar, a esa decisión le debo todas mis faltas de ortografía y la dolorosa soledad de un cuarto de estudio; la pasión Unamuno; la pasión Rimbaud; la pasión Dulcinea del Toboso; como se ve todo un concierto de nobles pasiones. En cuanto a las pasiones innobles -que son a veces las más vitales y necesarias, las irrenunciables- trato de dar honesto testimonio en mis textos, por eso invito al lector a que lea. ¿Saben? Me angustia mucho no ser leído, pero me angustia más no tener el valor para dar el testimonio exacto. Algún día lo lograré. En cuanto a mi estancia en Miami, llegué a esa ciudad hace ya 20 años, algo me expulsó de Cuba, me dejó rendido en la otra orilla como un cuerpo exánime que es arrojado con furia después de un fuerte vendaval. Le debo a Miami la sabiduría de creer en muy pocas cosas, aunque, al fin y al cabo, luego de tantos años transcurridos, después del tonto hastío en la ciudad de los saldos, Estados Unidos empieza a devenir un lugar paradójicamente querible y mío. Espero todavía poder vivir unos 20 años más que me permitan compilar algunos estudios, y, si no los viviera, espero, de todos modos, poder pasármelo bien.<br /> Longwood y 2007Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-80656225859696103052009-04-28T10:23:00.000-07:002009-04-28T10:27:00.510-07:00Cintio Vitier, Traductor de RimbaudCintio Vitier, Traductor de Rimbaud<br /> <br /><br />En el número 35 de la Revista Orígenes (La Habana, 1954), fue publicada la traducción que Cintio Vitier hiciera de Iluminaciones, del poeta galo Arthur Rimbaud (1854-1891). Después de revisada, la traducción fue llevada a formato de libro y el poemario quedó antecedido por un prólogo del mismo Vitier, titulado Imagen de Rimbaud.<br />Rimbaud, el genial adolescente que entre los 16 y 19 años de edad escribió toda su literatura y luego desapareció para siempre de los círculos del París literario, presididos por su íntimo amigo Paul Verlaine, internándose por más de una década, en calidad de aventurero y comerciante de cueros, oro, marfil, piedras preciosas y armas de fuego en los territorios bíblicos del desierto de Ogadén, la isla de Chipre y el mar Rojo. El poeta niño, al que la candorosa ingenuidad de las autoridades municipales de su ciudad natal, Charleville, honrara con un busto erigido a su memoria, el cual lleva esta curiosa inscripción: “Arturo Rimbaud, explorador y poeta”. <br />El significado de la elección, por parte de Vitier, de “Iluminaciones” entre todos los poemarios y opúsculos de la literatura francesa, parece revelarnos un estrecho y singular vínculo entre el poeta traducido, hermosamente vertido al español, y el poeta traductor. Pienso que, a veces, sólo un verso basta para delatar a un poeta. En algún lugar de su literatura, Vitier se refiere a su propia adolescencia como sus “16 años fúnebres”, aproximadamente la misma edad en que le tocara la dicha de conocer a José Lezama Lima y recibir de éste aquella trascendental convocatoria, “apta para poetas descarriados”, “deseosos de una meteorología habanera” y de “algo de veras grande y nutridor...", que con el tiempo haría nacer en Cuba al selecto grupo Orígenes.<br />Hay momentos en que creo que la fuerza expresiva de un poeta se encuentra vivamente relacionada con la dramática intensidad con que supo llevar sus años de adolescencia, la cual es hija de una larga fijeza que se debate sobre el sinuoso hilo que separa la pose de un mercachifle de aquél que, sin encontrar todavía un lenguaje apropiado, busca expresar a cualquier precio su sensibilidad asediada. <br />En un libro del intelectual católico francés Daniel Rops, éste coloca su avezada mirada sobre el cuerpo metafórico de la escritura y el significado moral de la existencia de Rimbaud. Hay, en esa obra, un comentario conmovedor: Los adolescentes que se suicidan antes de cumplir los quince años de edad, son a quienes únicos les ha sido dado conservar intacta la experiencia de la pureza.<br />El poeta adolescente nos cuenta, por su parte, haber tenido acceso, mediante “un minuto de vigilia”, a la experiencia diamantina de la pureza, para añadir, acto seguido, que eso significó para él un “desgarrador infortunio.” Porque las iluminaciones, a las que el muchacho enfáticamente se refiere, son aquellas que hacen padecer nuestro espíritu. Sobre esto, Vitier nos amplía, diciéndonos que esas apariciones, de las que nos da afiebrado testimonio el poeta, son llamadas “hijas y reinas”; “hijas de la muerte, reinas de la esperanza”. Intensos destellos que empiezan por incubarse en la secreta interioridad de nuestro ser, antes de germinar en palabras e imágenes. Ellas son, a la vez, suntuosas reinas de la muerte y sencillas hijas de nuestra esperanza.<br />Cuando se vive con manifiesta intensidad una experiencia cultural tan singular como la poesía, se impone con ello un dramático significado de nuestra existencia que puede llegar a alcanzar tintes muy dolorosos, puesto que no sólo nos obliga a redefinir constantemente las coordenadas prácticas y sensibles de nuestro arte, sino que muestra ese difícil camino, en el que en su esencia más íntima, el arte, no es una actividad profana. Hay algo esencialmente religioso en toda verdadera vocación artística. En ese personalísimo arte, alcanzado a tan alto precio, se expresan los ditirambos fundamentales de la vida: su angustia, su sinrazón, su soledad, su más serio sentido y su más alta melodía.<br />El significado moral de la existencia de Rimbaud -al que apuntan por igual Cintio Vitier y Daniel Rops- fue justamente proporcional a la vocación de absoluto demostrada un día por el adolescente. Rimbaud, desde su vida y la poesía, se propuso, incluso, llegar a vivir la experiencia histórica de la Modernidad como un absoluto.<br />Pero, lo que absurdamente sucede es que no ha existido otra experiencia histórica más relativa que la de nuestra Modernidad. En ella, el sentido de cualquier circunstancia cultural -arte, religión, filosofía, vida... - se encuentra sumamente trivializada por la patente mundaneidad de sus conceptos y sus hábitos. Por eso es que resulta llamativo que la mejor traducción de Iluminaciones fuera realizada por un intelectual plenamente inserto dentro de un contexto nacional como el cubano, y desde una postulación estética como la de los maestros origenistas, donde el significado de la poesía estaba connotado por las aportaciones religiosas y conceptuales de la mejor tradición hispana y católica.<br />Un pensamiento católico que tuvo su mayor punto de inflexión en un contexto histórico y cultural completamente distinto al de nuestra ambigua Modernidad: la Edad Media. Allí donde sí fue posible expresar las experiencias radicales del arte y el pensamiento bajo las formas vívidas de una religiosidad y una sensibilidad fundamentales. Porque fue precisamente en la época medieval donde florecieron los grandes sistemas religiosos y de pensamiento de Occidente. Por eso es que, en la actualidad, cualquier pretensión cultural de absoluto sólo puede llegar a ser sentida bajo la forma de un abisal desgarramiento de la que sólo puede dar testimonio la poesía.<br />Para superar este estado de cosas, los maestros origenistas se impusieron a sí mismos el complejo camino de una teleología, una doctrina de la finalidad poética de sus quehaceres, que aunque los alejaba intencionalmente de lo inmediato social, los trasplantaba al tiempo puro, la plétora de imágenes, donde serían develadas, algún día, las esencias perdidas de la vida y de lo nacional. Vitier nos comenta que, para superar su propia crisis existencial, Rimbaud expuso, como centro argumental de una poética de lo absoluto, la Teoría del Vidente: “Aquél que sin cesar me crece y permite la visión de lo inaudito...”<br />Un sujeto particularmente dotado de una unigénita capacidad de iluminación, surgida desde la intensidad dramática de su ser, la cual le permite contemplar sin miedo "las maravillosas imágenes", e inclusive comunicar lo que muy pocos han visto o casi nadie ha sabido expresar, pero que fundamenta el valor real de la existencia humana, en cuanto ligada a un orden superior y sagrado. Sujeto creador que nos plantea una misión casi apostólica del idioma y sus metáforas, que de paso nos puede hacer considerar inoperantes las concepciones tradicionalmente aceptadas de interpretación literaria.<br />A partir de esa posición de principio es que Cintio Vitier, desde Orígenes, se nos ofrece como intencional "trasvertor" del poeta adolescente. <br />Traducir es, volver a escribir un texto en el que ha ocurrido una compleja transformación, aunque ésta no necesariamente radica en el cambio literal de lo que se dijo sino en su nueva contextualización, desde la cual se vuelven a ejercer los antiguos oficios de lectura, reescritura e interpretación. El mismo prólogo del cubano queda de esta manera inserto como parte importante del texto. Traductore también puede significar Creatore.<br />Si observamos con detenimiento podremos comprobar que es aproximadamente el mismo proceso de "trasversión", establecido secularmente por los monjes copistas de la Edad Media. En aquellos tiempos, cualquier traducción estaba acompañada de comentarios y exégesis, los cuales proponían una muy peculiar manera de lectura y desciframiento; antiguo oficio de judíos y cabalistas, que superponía, en la bella página de pergamino, traducida y comentada, los ilustrados diseños alegóricos de los maestros iluministas. <br />Aunque es bueno recordar que no es desde la pura tradición cultural, convencionalmente establecida, que se llega a traducir con plenitud, pues es sólo el espíritu creador del hombre quien posee esa asombrosa capacidad de poder hacer transmisible para otras épocas, culturas y lenguas lo que, por su estricto valor artístico, guardaba consigo una precondición de universalidad que solamente a un poeta le es posible volver a expresar. La Tradición nunca traduce -no importando que la nueva versión esté llena de pura literalidad- plagia, mientras que el espíritu auténtico de la interpretación jamás plagia, crea, a pesar de la asombrosa literalidad del texto nuevamente vertido. <br />En uno de sus más famosos textos, el escritor argentino Jorge Luis Borges, expuso la curiosa humorada de un personaje capaz de volver a escribir, en el francés del siglo XX, en singular calidad de autor y en perfecta literalidad, a El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Sobre esto quiero comentar lo siguiente:<br />Desde los siglos en que fue escrita la obra de Cervantes, cada época porta consigo una particular relación con la lectura e interpretación de ese gran texto. Mas, los consabidos oficios de lectura y escritura no son tan opuestos como generalmente se piensa, por el contrario, suelen ser, en la práctica, bastante complementarios. El retablo histórico y cultural de cada época condiciona una distinta lectura para una misma obra, del mismo modo que cada nivel individual de lectura llega a imponer significativas variaciones al sentido de cualquier escritura. Si la miramos desde este punto de vista, la inteligente broma de Borges resulta una propuesta teórica no demasiado alejada del análisis social más ortodoxo:<br />Un Quijote literalmente reescrito en pleno siglo XX ya no sería en estricto el Quijote escrito en el siglo XVII; el nuevo contexto sociohistórico determinaría con creces el significado de la novela; un Quijote, literal y bufonescamente vuelto a escribir en francés del siglo XX, tendría que ser, sin lugar a dudas, El Quijote de Pierre Mernad.<br />En el caso del poemario “Iluminaciones”, éste ha sido "transvertido" y vuelto a explicar por el maestro origenista en un contexto completamente distinto: la poética cubana de Orígenes. Hay un aspecto de esa poética sobre el que quiero detenerme nuevamente: la teleología. Ésta señala una actitud moral que busca redefinir, no sólo el sentido de toda poesía, sino su enorme ámbito expresivo. La poética de Orígenes se comprende a sí misma como un lenguaje en espera de una próxima cumplimentación. Una ardiente actitud de espera por un nuevo significado histórico, el cual alude al carácter no enteramente formado de una literatura nacional, pues ésta se encuentra en vías de su mayor expresión. Una ardiente paciencia que debe conducirnos, incluso, a una nueva gestión social de la escritura que, tomando a modo de paradigmas a Rimbaud y su poesía, nos apure por ese camino nacional que, yendo de individual a colectivo, quede enteramente colmado de significado histórico, mientras nos brinda la “solución de nuestros estilos posibles”.<br />En mi opinión, Vitier logró, con su traducción y comentario introductorio, implicar directamente a Orígenes con una poética trascendental como la de Rimbaud, estrechamente vinculada a los apasionados debates que se realizaban en Europa en la época de las Vanguardias Artísticas, los cuales oscilaban entre la admiración sin límites a su extraordinaria figura o el rechazo más categórico. En cambio, en la Cuba de Orígenes, la mirada sobre el poeta francés derivó hacia tonos y actitudes intelectuales más reposadas, amparada en una desprejuiciada visión de conjunto, dirigida más al concierto en pleno de la cultura occidental, que concebida para reparar excesivamente en sus detalles; un tipo de interpretación y acercamiento a la cultura que sólo los artistas e intelectuales latinoamericanos, desde los tiempos de Borges y Lezama, saben realizar con éxito. Una mirada intelectual dirigida a la civilización de Occidente, construida básicamente como cuestión de distancias que nos permite entender, de un modo genuinamente nuestro, lo que en ocasiones la demasiada cercanía a las cosas llega a obnubilar... Creo haber leído palabras textuales del poeta Vitier en las que relaciona al dios Eros, el eterno Deseante, con los problemas que nos plantean a menudo las vívidas cuestiones gnoseológicas de lo cercano y lo lejano.<br />La realidad de lo lejano, como la abrumadora presencia entre los hombres de la ausencia, sólo la sabe llenar con éxito la poesía. El Eros desde la distancia es quien mejor cumple esta función hipostática: hacer verificable, para aquellos a quienes les es dado comprender su mensaje, la más humana de las experiencias que nos pueden aportar los poemas: traer de regreso a casa al viajero largamente ausente; a nuestros grandes y pequeños afectos extraviados; las grandes lealtades y raras visiones de una vida futura y del destino humano, entretejidos con los antiguos y nuevos esplendores del verbo. Es ahí, para expresarlo con palabras de Lezama, cuando la ausencia se nos hace perfecta, ya que la palabra ha sabido colmar graciosamente el doloroso vacío que nos dejó la ausencia, porque nuestro deseo, sostenido intensamente frente a la lejanía, es quien ha sabido cumplir mejor su solitaria función de saber cognoscente y fundador.<br />Con la poesía "trasvertora" del poeta cubano, el francés Arthur Rimbaud, el irreverente, el camorrista, el perpetuo transgresor, el gran iniciado en los misterios de la alquimia del verbo y prófugo definitivo de Europa, se quedó definitivamente entre nosotros.<br />Puede vérsele caminando bajo las sombras de los antiguos portales, extraviado irremisible entre las calles de Peña Pobre y Jesús del Monte, buscando una dirección imposible que no aparece, que no puede aparecer, porque no se encuentra en los grandes catálogos de la civilización ni en la más osada de las exploraciones geográficas. Un Rimbaud que vive para siempre en ese alegre París promiscuo y pagano, doloroso y universal que ya no existe, que sólo los verdaderos artistas conocieron y añoran. Ciudadano de la soñada Jerusalén Celeste, a la que hace clara alusión el pensador cristiano Vitier, la patria original de todos los poetas del mundo; la bíblica ciudad de Job, quien fuera el primero que supo unir, indisoluble, la belleza inigualable de la poesía, con los temas quizás fundamentales de la existencia: la perseverancia, la honestidad, la valentía personal y la Fe.<br />La problemática de la poética de Rimbaud se puede entender como la problemática del arte, estrechamente vinculada al valor objetivo de la condición humana, al valor real de la existencia y al serio significado de lo que se hace. Pienso que un destino colectivo o nacional no debe ser ajeno a esa voluntad de expresar y significar en el terreno de la cultura. El pensador alemán Martín Heidegger, escribió alguna vez que había escogido a Federico Hölderlin para ilustrar su pensamiento filosófico, no porque fuera el mejor de los poetas, sino porque era quien mejor pudo expresar la esencia de la poesía. Y en mi opinión, Rimbaud es ese poeta que mejor ha podido mostrarnos la esencia contradictoria de la vida.<br />Su consciente abandono del arte, a la edad de 19 años, sólo puede tener un punto irradiante de justificación: que esa tamaña voluntad de renunciación se haya producido en nombre de la vida. Aunque podemos añadir, que es dentro de sus insobornables marcos -aceptando las premisas fundamentales de la existencia-, que se puede recolocar el valor de cualquier posible y futura literatura.<br />Refiriéndose a ese momento en el que Rimbaud quiso de un modo, acaso definitivo, celebrar nupcias con la vida para dejar atrás la que bien pudo ser una brillante carrera de escritor, el pensador origenista nos cita una brevísima palabra del poeta por él "trasvertido": -“Vamos”- para inmediatamente comentarnos: “Jamás un verbo ha contenido mayor carga de acción y de cambio”. “Si aquella –vida- significó el absoluto rechazo, ésta es la aceptación no menos absoluta”. “Obrero en Alejandría”. “Capataz de canteras en Chipre.” “Traficante de marfil, oro, cuero y fusiles en Arabia y África”… <br />¿Cuál fue la poderosa razón que condujo al joven a abandonar definitivamente el ejercicio de la poesía, el París de su amigo Verlaine y la hermosa Francia de sus ancestros, para marcharse sin nada en los bolsillos al Medio Oriente y al África y llevar allí una precaria y peligrosa existencia de aventurero?<br />La vida y la poesía de Hôlderlin nos cuentan de una noche terrible, cuando la razón desfallece y el artista de las mil y una iluminaciones naufraga en el oscuro mar de sus confusas y estrafalarias visiones. Como si el pensamiento, una vez pletórico de imágenes, colapsara ante el hundimiento irremisible de su universo afectivo, producto vacuo de una época hostil a toda empresa genuinamente artística en la que se expresa la crisis de valores de una sociedad prosaicamente organizada, donde al poeta ya no se le comprende ni se le quiere, ni se le asigna lugar alguno sobre la tierra. Es la noche absurda -como apuntaría en una ocasión el poeta galo- de la completa soledad, la locura y el escarnio.<br />Hablándonos con enorme lucidez, el poeta traductor otra vez nos comenta, al establecer, para quienes infinitamente agradecidos lo leemos, una precisa delimitación entre imagen y alucinación: “...la alucinación se produce siempre por una mecánica de sustituciones y combinaciones que no pueden salir de la cámara cerrada del sujeto. Su relación con la locura patológica es comprendida por Rimbaud”. Ya que “la alucinación revela siempre la nada subjetiva o mental, sustancia del infierno”. Pero, “si decimos imagen es para no decir imaginativo”. “La imagen, en la visión poética, no es nunca imaginaria sino real y exterior al sujeto”.<br />La imagen, diríamos, es la intuición más tenaz y revolucionaria de nuestro ser, aquella que se nos muestra siempre como vida y como significado. Hay que tener entonces muy en cuenta que si Rimbaud es el poeta de las maravillosas visiones, no debemos entenderlo necesariamente como el poeta del vértigo y el delirio. ¿Sería acaso el miedo al delirio -“a la locura que se encierra” -, lo que le hizo huir de Europa y de los suyos para convertirse en capataz de canteras en Chipre?<br />De esta manera, llegamos al humilde hospital de La Concepción, en la ciudad mediterránea de Marsella, donde el poeta ha ido a recalar con sus 37 años a cuestas luego de su infortunado regreso del Medio Oriente. Tiene gangrena en una pierna. Está herido de muerte y su sufrimiento físico y su angustia son enormes. El cura que lo atiende espiritualmente ha quedado impresionado por la enorme fe mostrada por ese pobre hombre, de quien contaban que, en su niñez, se complacía con rayar los asientos de los parques de su ciudad natal, Charleville, con el lema: “Mierda a Dios”.<br />Según Isabel Rimbaud, su hermano invocará, en su mísero y postrero lecho de moribundo, a una hermosa muchacha de ojos violeta a la que parece amó apasionadamente en los tempranos días de su corta y desgraciada vida. En la última noche de su prodigiosa existencia, el poeta musitará, afiebrado, las más desconocidas y maravillosas imágenes verbales, nacidas de su profundo significado como hombre entregado al menester de una extraordinaria e innegociable vocación humana.<br />Desafortunadamente, nadie de quienes estuvieron junto a él en el último momento decidieron anotar aquellas palabras, quizás las más extraordinarias del idioma que poeta alguno haya podido jamás expresar. Tal vez sea mejor así, pues aluden a esa extraña región de la palabra y el sentimiento donde las escuelas y los credos enmudecen, y donde, incluso, la posibilidad definitiva del poeta no es ya seguir diciendo, sino sucumbir ante el peso insoportable de la vida y de su atormentada sensibilidad. <br />Porque, con lo que nos encontramos aquí no es simplemente ante un suntuoso y espléndido lenguaje digno de un rey. Es, en su esencia, más misteriosa, frente a la humilde y abrumadora estética del sacrificio y la desencajada belleza de sus ojos y su cuerpo cruelmente martirizado, porque nuestra última mirada, tristemente rememorativa de su agonía e irremediable partida, de quien se despide es del hijo glorioso de la vida y la esperanza. <br />Mas, volvamos a escuchar las palabras de Vitier en su cuidadosa y austera descripción de ese mismo instante, en el que narra la muerte de quien fuera, para él, el más grande poeta de la civilización de Occidente: “No nos acerquemos ahora con exceso. Lo han mutilado, lo han hecho llorar toda la noche. Pero, un instante después ya está callado y puro en el rayo de luz que lo ilumina, como la martirizada imagen de la poesía”.<br />Es allí donde termina y comienza para nosotros –en el rayo de luz que lo abraza en perennidad y lo transporta a la más alta misión–, su inmensa obra: “inagotable para el estudioso de su alma y de su destino”. Es allí, en ese silencio abrumadoramente cargado de significados, que Rimbaud comienza de nuevo a hablar “en los otros que lo miran”...<br />Es, sin dudas, muy hermoso el texto de Vitier. Hay en él “esputos azucarados de las ninfas”, “derrames de caucho”, y “una muchacha rabelesiana nos sirve jamón rosa y blanco perfumado con un diente de ajo”, en el “cabaret verde”. Es el mismo lugar donde el chaparrón caído en provincia, que contemplan desde los cristales los niños enlutados, es, por hipérbole esencial, el Diluvio que lava nuestras culpas, como un llanto benevolente del espíritu. <br />Se afirma que después de los célebres acontecimientos de la Comuna, que estremecieran al París de 1871, Víctor Hugo lo tuvo en su casa bajo su protección. Quiso el díscolo adolescente entregarse también a ese sueño social y cuentan quienes le vieron, apostado e iracundo en medio de las barricadas obreras, que era Rimbaud quien más alto cantaba. Hugo lo llamará, conmovido ante su rara grandeza, fiel a su hiperbólico modo de nombrar las cosas, “Shakespeare niño”. El adolescente le responderá, con ese irónico desdén que le caracteriza, y que puede hacer, a la larga, inhabitable el exceso de proximidad entre las viejas y nuevas generaciones: “viejo chocho”; en probable alusión a la última pasión del autor de “El Noventa y tres”: sus hermosos nietos.<br />Rimbaud es uno de esos singularísimos personajes de la historia de la cultura universal, a quienes paradójicamente se les tiene más en cuenta por lo que pudieron hacer, que por lo que realmente hicieron o porque lo que hicieron tuvo un valor tan tremendamente humano que todavía se discute con perplejidad la naturaleza teórica de su significado. Muy pocas veces a un artista se le ha rendido tanto culto, o ha servido para exponer tan polémicas opiniones. Tal es así, que su consciente renuncia a la literatura alcanzada al costo de su impetuosa juventud y su voluntario exilio de Europa, ha sido leída como un oscuro evangelio o una inalcanzable “estética del silencio”. <br />Si el rapto de sus visiones lo acercan a Hölderlin y su completa inadaptación a la sociedad burguesa de su tiempo lo aproximan a creadores tan geniales como Vincent Van Gogh y Paul Gauguin, el contenido más profundo de su misión literaria pudiera estar más cerca de la leyenda, negra o blanca, de su vida, que a una vida paralela a la suya. Yo, personalmente, he notado sorprendentes confluencias con el pensamiento y el trágico destino del filósofo alemán Federico Nietzsche. Ambos se negaron, fieles por igual al esquema previamente trazado de sus vidas, a hacer concesiones al “feliz mundo burgués” que les rodeaba. Y como Nietzsche, Rimbaud se consumió, sin claudicar, en la llama insomne de su espíritu.<br />Cintio Vitier lo acerca, con reverencia, a la vida de un santo; el escritor norteamericano Henry Miller nota, en cambio, significativas similitudes entre su propia vida y la vida del poeta.<br />Con Rimbaud fue renovada la vieja concepción del papel social de la literatura y del hombre que la escribe. Un joven que irrumpió un día entre nosotros con un prodigioso lenguaje, dejando atrás una tradición que se le fue volviendo ajena, y que planteó, con su personalísima relación con el arte, un nuevo punto de partida para la experiencia y la conducta humanas.<br />Porque si tratamos con valentía de comprender la problemática trazada por Rimbaud, más allá de intentar un análisis aproximativo a su literatura, lo que deberíamos hacer es colocarnos intencionalmente ante la diáfana presencia de una Escritura, de una indeleble inscripción moral, de una ardiente epístola dirigida a todos los hombres. Y más que enfrentarnos a las usuales cuestiones teóricas que nos propone a diario el arte, tendríamos que aceptar que nos encontramos "casi" frente a una irruptora epifanía. O, como nos afirma con enorme admiración el mismo Henry Miller, de una manera que no debe ser entendida de un modo metafórico, en una afirmación dicha en el contexto de la actual crisis de valores que asola a las sociedades occidentales: “El futuro le pertenece aunque no haya futuro”.<br />Singularmente para Vitier, como para Henry Miller, el cosmorama de Rimbaud oscila entre la separación abisal de dos mundos: el del significado de la existencia, comprendida desde el sempiterno tema de la salvación personal, o entendida desde el desorden y la consciente perversión de nuestros sentidos; esa oscura “noche clandestina” a la que hace grave mención el poeta origenista. (Sé que puede resultar curioso este paralelo entre las opiniones de Vitier y la de Miller, pero pienso hondamente que es así.) <br />Las antiguas miradas cristianas y paganas conforman, en el contexto milenario de la civilización de Occidente, dos mundos no obligatoriamente asimétricos. En el primero, la sensualidad nos exige ser desarrollada como sensibilidad; en el segundo, lo voluptuoso nos pide ser ampliado como razón. El traductor cubano de “Iluminaciones” nos afirma, en una de las descripciones más sensuales que se haya hecho sobre la imagen viva de Jesús de Nazaret y a propósito de las poderosas visiones que asaltan los abiertos sentidos del adolescente: “Es cierto que Jesús lo mira, blanco y con trenzas oscuras, pero no le habla”.<br />En mi criterio personal, la tragedia espiritual de Rimbaud radicó en que le tocó vivir en un inútil tiempo burgués carente de solidaridad, donde la palabra perdió su antiguo valor de portadora de sentido, confianza y calor gregario. Él pretendió reencontrar ese original significado social del lenguaje y la existencia remontándose a un Oriente místico -la pureza presentida en “las razas antiguas”, en “el brahmán que le enseñó los proverbios”, en “la franqueza primera” -, o allí donde agónicamente se sitúan las más auténticas y legítimas razones históricas y culturales de la experiencia cristiana: la piedad, la gracia, la bondad.<br />Tal vez hoy, como nunca, debe encontrarse entre nosotros la posibilidad de comprender el significado lógico y moral de una teleología nacional, indisolublemente ligada, como la comprendieron en su momento los maestros origenistas, con los temas martianos del mejoramiento humano, el valor real de la virtud y la perfección futura de un lenguaje capaz de explicar lo que somos en términos de significados, razón e identidad. En ese sentido, Rimbaud puede continuar siendo para nosotros el más alto de los poetas, porque fue quien con más vigorosa pasión desgarró el velo ilusorio del arte para mostrarnos, detrás de él, su razón vital. A lo mejor tendremos que acudir a la realización política de un nuevo, y todavía más revolucionario, contexto histórico para arribar a la tierra prometida del hombre y la palabra.<br />Para concluir, una última oración del poeta Cintio Vitier, escrita en la Cuba de 1954 y a modo de pregunta, la cual, creo, expresa con manifestada entereza una de las principales preocupaciones de su pensamiento y de su espíritu sobre la vida, la poesía y el destino histórico y moral de Rimbaud: “¿Existirá una praxis última de la poesía donde el hecho es imagen y el progreso científico–económico suficiente hermosura?”<br />O sea, ¿pueden ser realmente compatibles, hablando desde un punto de vista estrictamente histórico, el progreso socioeconómico con el trágico Ideal de lo bello y lo bueno? Y, ¿será alguna vez posible fundar, en términos sociales, desde las perspectivas de la creación y la poesía? En esto último pienso que radica la apuesta milenaria de la cultura y el humanismo.<br />Rimbaud, te seguiremos buscando, con el espíritu de los pobres y en los blanquísimos acantilados de la mañana.Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3776678872589988142.post-27706957640544831852009-04-27T11:12:00.001-07:002009-04-27T19:57:33.316-07:00El bosque heladoEntre los grandes compendios de literatura y tradiciones folclóricas de los pueblos de Occidente, existe un libro, acaso único, publicado en Alemania hacia la primera mitad del siglo XIX por dos filólogos y germanófilos: Cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Destacándose, entre sus transcripciones literarias, narraciones como <a title="Hänsel y Gretel" href="http://es.wikipedia.org/wiki/H%C3%A4nsel_y_Gretel">Hänsel y Gretel</a>, La cenicienta, Juan sin miedo…<br />El sostenido proyecto histórico, experimentado por las sociedades que integran Occidente, ha permitido establecer una relación de distanciamiento, principalmente exegética, respecto a los antiguos valores aportados por el folclore y la tradición en general. El papel, en particular, realizado por los artistas e intelectuales europeos con relación a los vínculos siempre concomitantes de la creación y la tradición cultural, más la función pedagógica e investigativa ejercida por las universidades modernas, ha tendido progresivamente a reorganizar y resignificar socio culturalmente el antiguo material mitológico que conformaba el arcano pensamiento “prelógico”.<br />Lo curioso de estas leyendas es que son “mitos sin religión”, que se presentan ante el lector moderno como puras narraciones fantásticas. Obviamente, cuando leemos historias, como La cenicienta y La bella durmiente del bosque, no encontramos en ellas ninguna mención de peso que las implique con un orden estricto de pensamiento religioso, ya sea pagano o cristiano. Se trata simplemente de historias de hadas, tal como prefirieron nombrarlas los hermanos Grimm. Las hadas de los bosques alemanes son las herederas de las sílfides, ninfas y ondinas, que giraban en torno al viejo panteón de los dioses nórdicos, pero entremezcladas con otras tradiciones (celtas, griegas, latinas, eslavas, mediterráneas), en ocasiones, más antiguas, en otras, mucho más recientes.<br />Los personajes de las leyendas de los Grimm no se encuentran insertos en una red filogenética, construida mediante la relación parental que enlazaría a la mayoría de los personajes mitológicos para que integren una específica teogonía. Son sólo “viejos cuentos de invierno”, que apartan, por un breve espacio de tiempo a los oyentes, de sus labores cotidianas. Pudieron quizás ser, en su origen más lejano, un desprendimiento de una arcana teogonía de la que sólo hoy nos quedan, dispersas entre la ceniza, unas cuantas brasas, crepitantes residuos de un gran fuego que, en una edad muy remota, abrazó la imaginación de los hombres.<br />La función ejercida sobre estas historias fabulosas por la sociedad y la cultura cristianas, fue la de pretender resignificar el sentido y la finalidad anecdótica de las mismas, condicionando para eso una interpretación muchas veces moral. La censura del siglo XIX se cebó en la obra de los Grimm, eliminando de los cuentos las implicaciones sexuales demasiado explícitas; limando lo excesivamente cruel o grotesco de algunos pasajes o desenlaces. Los Grimm se defendieron, frente a estas acusaciones, alegando que su obra no era para niños; ellos estrictamente habían realizado la compilación literaria de un gran imaginario popular.<br />La bella durmiente del bosque, es una de las leyendas que parecen guardar mejor su otrora procedente religioso. Hay en ella, lo que podríamos llamar, la idea cristalizada de un contenido fundamental: el tema de la virginidad y la pureza, situado lejos del impacto del tiempo, para convertirse en arconte de una realidad intocada; en sello inmaculado. Los cien años asignados a una virgen dormida en lo más profundo del bosque, sugieren un conocimiento vedado al común de los mortales, y solamente rememorado por una mágica tradición.<br />El núcleo de esas narraciones extraordinarias configura la fibra puramente imaginativa, el subconsciente maravilloso donde habita, en el oscuro “ground” de la casa encantada, el horrible gnomo. Pero, ¿son acaso, hijas de la fiebre y el delirio del hombre germano dormido en su sueño prehistórico? ¿La consecuencia de un antiguo sueño racial? ¿Un sueño secular (como el de la virgen del cuento) del que sólo podemos encontrar las huellas “arqueológicas” en la gran compilación efectuada hace casi dos siglos por los hermanos Grimm?<br />Hay un momento, en el complejo devenir de la especie humana, en que el hombre, en vías de confirmar su identidad, se volvió sobre su pasado intentando desentrañar su más lejano origen. Al no recibir respuesta, pues las brumas que cubrían los tiempos inmemoriales de su nacimiento se resistían a revelar un contenido real e histórico, el hombre entonces mitificó su origen, llenándolo de leyendas, ya que la condición humana no sólo posee una dimensión histórica, sociopolítica, sino además antropológica, racial, incluso filogenética. El oficio de los poetas, en las largas noches junto al fuego -oficio que Platón, en su “República”, juzgaba altamente pernicioso- alimentó así la imaginación secular de la especie.<br />El arcano sueño filogenético se funda en la grandeza de los padres, preámbulo a una heredad y las tareas que ha de realizar el hijo sobre la tierra. En los mitos y leyendas estas relaciones -padres, hijos, hermanos- aparecen siempre cristalizadas, ajenas completamente al fuego gregario y sociohistórico, como conceptos congelados, patrimonio exclusivo de una raza, de una pulsión biológica; fundamentos prehistóricos del hombre, quien, sometido al impasse del sueño, indaga, mediante la imaginación poética, en la pureza de las imágenes perdidas de su obscuro origen: la princesa y el príncipe encantados de la fiebre y el delirio.<br />Como apuntábamos, las narraciones de los Grimm fungen como una especie de testimonio mitológico de un antiguo y poderoso orden cultural (¿religioso?) del que sólo nos quedan ruinas psicológicas, trasmutadas en inofensivas y hermosas leyendas infantiles. Lo que apreciaron muy bien los trágicos griegos, fue que todo mito -si partimos de su fundamento psicológico- se incuba en el entresijo de la familia humana, en la problemática que ésta encierra, primero, como orden natural y, segundo, como estructura social. Y esto último lo supo relacionar el profesor Sigmund Freud con su teoría general del hombre y la cultura.<br />La misión que persiguiera el creador del psicoanálisis fue la de recapturar el mito, otorgándole un sentido y una función, para el individuo inserto en una sociedad moderna. Para Freud, el mito presuponía la existencia de un contenido que, felizmente desentrañado, podía arrojar nuevas luces acerca de la estructura psicológica de los seres humanos. Desde este punto de vista, el mito volvía a ser rehabilitado en tiempos de la Modernidad, mientras que el psicoanálisis cumplía una labor hermenéutica: ser un método lógico interpretativo.<br />Casi podríamos decir que, con Freud, asistimos a la contemporánea rehabilitación de la poética del mundo y, en particular, a una restauración sociocultural del poeta como agente generador de leyendas, y propalador de mitos. Ciertamente, desde los lejanos tiempos en que Platón desterró a los poetas de su República ideal, no había tenido la poesía mayor justificación ni tampoco el mito mejor expositor.<br />La poética del mundo conduce a la aprehensión de su esencia, del mismo modo que la palabra mito, llevada a su acepción más radical, lo que indica es “palabra verdadera”. El poeta surrealista André Breton, para quien las historias de hadas de los Grimm tuvieron el valor consultor de una Biblia, escribió con énfasis sobre la necesidad de devolver a la imaginación creadora, mitológica, la plenitud de sus derechos… frente a la crisis moderna padecida por la Razón.<br />Tal vez sería necesario situarse en el seno de los problemas iniciales que dieron lugar al viejo debate sociocultural entre Mito y Razón, poesía o ciencia, pulsión biológica e historia, para intentar dilucidar un enigma que atenaza a la cultura y sociedades contemporáneas. Freud, fiel a la tragedia clásica, situó el origen del mito en las vigorosas relaciones de amor, lucha y dominación que engendra, desde su origen, la familia humana. Es en ese mismo retablo -sociedad, cultura, sexualidad- donde los estudios del antropólogo norteamericano del siglo XIX, <a title="Lewis Henry Morgan" href="http://es.wikipedia.org/wiki/Lewis_Henry_Morgan">Lewis Henry Morgan</a>, devinieron en el indispensable preámbulo científico para la teoría del materialismo (dialéctico) histórico, elaborada por Marx y Engels. Es que hay un lugar, absolutamente inédito en el tiempo humano, en que la organización familiar produjo por igual al mito y a la historia; la primera división social del trabajo y la base de la estructura psicológica del individuo.<br />La experiencia histórica se configura como resultado del trabajo creador de cada individuo de la especie -conectado a una cadena socio reproductiva- y del reencuentro interactivo -político y cultural- establecido por medio del recíproco reconocimiento con el resto de los hombres. Por lo que el reencuentro del hijo con el padre debería producirse siempre como algo sostenido e histórico, de una manera diáfana e integradora…Pero no ocurre necesariamente así: sobre el suelo primitivo de la primera división del trabajo, que entraña por igual organización de la reproducción económica y sexual, aparece el poeta como el gran dislocado de las tareas productivas de la gens e inventor del mito, el cual sacude la fibra de la dolosa prevaricación del padre, entendido como principal ejecutor del poder en la primera organización sociocultural que conociera la historia.<br />De este modo, el hijo, que ha encarnado la figura original del poeta en esta obligada relación filogenética, mitifica su origen plagándolo de leyendas. Ya no será, según él, el hijo del padre prevaricador, sino el vástago del rey encantado de las profecías. En el mundo del subconsciente y en la develación de los sueños propuesta por Freud, el padre aparece bajo la figura de un rey simbólico; como una imagen sagrada. Y hay aquí algo que parece penetrar la esencia psicológica del cristianismo: Jesús, el Cristo, encarna su misión a partir de la condición más radical de su existencia: ser el hijo de Dios, rey de los cielos y la tierra.<br />Jesús representa, en la acepción vernácula de su historia, la condición de un hijo espurio a quien se le revela, mediante la inmersión en el agua lustral (el bautismo por San Juan) su origen principesco. Es el esperado príncipe que anuncian las profecías, que llega a traer la consumación de un reino milenario fundado en una legislación moral. La saga medieval del rey Arturo de Camelot evidencia que esta historia encantada constantemente se repite, bajo diversas formas, para pueblos y culturas. El rey Arturo espera, convertido en un cuervo -reza una leyenda- el momento en que deberá volver a reinar en Inglaterra. El tema del hijo espurio tiene su gran antecedente bíblico en la historia del niño hebreo Moisés, adoptado por la familia faraónica. Y, curiosamente, la narración de La cenicienta contiene también elementos de la vieja historia encantada, la hija espuria y maltratada devenida, gracias al oficio de un hada, en bellísima princesa.<br />Resulta llamativo que, en las leyendas de los Grimm, no es nunca el hijo primogénito el predestinado a la gran misión, sino el más joven -que ha quedado despojado socialmente de los vínculos consanguíneos- quien es siempre el más listo. O sea, no es para estos germanistas el hijo mayor, como heredero legal y secular del padre, a quien le está reservado la gran heredad. Es que hay mucho de juego, divertimento, juicio suspicaz y, sobre todo, de visión democrática de los personajes y hechos, en esta maravillosa compilación de cuentos alemanes.<br />La rotura con los vínculos estrictamente filogenéticos supone una apertura universal de la existencia dirigida al contenido esencialmente gregario de la familia, entendida ahora como familia humana; como humanidad. Por amor a las leyes universales, el hijo pierde sus ligamentos genéticos que lo constreñían a una estricta relación individual con una familia para entregarse a las implicaciones globales, socio–históricas, de su razón de ser, en las que busca consumar su propia ley; realizar su condición de hijo universal; ciudadano por derecho propio de una sociedad política y de un privilegiado orden democrático cultural.<br />El origen del individuo se encuentra localizado en la historia; el a priori donde se cumplen las complejas leyes del desarrollo. Es en la historia, además, donde se desvanece todo sueño racial, cualquier pretendida pureza y el hombre se hace así hombre entre los hombres, devenido en el fruto dialéctico y deseado de su propia condición.<br />Freud, pensaba que había una filogénesis individual y otra colectiva, que los traumas y las crisis experimentados por el individuo tienen su inmediato correlato en la historia, en la que se expresan, de una forma más general, esos mismos procesos, con relación a los cuales el individuo es como una caja de resonancias.<br />Las lesiones que los procesos traumáticos ocasionan al consciente del sujeto tienen la tendencia de emborronar, en él, la memoria, creando fallas de omisión en el pensamiento. Mas el subconsciente existe. En él habitan contenidos no revelados de la historia personal del individuo y de la humanidad, aunque esto no debería conducirnos a su mitificación. Por el contrario, el subconsciente es como el taller de trabajo de “Maese Geppeto” (me refiero a la conocida obra del siglo XIX, Pinocho, del italiano Carlo Collodi) “franco, fiel, abierto, bien iluminado”. El subconsciente es como ese lugar de trabajo donde se produce la personalidad psicológica del individuo, por tanto, si pudiéramos tomar conciencia de cuánto de realidad habita en el llamado subconsciente, operaríamos, sin duda, a un nivel superior de la vida. El subconsciente no es simplemente un almacén donde se guardan enigmas, porque allí nada es falso. Ese “taller” es la fábrica que rige el constante proceso de creación que nos liga a la vida en su acepción más plena, a la solidez de sus procesos materiales. Una develación radical del subconsciente, como máxima postulación psicológica, nos libraría definitivamente de las pesadillas que padece el consciente.<br />Los cuentos de los hermanos Grimm aluden, bajo la forma ambigua de metáforas y alegorías, a verdades muy profundas de la existencia, a relaciones insospechadas de la cultura. Son por eso mágicos dones del inconsciente colectivo y atributos universales de la personalidad humana.<br />La leyenda de <a title="Hänsel y Gretel" href="http://es.wikipedia.org/wiki/H%C3%A4nsel_y_Gretel">Hänsel y Gretel</a> (la pareja de hermanitos que se extravía en el bosque umbrío, donde encuentran una casita hecha de golosinas y quedan a merced de una bruja que los quiere gordos para su cena) nos puede ayudar a explicar una concreta relación de nuestra psicología con el “misterioso” subconsciente: si el principio del placer guía nuestros pasos y nos extraviamos insensatos una noche en el bosque tenebroso, donde proliferan las mil y una pesadillas de nuestra menesterosa estructura psicológica, deberíamos entonces preguntarnos con serenidad, qué significado tienen en sí las prohibiciones, sobre todo, cuando se nos aparecen como manifestaciones de una herencia colectiva, hecha de miedo y mitificaciones. O, qué es lo que básicamente hemos transgredido y hasta qué punto está en juego, o no, nuestra libertad individual al aceptar los límites que a nuestra psicología impone la tradición secular.<br />Por eso es que, al mundo mítico de <a title="Hänsel y Gretel" href="http://es.wikipedia.org/wiki/H%C3%A4nsel_y_Gretel">Hänsel y Gretel</a>, lo he denominado “el bosque helado”, porque es allí, tristemente, si pretendemos de manera absurda que posea consistencia, donde nunca nada se realiza, salvo los oscuros sueños y las obsesiones más falsas del pensamiento, que cree caminar por él en pos de una añorada y legendaria quimera. Pero también allí, para nosotros los adultos, es donde el texto nos invita a una honda reflexión sobre el papel de los mitos en la cultura, mientras nos sentimos colmados al distraernos leyendo páginas de tanta capacidad de belleza. Aunque no sé hasta qué punto, vagabundeando por esos lejanos y hermosísimos bosques de la infancia y la adolescencia, sólo quisiéramos ver salvada la verdad más íntima -“el verso más puro”- las heladas flores de la melancolía y el más antiguo sueño gregario y universal de nuestra especie.Julio Pino Miyarhttp://www.blogger.com/profile/18260904057930640622noreply@blogger.com0