Monday, February 28, 2011

En busca de la filosofía perdida


(Publicado en la revista Destiempos, enero del 011) wwwdestiempos.com

(…) abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado una porción de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del dulce, tocó mi paladar un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé entonces de sentirme mediocre, contingente y mortal...”

(El sabor de una magdalena en una taza de té)

Marcel Proust

Uno

La novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust fue un acto supremo de la evocación y la reminiscencia, las cuales postulaban la capacidad genesíaca de un creador enteramente entregado a un arduo y fascinante proceso de reconstrucción del pasado. Las asociaciones mentales desatadas por el sabor de la magdalena, sumergida por el artista en una taza de té, trajeron consigo un alud de remembranzas, y lo que fue durante toda una vida sepultado tenazmente en el olvido, retornaba como un viento fresco y triunfal a la memoria; las cosas volvían a adquirir sentido y la propia vida era comprendida en su unidad, asumida desde sus más intensos significados. Los placenteros y lejanos días de Combray, sus viejas calles, sus hermosas iglesias, la rancia aristocracia de Guermantes, ese universo en fin, narrado por Proust de un modo tan sentimental, acaso tan chic, y en ocasiones grandilocuente, reaparecía en el mismo sitio donde hubo una antigua y dolorosa fractura. El inmenso tejido de una de las novelas más largas de la literatura de Occidente se hipostasiaba sobre la huella que había dejado la ausencia y, desde ella, reconstruía la existencia hasta ese momento obliterada del artista.

En una célebre carta al filósofo Federico Schelling, su joven compatriota, el también filósofo alemán Federico Hegel, afirmaba, “precisamos de una nueva mitología”. Existe una sensibilidad muy especial que explora más allá de los límites de la razón y presupone la existencia del mito, su verdadero sentido en la historia de la cultura. Proust es uno de los mejores ejemplos de esto que estoy diciendo. El gran autor francés tocó un punto neurálgico cuando hizo del acto de la reminiscencia la pieza clave, no sólo de su literatura, sino de su relación personal con la cultura, entre tanto, elaboraba un método de construcción literaria basado en la psicología del escritor. El viejo tema de la redención humana, como el recurrente asunto proustiano del autor que busca a través de sus palabras el sentido de una vida perdida, remiten por igual a una problemática que la época ha reubicado con desdén en el terreno del mito. Tal vez por eso, no sólo sea importante decir que los vínculos entre literatura y filosofía no están rotos, y que debemos sumergirnos en esa relación intentando demostrar lo mucho que le debe la filosofía a la sensibilidad, porque además es significativo manifestar la necesidad que tiene la filosofía de ver reactivada su misión en el seno de la comunidad humana. Mito y razón, literatura y filosofía, deberían confluir juntas hacia un espacio interdisciplinario que hiciera posible disolver “las oposiciones solidificadas.” La filosofía podría ser así el resultado coherente de la abstracción intelectual y la sensibilidad, ya que como el arte está llamada a operar a través de la sensibilidad extrema, y, como la ciencia, mediante la gestación laboriosa de conceptos. Por lo anterior, vale reiterar la pregunta, aunque sin pretender una respuesta, ¿qué es filosofía?

La memoria supone el recuerdo abstraído del mundo, y el orden del mundo podría surgir como resultado del devenir de la conciencia que recuerda. No existiría ninguna posibilidad sistémica de inteligencia y elaboración de la cultura, si los seres humanos careciéramos de la capacidad de la rememoración. La memoria comprende el ordenamiento sucesivo de los días, que es el orden cíclico de la naturaleza que se repite regresando a sí misma desde el pasado. Porque lo que la conciencia y el mundo expresan de consuno, es ese de cursar perennemente inconcluso, ese llegar para después volver, ese proceso inacabable, que como las mareas invariablemente recomienza y como el mar retorna a sí aunque sin revelarnos jamás su origen.

Platón nos dejó escrito hace milenios que conocer era recordar, pues para conocer algo había que referirlo, ineludiblemente, a su concepto. Si la percepción de una cosa implica la preexistencia de su idea, todo hallazgo se funda en un reconocimiento, y toda cita, (J.L. Borges) es la mítica antesala de un encuentro casual. Siglos después, inscrito a esa línea de pensamiento,Emmanuel Kant trató de demostrar que existe un preámbulo universal y necesario al conocimiento, que se presenta en nosotros bajo una forma pura de sensibilidad. “El conocimiento sólo puede ser explicado por las condiciones que le preceden”, argumentó, aproximadamente, el filósofo de Konigsberg. Entendida de esta manera, la objetividad se convierte en la precondición de la conciencia que conoce y en el resultado inseparable de esa relación gnoseológica. Hay un sostén lógico del conocimiento que nos permite conocer desde un punto de vista humano y, porextensión, hay un fundamento subjetivo de la cultura que admite los aportes que el pensador hiciera a la historia de la filosofía: “La cultura, (sólo es), afirmó, la obra metódica de la humanidad”.

Pero Kant terminó elaborando una interpretación dualista del universo su – “Analítica trascendental”– debido a que, por un lado describía en detalle el proceso por el cual la conciencia construía los objetos del conocimiento, y, por el otro, separó esos objetos del pensamiento en un gesto pertinaz de extrañeza. A pesar de su extraordinario rigor teórico, debió haber algo inconsecuente en el pensador alemán, quien primero supuso la autonomía de la idea frente al mundo objetivo, y luego, aspiró a ordenar ese mundo según los dictados de la idea y el concepto. Ya que una conciencia situada al margen de las cosas, alzada sobre el pedestal de launiversalización impositiva de sus presupuestos teóricos, no puede resolver los graves problemas que nos presenta un universo que ha quedado dramáticamente escindido. Si persistiéramos en la vieja concepción que la Modernidad filosófica heredó de Kant, todo cuanto el hombre percibe, lo percibiría como radicalmente diferente a sí, colocado en un sitio que amenazaría con volverse infranqueable. Solamente sería practicable la empresa kantiana del conocimiento de lo real, para dejarlo convenientemente organizado según las leyes de la conciencia, si ese conocimiento nos perteneciera de un modo fundamental, y si, abandonando cualquier postura trascendental, partiéramos de la certeza que ese conocimiento es del todo inmanente a nuestra existencia, en la justa medida, en que la conciencia fuese porción constituyente de la naturaleza del mundo. Singularmente esa realidad la describió Hegel.

Theodor Adorno, catedrático en Frankfurt, contó que Hegel le confesó a Eckermann, el amigo y discípulo inmediato más importante del gran poeta alemán Johann Goethe que “la dialéctica era el espíritu organizado de la contradicción.” Si la dialéctica aspirara a ser consecuente con sus propios enunciados, no sólo tendría que someter al juicio de la contradicción el orden del mundo, sino ponerse en contradicción consigo misma. Puesto que el orden escindido de los objetos que pueblan el universo es también un momento de la ley de la contradicción. Y arrinconado en su extrañeza, el artista intuye una peculiar visión, donde lo otro inalcanzable se le muestra como lo esencialmente suyo, como aquello que nunca debió separarse de sí, y comprende entonces que sólo la poesía puede superar esa “alteridad radical” que infesta las relaciones humanas y alcanza la disposición indiferente de las cosas: objetivar al concepto, cargar de subjetividad al objeto, volver vivas la relaciones inertes y dinamitar las estructuras, kantianamente, osificadas del mundo, se convierte en la ingente tarea de quien, llegando a entrever la astucia inusitada de la razón, concibe la dialéctica como un reordenamiento estelar cuyo método, su sensibilidad privilegiada de artista vislumbrara.

Con otras palabras decíamos, que el hombre y el mundo componen una misma realidad, y que el creador era quien único podía hacer regresar esa unidad primigenia de los médanos del olvido. Conocimiento de las cosas y naturaleza de la existencia se encuentran indisolublemente ligados, porque lo que aspiro a conocer de mí es lo que de mí hay en el mundo, lo que del mundo hay en mí. Y si es verdad que el universo está contenido en la conciencia, además es cierto que la conciencia se encuentra contenida en la naturaleza del universo. Lo que para Proust representó su gran búsqueda literaria del tiempo perdido devino, en la práctica, en indagación por una identidad obliterada, olvidada. Pero esa gran exploración emprendida no estaba limitada a una naturaleza ni a una individualidad en particular, ya que lo que se pretendía eran el tiempo y la naturaleza más universales.

José Ortega y Gasset escribió que “Hegel era un Kant que se había encontrado a sí mismo”. Según el escritor español, en Hegel se realizaba, convincentemente, esa difícil palabra alemana eninnerung, que se traduce torpemente como rememoración. Por medio de ella, la conciencia llega a la total transparencia de sí, haciendo inteligible su naturaleza. Cuando Proust dejara esclarecido ante sus lectores que su arte se fundaba en la voluntad de la reminiscencia, y tras el acto de la eninnerung vendría la convicción definitiva de su vida, el hondo significado de lo que él era ante sí y ante los suyos, estaba trazando sobre bases nuevas la difícil palabra, completamente implicada a su insobornable vocación de escritor, que concluía por legitimar su vida e identificaba su obra con su existencia.

Federico Nietzsche dejó escrito que “el artista era el hombre que danza encadenado”, ya que justamente allí, donde el mundo causal impone su ley inexorable, el artista decide resarcir su existencia desde el programa que ha delineado su voluntad. Explicar la ciencia y la filosofía desde la óptica del arte, y entregarle al arte la sustancia de la vida, establece esa secuencia inteligible, intuida alguna vez por Nietzsche, que hace de la vida el testimonio último y, acaso, el más trascendental y esperanzador. El verdadero valor de la filosofía sólo cobra sentido para el creador, sobre todo si repetimos para nuestro fuero interno esta hermosa frase de Ortega, hacer filosofía significa “salir a cazar el unicornio.” Sólo puede estar ausente lo que alguna vez estuvo; lo que expone sobre la arena el dibujo escurridizo de su figura. ¿Qué fractura en lo real representa su huella fabulosa? O, ¿cuál es esa nota esencial que debió acompañarnos siempre y ya no está con nosotros?

La filosofía tiene la responsabilidad de encontrar esa nota perdida, desde la cual se aproximaría un poco más a su inagotable objeto. Esa nota extraviada y única es el ser, que surge en la historia del pensamiento como un universal intuido, y que podría unificar el Saber al remitirlo siempre a sí mismo. La experiencia de la filosofía contiene el carácter intransferiblemente especulativo y hondamente dubitativo de la condición humana, y es sobre esos temas que se proyecta la presencia de un pensar que comienza por pensarse a sí mismo, y en su gestión localiza una raíz universal: el ser como lo realmente indubitable; entendido como naturaleza y entendido en su relación crítica con la naturaleza, aunque sobre todo aprehendido en su acepción cardinalmente dialógica y eminentemente social.

No obstante, la pretensión del racionalismo siempre ha sido atribuirle el principio de identidad al ser, pero el hombre, abandonado a la incertidumbre del tiempo y arrojado como un objeto al trasiego indiscriminado, no puede reconocer su propia identidad si no como algo distinto a sí, constantemente pospuesto por el discurso de los días. El ser es así el gran ausente de la filosofía; la breve huella sobre la arena que se descubre cuando se han recorrido largamente las planicies indiferenciadas del desierto para asistir a la oquedad vacía de sí mismo; a la ausencia de suelo donde no es posible más testimonio que la soledad. La soledad que corre a cuenta de los otros, y la terrible soledad del ser reflejada en su ausencia. El ser, asumido como el otro que está a nuestro lado, en quien persiste la problemática esencia de lo que somos y quien, paradójicamente, se ha convertido en lo otro inhóspito e inalcanzable.

Si la Antigua Grecia significó para Hegel “el momento luminoso de la historia”, es porque la filosofía tuvo allí ocasión de realizar su más alta misión en el seno de una Ciudad–Estado que agrupaba a hombres emancipados. La carencia moderna de una comunidad de hombres libres –donde se verifique, de hombre a hombre, el diálogo filosófico– incapacita de raíz a la filosofía. Por eso el menester del hombre que practica la filosofía, es transitar de lo otro a sí mismo y de ahí a su misión personal y a la desdicha. Como Proust, el artista se encuentra llamado a integrar los fragmentos dispersos de su vida, para desde ellos acceder a su verdad –la cual no puede ser otra que la de su obra (Hegel) – y, además, como Proust, el artista comprende que el mito es el lado postergado de su condición, la vehemente rememoración que un día refulgió sobre la arena: el unicornio invicto de la pureza, la sensibilidad y la inteligencia.

Dos

Platón en la páginas finales de La República, se refiere a la llegada de las almas “a las llanuras del olvido”, “en medio de un calor terrible y sofocante, porque en aquella extensión no se veía ningún árbol, ni nada de lo que la tierra produce (…)”. En la vida ha aparecido un interregno baldío de interdicción, el cual no sólo opera por prohibición, sino por la más extremada tergiversación de todo cuanto el hombre es, de todo cuanto el hombre dice. ¿Cuál es el origen de esa malformación que conmueve de raíz a la cultura y se asienta en la vida adulterando sus valores más elementales? ¿Hasta qué punto los problemas que presenta el conocimiento comprometen el significado de nuestra existencia? ¿Autocomprensión existencial y develación a la par del significado omitido del mundo? Mientras el acto de la eninnerung, ¿no es aquella volición hacia sí, por medio de la cual la conciencia intenta recuperar su ser, es decir, su identidad extraviada, soslayada?

Escribir es exteriorizar la reflexión, es estar dispuesto a someterla a juicio. Si bien es cierto que no puedo negar que pienso, cuando me estoy pensando estoy establecimiento una falsa división en el en sí de mi conciencia: entre aquello que soy y aquello sobre lo cual pienso. Ya que pensar es siempre pensar en algo, al descubrir el primado del sujeto descubro también la instancia inmediatamente correlativa del objeto. Después intento racionalizar a ese otro que ha aparecido en mi mente a través de categorías y lo refiero al concepto, y la relación objeto–sujeto se vuelve así, en mi interior, drástica oposición, desgarramiento; entre tanto, el otro que hay en mí se abstiene de la vida mediante el concepto, y esa profunda incisión la traslado al mundo e ilusoriamente considero que es real. Obrar resulta entonces oponerse a una realidad que se muestra como distante y ajena. Desde un punto de vista kantiano, la objetividad puede ser entendida como algo rigurosamente conceptual e, incluso, como un modo laxo de idealidad. Mas, lo que sucede es que la realidad se ha visto recluida en el interior de la mente, mientras el afuera se ha convertido en una hipótesis.

Pensando en cosas como estas, y en las que, singularmente, se afirma también la vida, Ortega escribió que “donde no hay problemas no hay angustia, pero donde no hay angustia no hay vida humana”. Para el hombre de la primera Modernidad cartesiana, ser será, invariablemente, pensarse, pues todos los términos se excluyen –lo excluyen– y el primado del pensar resulta en síntesis, un apartamiento, la más letárgica exclusión de la vida en el adentro.

En cambio, Hegel, como los antiguos griegos, propuso la identidad del ser y la conciencia. Este pensador alemán quiso hacer coincidir el orden de la naturaleza con la razón, sin embargo, la razón se vuelve impotente para explicar esa unidad. Pues si bien es cierto que hay una unidad que engloba razón y naturaleza, dicha unidad no refleja la simple identidad del concepto consigo mismo –eso sería tautología– sino con lo otro distinto aparecido en el horizonte del devenir. Y ese otro surgido en la complejidad del tiempo, ¿qué es? La vida misma. La vida que constantemente desborda todos los límites y no necesita del proceso puro de la intelección para originarse. ¿Es suficiente entonces pensarse a sí mismo para llegar a la compresión de nuestro ser y de nuestro destino? Contradictoriamente pudiéramos volver a preguntar y a responder: ¿Dónde está mí ser? Oculto bajo la costra de mi reflexión. Pienso y me averiguo constantemente a mí mismo, no obstante sé que puedo cometer error. Singularmente, Hegel se percató de este peligro cuando lo advirtió en una frase que reza aproximadamente así: “La muerte eterna que amenaza (a ciertos espíritus), cuando la naturaleza no es lo suficientemente fuerte para proyectarlos hacia la vida”.

En un conocido estudio sobre Hegel, Adorno razonó que toda identificación del ser con la conciencia se convierte a la larga en una tesis idealista, ya que desemboca, invariablemente, en el primado del pensamiento. Cuando el ser es entendido como algo idéntico a la conciencia, corre el riesgo de verse sujeto a las categorías y determinaciones que la conciencia le impone. Pero aún si fuese cierto que esa identidad entraña una determinación idealista del ser que lo aleja del mundo y lo priva de su libertad, la verdadera conjunción del ser y la conciencia –su posible albedrio y patente mundanidad– se resuelve en la coincidencia de ambos términos con la vida y la naturaleza. Abundando sobre esto, Hegel afirmó: “El concepto tiene su propia determinación, sin embargo, su concepción es la ley del acontecimiento mismo (…)”.

Si el concepto alcanza su determinación en la conciencia, es porque el concepto lo que ha hecho es expresar la naturaleza de ese acontecimiento, y esa relación es una síntesis viviente, la cual nos conduce a coexistir en el seno de la contradicción; la naturaleza se interioriza logrando su ser en el concepto; y el ser se exterioriza hallando su esencia en la actividad de la naturaleza. Mas, lo que ha emergido es la apropiación del concepto de naturaleza, desplazándose del en sí autónomo de la conciencia, al principio de identidad entre ser, conciencia y realidad. La síntesis deseada por Hegel –entre subjetividad y sustantividad– no tiene porque verse recluida al ámbito interior de la conciencia, puesto que el “adentro” de la reflexión, y el “afuera” de la naturaleza, son sólo categorías impuestas por la abstracción, debido a que conciencia y naturaleza participan de una misma e indivisible esencia.

Luego, ¿tiene o no sentido proseguir en ese esfuerzo de repensar el pasado, partiendo del supuesto que en él habita una identidad extraviada que la conciencia trae a sí como emergiendo de las tinieblas de la más lejana ausencia a la más activa presencia, y de la indagación abstracta a la actualización del pensamiento, que decide ponerse a observar la vida para conocer las condiciones inmediatas de la existencia? ¿No es, acaso, legítimo e insustituible ese tránsito que algunos llaman filosofar y es incesante exploración sobre el ser y la existencia? Entonces, ¿para qué negarlo? Esa razón que hemos adjudicado a Proust –y en realidad es tan correlativa a Hegel– de búsqueda de un tiempo y una naturaleza perdidas, que se rehacen bajo la forma indivisible de una historia que nos puede llegar a trasmitir su concepto. Una historia en la que subyace un proceso lleno de contradicciones que, investigándola, permitiría encontrar la estructura obliterada del ser, abstraído de sí, para reubicarlo como respuesta en el contexto vital que le diera origen.

Aunque, ¿cuál sería ese origen? Esa es la pregunta que se hace el hombre buscando sumergirse en el sí de su auténtica naturaleza; asumiendo la experiencia del trabajo como esa actividad fundamental que no sólo le permitiría recobrar, sino llegar a explicar su esencia, reabriendo dicha experiencia para la investigación existencial y la filosofía del ser.

Tres

A fines del siglo XVIII, Hegel observó, no sin acrimonia, que su patria, Alemania, no acababa de unificarse en un estado, entre tanto Francia se entregaba, en esos mismos instantes“a la más intensa experimentación política”. Para el privilegiado estudioso de su tiempo que era Hegel, la Revolución Francesa con la construcción del ciudadano burgués, encarnaba el principio del retorno al en sí de la conciencia histórica de Europa y la realización allí de la ideología política de La Ilustración: la igualdad jurídica ante el estado, la libertad dentro de los límites del derecho privado, y el sufragio universal como la forma de legitimar el gobierno. Mas, la nueva sociedad civil, emergida sobre las ruinas del antiguo orden monárquico y feudal, nacía desgarrada por las antinomias de opulencia y miseria, y la abstracta oposición entre el Capital y el Trabajo; mientras, el ímpetu de la nueva sociedad industrial destruía las formas naturales de la vida, progresando siempre, y en cualquier parte, por medio de la homogenización y la desculturalización.

Hegel afirmaba, que la clásica oposición entre el objeto y el sujeto son formas que adopta el sujeto consigo mismo, pues ambos conceptos se relacionan entre sí como determinaciones psicológicas de supeditación y dominación; autoridad y servidumbre, y lo que hay de antinómico en esas categorías del pensamiento, se traslada a lo fundamental antinómico de la vida y la sociedad. Pero si para Hegel ser y conciencia eran concepciones idénticas, aunque resueltas en un plano abstracto, para el hombre de la segunda Modernidad, la Modernidad Crítica, post hegeliana, que dejaran inaugurada Ludwig Feuerbach y Carlos Marx, ser será siempre existir en las unidades dialécticas de razón y naturaleza, orden causal y significado, libertad y necesidad. Y es ahí donde a la milenaria indagación acerca de un ser eminentemente conceptual, sucede la moderna reflexión sobre las condiciones reales de su existencia. Fue esa reflexión la que estuvo destinada a deconstruir el andamiaje ideológico de la burguesía, al establecer las limitaciones reales del “sueño ilustrado” y vindicar, vida, naturaleza y sociedad frente a los postuladosabstractos de la razón.

Moviéndose en torno a ideas similares, el pensador marxista francés de la segunda mitad del siglo XX, Luis Althusser escribió, haciendo uso de un tropo, que el encuentro entre Federico Hegel –la Filosofía– y Carlos Marx –la Crítica–, se había efectuado “en casa de Ludwig Feuerbach.” Lo que éste filósofo estaba infiriendo es que hay una “razón vital” que nutre por completo la raíz de dicha Crítica. Existe además un segundo deslinde del tropo althuseriano: esa cita con Hegel fue un diálogo amistoso. La filosofía marxista podría continuar siendo sin prejuicios la filosofía de Hegel, mas con una acotación esencial que la reconduce y, en cierto sentido, la rehace: “Nuestro amigo Feuerbach también tiene razón, situémonos a pensar desde el contexto de la vida y no salgamos jamás de ella”.

Entonces, ¿cuál fue la contribución de Marx a esa cita sancionada por la filosofía? Feuerbach nos propuso entender al hombre como naturaleza, reubicado en su paisaje vital y asumido desde el libre horizonte de la sensibilidad; Marx, por su parte, condujo esas afirmaciones a los ámbitos precisos en que podían ser explicadas: La socioeconomía y la historia; ambas disciplinas comprendidas como esa visión integral, no exenta de categorías, que reconstruía globalmente las relaciones del hombre con el tiempo y la naturaleza. No obstante, cuando laeconomía marxista ambiciona organizarse en sistema, teniendo como preámbulo la filosofía hegeliana, corre el serio peligro de olvidar lo pactado con Hegel: “No olvidar jamás a Feuerbach”. No olvidar a la vida, ni al hombre concreto, corpóreo, circunstancial, completamente inscrito en el cosmorama de la vida, y que no sólo es el verdadero objeto del conocimiento, sino el irrenunciable sujeto de cualquier proyecto libertario. Pues fue el horror al claustro hegeliano fue lo que motivó al joven Marx a aproximarse a Feuerbach desde el aireado horizonte de aquellos valores básicos.

Y arrojando luces sobre su propio pensamiento, e incluso sobre el modo en que éste sería recogido por Marx, el propio Feuerbach escribió lo siguiente: “El secreto de la filosofía es la antropología, pero el secreto de la filosofía especulativa es la teología.” Lo dicho aquí, si se desarrollara en toda su coherencia lógica, conllevaría no sólo a la clausura de la filosofía especulativa, la cual ha sido siempre “sierva” de la teología, sino, a la superación en sí de la filosofía por la antropología científica. Mas, cuando Feuerbach realizó su afirmación, lo hizo desde el lugar de la filosofía y como una aserción que la propia filosofía hacía. El sujeto de la filosofía no es el sujeto de la ciencia, porque aunque su “secreto” pudiera estar en la antropología, lo que puede hacer la filosofía con él es incomparablemente distinto a lo que haría en su lugar la ciencia. Ya que los problemas sobre los que aquella diserta son exclusivamente inherentes a su naturaleza. En filosofía no importa tanto el objeto en estudio, como el sujeto que estudia; el valor del análisis en sí, no lo analizado, debido a que es el sujeto quien despliega ahí la estrategia de su escritura y con ella, la estructura legitimada, o postergada, de su ser. Y es ese sujeto, y no otro, el que reclama para sí la reflexión filosófica.

El propio Althusser se acercó al núcleo de este dilema cuando aventuró en la misma dirección que Feuerbach que “el marxismo había fracasado como filosofía y triunfado como ciencia.” Pero si Marx hubiera convertido la historia y la socioeconomía en las ciencias generales del hombre, y, en vías de lograr una solución teórica, traspasado a esas disciplinas los problemas que, secularmente, venía abordando la filosofía, habría reabierto a un nivel superior el ideal humanista de Feuerbach. Aunque acaso, ¿no fue esencialmente así? Sin embargo, si bien afirmamos que el principio de la reflexión especulativa es el ser, ¿cuál es el desempeño del ser que se pretende suprimir con el proclamado fin de la filosofía?

La raíz del ser es su libertad, ese motivo substancial que el Marx de la juventud pudo advertir en la doctrina epicúrea, y en la corrección que “el gran iluminista griego”, hiciera a la teoría de la libre caída de los átomos de Demócrito de Abdera. La libertad es el ideal del ser, y el ser –esa increíble partícula verbal–es la única forma capaz de consolidarse frente a la permanente actividad del pensamiento y la naturaleza. El ser se sumerge en lo profundo que conduce a la vida buscando remedio a sus graves carencias, y, mediante su constante hacer, abre el cauce para que la vida se proyecte con intensidad, incluso donde la razón se había declarado impotente. Mas lo que creíamos era sólo posible como realidad interior –la libertad– resurge como trabajo en la conciencia exteriorizada de la reflexión. Pues la libertad representa un largo retorno a sí, pero ese sí, aunque subjetivo, pertenece al mundo. Ya que el ser no se subordina al orden subjetivo e intencional de la libertad (Kant), pero tampoco al programa abstracto y universal de la razón (Hegel), sino a la vida experimentada como fruición y tarea. Porque al final, no ha sido el ser, ha sido el mundo el que con él se ha renovado.

Ni Kant ni Hegel pensaron adecuadamente las relaciones del hombre con la naturaleza, redujeron a ésta a un conjunto de categorías abstractas, no pudiendo acceder al entendimiento de su esencia real siempre en constante actividad. La crítica de Marx a La Economía política del capitalismo, supone así una vindicación de la realidad frente a la abstracción, vindicación que retenía para sí un contenido filosófico universal. Lo curioso es que Marx escuchó como pocos la queja capital de la filosofía: la patente incapacidad para “cambiar la vida”. Lo curioso es, además, que la teoría en estado puro se vuelve enemiga de la vida verdadera, y que, como para Adorno, la verdad no significa una simple adecuación, sino la completa afinidad de la idea al mundo. Restaurar la vida y reparar las dañadas relaciones del pensamiento con lo real, era lo que el joven Marx llamaba, conceptualmente, hacer cumplir el programa de la filosofía, que es intrínsecamente la misma disposición que conduce al artista a formularle esta petición de principio al mundo: que sea verdadero.

Pero la filosofía hegeliana no estaría consumada hasta que no se tornara en Crítica de la sociedad burguesa y se viera así, convenientemente, instalada en lo real. Esa Crítica se sostenía significativamente en que en la sociedad civil “las relaciones naturales habían quedado suprimidas” convirtiéndose en entidades muertas al ser abstraídas de su propia esencia por las formaciones económicas que, específicamente, engendrara el capitalismo en su quizás inevitable tránsito histórico.

Cuatro

La economía bajo el capitalismo es un sistema objetual de relaciones que circunda completamente al ser, y de hecho lo convierte en un elemento más del sistema. Dicho sistema posee su origen en la existencia natural, por tanto, la lógica que gobierna primariamente a la economía es expresión del comportamiento y necesidades de la naturaleza. Hegel hablaba de la socioeconomía como de un segundo universo construido por el hombre desde el concepto, lo cual podría conducir a que fuese comprendida como manifestación de los problemas que exterioriza la condición humana y revela la estructura interna de su ser. Aunque la reflexión marxista sobre el trabajo es la que nos descubre toda la inmanencia de esa relación crítica con la naturaleza, pues los conceptos de cosificación y alienación dejan de ser en Marx entidades abstractas, para reaparecer como el resultado histórico de una profunda incisión acontecida en las instancias de la vida.

Para Hegel, la cosificación era una postulación abstracta de la conciencia que piensa al objeto como radicalmente separado de sí, que afecta a su vez la estructura del ser y lo escinde, arrojándolo a la lógica implacable del trasiego y el devenir. En Marx, la idea, previamente inmaterial de la cosificación, se ha naturalizado, haciéndose afín al mundo: el concepto de la cosificación se origina, en un sentido marxista, con la expropiación al obrero del producto de su trabajo, la conversión del trabajador en mercancía y el enmascaramiento del verdadero valor del producto por las leyes del mercado. Existe una ley de desproporcionalidad que rige globalmente la maquinaria del Trabajo abstracto bajo el capitalismo: el aumento progresivo de la producción, devalúa en progresión inversa la labor obrera. Pero la recomposición de la identidad original entre el producto y lo producido –la supresión de la falsa oposición entre Capital y Trabajo– señala hacia una reunificación de la conciencia escindida y la restitución de la unidad de conciencia y naturaleza. Por eso en Hegel, el fin de la alienación se consuma con la reapropiación del objeto por el sujeto; y en Marx, con la socialización de la riqueza creada.

El desarrollo dialéctico de la historia ha propiciado una configuración intensamente heterogénea de los acontecimientos, y, sobre todo, ha permitido despejar el concepto de una evolución histórica uniforme, conduciéndonos a valorar lo que Martin Heidegger llamara “el mito del progreso”. El progreso del mundo, si es real, se ha efectuado sobre la base de la abstracción sistemática de las formas naturales de la vida y la enorme concentración, en su lugar, del Capitalabstracto; entre tanto, el papel eminentemente dialógico de las relaciones humanas, en su sentido helenístico, ha desaparecido prácticamente por completo. A la muerte del hombre–público ha sucedido, en todas partes, la proliferación del hombre–mercado. Por lo que, los problemas que proyecta la filosofía crítica inciden sobre una realidad mundialmente alienada, desnaturalizada.

El comienzo del estudio de las razones de la deformación fundamental que padece la vida, pertenece prioritariamente a Marx. Llamativamente, los estrechos vínculos entre la conciencia y la naturaleza no han sido nunca eficazmente esclarecidos. La conciencia que comete error obliga a una relación errónea con el mundo, al relacionarse con una realidad que no ha sido adecuadamente pensada y al experimentar, en consecuencia, una existencia dramáticamente mediatizada. Las razones son primordialmente objetivas, no obstante, si no se resuelven también en el plano de la conciencia, no se resuelven. El problema capital de la filosofía se sitúa en esa necesidad de autocompresión verdadera de la propia naturaleza, lo cual conduciría no sólo al restablecimiento de la unidad perdida, sino a la plena autodeterminación del ser. Entonces, ¿qué es lo que ocurre que esa liberación no se produce ni en los predios de la conciencia ni de la socioeconomía?

Cuando Marx quiso reflexionar a profundidad sobre ese enorme disloque que constituyen una conciencia y una realidad alienadas, severamente apartadas de sí, se remitió a la crítica de la religión y afirmó que esa era la raíz de toda Crítica, el principal motivo de su postura filosófica y el prolegómeno indispensable de su impugnación a la Economía Política del capitalismo.

Para Marx, la religión era un fenómeno de desrealización de la conciencia que transpolaba los problemas reales de la vida al trasmundo de los valores metafísicos, fijos y axiomáticos, el cual se cumplía no sólo en el pensamiento económico burgués, en su singular condición de pensamiento mitificado, sino, sobre todo, en la determinación decididamente histórica que le impone al mundo moderno el sistema de producción capitalista. La urdimbre del sistema religioso –dogmático e iconográfico– expuesto a la mirada marxista, descubría asombrosas equivalencias con el capitalismo, porque es el mundo “hechizado” por las nuevas formaciones mercantiles el que aparece, destruyendo a su paso las fuentes originales de la vida. La opción de Marx fue, persistentemente, desmantelar teóricamente el “más allá” religioso, por tanto, la reconstrucción del “acá” de las relaciones reales del hombre, pasaba por el restablecimiento de una conciencia desalineada. Es como si para Marx la Modernidad capitalista contrajera la peculiar situación histórica, de que un sistema ideológico como la religión cristiana hubiera quedado hipostasiado en sus formaciones económicas.

En ese sentido podríamos volver a preguntar, ¿cómo juzgar la analogía que establece Marx entre La Sagrada Familia, y el proceso de expropiación del trabajo obrero que se denomina Plusvalía? Es originalmente cierto, que el Dios más abstracto de El Antiguo Testamento y la tradición teológica judeocristiana –en lo que puede haber en ello de “escoria mosaica”– personifica milenariamente lo mismo que proyecta el Gran Capital para el individuo contemporáneo: el descoyuntamiento de su experiencia existencial. En ambos casos, el hombre parece quedar desposeído de su propia esencia (Feuerbach), y colocado a merced de una entidad extraña, amorfa, inclemente y totalitaria.

Para Marx, la religión se convierte en el reflejo general de una circunstancia económicamente alienada. Ya que lo que se nos está indicando es que existe una paridad entre la conciencia religiosa y la realidad económica del mundo. De lo cual se desprende, que la verdad y la mentira de una ideología son conceptos válidos pero relativos, porque el sistema de valores que la compone no posee una totalidad abstracta, desconectada por tanto de la realidad; por el contrario, dicha totalidad retiene para sí el fundamento histórico que le diera origen y en el que encuentra su objetiva determinación, y es lo que delimita y viabiliza su investigación. Luego, si partimos que la identidad entre conciencia y naturaleza es la que unifica la paridad entre ideología y realidad, toda ideología está apta para ese estudio que arroje, detrás del nudo de sus formulaciones, o la intensidad de sus imágenes milenarias, la verdad teórica de su significado. Por lo que, el criterio de Marx de “falsa conciencia religiosa” entendida como “el reflejo desfigurado y fantasmagórico de la realidad”, no es sostenible sin serios reparos, pudiendo aventurarse, en su lugar, el término de “conciencia equívoca”, que aunque comienza por aceptar el considerable margen de alteración sufrido en el modo en que la conciencia religiosa se relaciona y explica la realidad, esa evidente metamorfosis ocurrida traduce significados que la razón teórica puede descubrir y la sensibilidad estética es capaz de intuir. Porque, ¿no es acaso toda forma de conciencia, la expresión de un determinado modo de ser de la naturaleza que vertería en aquella sus inevitables equivalencias?

Lo notablemente contradictorio es que el nacimiento y apogeo de la religión cristiana, no corresponde con el período de configuración y desarrollo del capitalismo. O sea, la plena conformación de esa ideología religiosa es por lo menos mil años anterior al origen histórico de las sociedades de mercado en Europa. Lo que ampliaría el contrasentido, si se considera que la era del capitalismo lo que deslinda para Occidente es la franca decadencia del pensamiento mítico. De lo que se deduce, que la conexión entre una forma ideológica como la religión, y un modo de producción como el capitalismo, parece no encontrar en Marx su objetiva demostración. Entonces, si el pensador situó, ejemplarmente, su refutación al capitalismo bajo la precisión de una situación histórica concreta, ¿por qué su crítica a la religión carece de esa misma fundamentación historicista?

La relación de Marx con la religión contiene toda la particularidad que el instante específico de su reflexión, (siglo XIX) le ha conferido: observar un fenómeno ya en crisis; sujeto al proceso de desintegración de su previa unicidad ideológica e histórica. Sin embargo, la impugnación de Marx retiene la pretensión sui géneris de una negación de alcance global, abstractamente válida para todas las épocas, que no sólo identifica “metafísicamente” –según la opinión de algunos de sus críticos de izquierda– universalidad y particularidad históricas, sino que busca minar el espíritu mismo del pensamiento religioso y su fundamento último en el mito.

Se ha dicho que la ciencia, como la filosofía, obra mediante definiciones, y el arte, como la religión, a través de representaciones. Desde milenios la religión viene escenificando, en el gran retablo del mundo, una versión fabuladora del origen y el destino del universo, que pretende trasmitir al creyente atributos básicos de la existencia. La religión cristiana es una realidad histórica que no conlleva necesariamente al individuo a la evasión o la transpolación del mundo, sino a una forma reglamentada de asumir su vínculo con la vida, que mantuvo su extraordinaria coherencia ideo cultural a través del desempeño de más de diez siglos. Marx hizo evidente abstracción de la situación histórica del fenómeno religioso, debido a que se relacionó con éste desde el enfoque de sus axiomas más generales, y, en ocasiones, más obtusos e intangibles. Le faltó un acercamiento más objetivo, paralelo al estudio de las formaciones económicas de Occidente; solamente esta aproximación le hubiera permitido investigar con eficacia las relaciones inmanentes entre la conciencia mítica y el ordenamiento real del mundo.

El mito guarda una estrecha relación con el problema original de la verdad, en un mundo donde el sentimiento mítico señala hacia la relación más embrionaria que sostuviera el concepto con la naturaleza. La verdad, por su lado, mantiene una excepcional conexión con el juicio de valor, puesto que aquello que hemos denominado “el mundo verdadero”, retiene en sus entresijos el concepto moral del ideal. De esta manera, lo que hay de irreductible en la filosofía es su remisión a una verdad que tiene una connotación ética y que conserva en su núcleo más radical, la instancia mítica. Y, ¿cuál es el mito? El mito es el hombre; él es el irreductible de la historia y las filosofías; el sueño arcaico de la religión y el elucubrador empedernido de las utopías. Y la mayor utopía del hombre es la libertad, sobre todo cuando se declara desde el terreno de una conciencia y una naturaleza inflexiblemente apartadas de sí, virtualmente alienadas.

En Hegel el concepto de la libertad se explica por medio de la “concientización de la necesidad”; puesto que para él la libertad aparece como el resultado del saber de una conciencia que se realiza al deducir la esencia de su propia naturaleza. A tono con estas ideas, el poeta Goethe afirmó que “todo hecho es ya teoría”; lo que equivaldría a decir, que toda teoría, para ser verdadera, tiene que habitar en el interior de la realidad. De lo que se desprende, que el instante puro de la reflexión no existe, porque comprender correctamente una situación implica su determinación real. Mientras que en Kant su “deber ser”, entendido como una postulación universal de la idea de la libertad, era una construcción axiológica reducida a un argumento puro de la conciencia. Desde esta posición, el pensador de Konigsberg quiso situar su relación con el mundo, y para eso estableció la estrecha correlación entre el ethos y el concepto también abstracto de la libertad. Sin embargo, si no hay naturaleza que posibilite en la práctica las realizaciones del ser, la voluntad es incapaz de conquistar su autonomía; igualmente, si el ser carece de una instancia ética que guie el sentido de su libertad, de nada vale el contenido natural de la voluntad. Por ende, la dimensión material de los problemas que suscita objetivamente la libertad para su resolución, nos conduce de Hegel a Marx; no obstante, la naturaleza teórica de la elección –como instancia moral– nos trae de regreso a Kant.

Empero, si la afinidad entre la conciencia y la naturaleza concluye en una identidad en la alienación ¿cómo es posible la libertad para una conciencia que lo que hace es traducir en ella las paridades deformadas de la realidad? ¿Sobre qué caminos se puede emprender entonces el proyecto de la liberación? Kant ante esta situación propuso el instante puro de la reflexión, la edificación rigurosa de una “instancia teórica”, la cual, haciendo abstracción de la naturaleza, le propusiera al ser el ideal como solución conceptual de su dilema. Pienso que sobre esta disyunción se desliza la suerte final de la filosofía, sobre todo si establecemos un paralelismo entre la petición de la sensibilidad romántica de Emmanuel Kant de un universo reconstruido desde la abstracción y el sueño moral de Carlos Marx, de una realidad alienada reedificada por medio de la voluntad política.

Por tanto, si Renato Descartes, apuntó al primado del pensamiento desde el cual se fundamenta al ser, Kant, por su parte, al pensamiento que fundamenta al universo, y Hegel a la identidad final entre el ser, el concepto y la naturaleza; Marx es el ser que nos propone la revolución universal; porque las condiciones se han ido dando y esclareciendo a través de un largo camino iniciado por La ideología clásica alemana, que es, singularmente, la senda recorrida por la historia objetiva de Occidente, la cual reserva para cada ideología, y para cada modo de producción, su instancia equívoca, anfibológica, aunque también el momento histórico que determina su específica verdad. Ya que todas las ideologías y sistemas socioeconómicos contienen una verdad teórica donde sitúan su analógica relación con la realidad y sobre la conciencia que se empeña en la búsqueda de una verdad definitiva, equivalente al ordenamiento ideal del mundo.

Por nuestra parte, intentando proseguir en el habitual de cursar de la filosofía, podríamos agregar que tal vez Marcel Proust puede seguir teniendo razón cuando enfáticamente escribe“aquello que conocemos no es nuestro, o no nos pertenece”. Para el artista no es el conocimiento, sino la creación más original la que nos remite a una absoluta redefinición del ser en las esferas siempre concomitantes del pensamiento y la vida. Si en el fondo de las cosas, todo es naturaleza y la naturaleza es conciencia, y la palabra es alocución de las motivaciones más íntimas de nuestra existencia: las graves falencias del texto y de la vida, ¿cómo se justifican? O por el contrario, si el ser en su gran aventura personifica la exaltación de la unidad de conciencia y naturaleza; todo, ¿incluso la vida, podría ser considerada alguna vez sobrenaturaleza?

Septiembre y 2010

1 comment:

  1. Atribuímos al texto significados de nuestras emociones... pero el texto es una hechura sígnica de hechos en el quehacer material en sus rangos de importancias, valores y jerarquizaciones de sus cultivos, de sus ¨civilizaciones de tiempos¨ ¿cómo es posible entonces entender la verdadera naturaleza a que nos aboca, a que nos sorprende la naturaleza que pretendemos alienar pero de la cual comemos, existimos, amamos; ¿nos hacemos sordos a unas partes mientras atendemos otras?, ¿nos hacemos videntes de algún sentido mientras continuamos ciegos a otras naturalezas emergentes que pretenden reflejar una naturaleza que consideramos caída (mito) no obstante con valor en el mercado de las ¨necesidades¨?

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