Wednesday, June 1, 2011

Las palabras de Edipo

Publicado en Revista Destiempos. Abril/011
www.destiempos.com
“Padre, ¿acaso no ves que ardo?”
Sigmund Freud, y la interpretación psicoanalítica de los sueños

(Introducción)
Sigmund Freud repite para la cultura la vocación inmemorial, una vez pronunciada por el poeta latino Virgilio: “Donde ello era yo allí devendré". Ciertamente el pensador austríaco estremeció el obscuro underground sobre el que reposaba la despreocupada vida burguesa del individuo moderno. La escala moral de valores y las más selectas construcciones del espíritu occidental, fueron súbitamente puestas en peligro por una nueva ciencia emergida; el psicoanálisis. Este método de investigación clínica provocó una crisis que hizo incluso peligrar el paradigma de la razón tal como nos llegaba a través de la herencia de la Grecia clásica, ya que no sólo se invirtieron los conceptos básicos de la psicología, al considerar al inconsciente el fenómeno primario de la consciencia, sino que, a partir del estudio de la enfermedad de la neurosis, fueron puestas al desnudo las motivaciones más íntimas del sujeto psicológico.
De origen judío, nacido en el oriente europeo, en una antigua región del extinto imperio austro–húngaro y discípulo directo de Charcot, notable especialista francés en enfermedades orgánicas del sistema nervioso, Freud inició su carrera en el siglo XIX como neurólogo, e interesado en llegar a comprender las verdaderas relaciones entre la mente y el cuerpo, convencido de que ambos términos tenían “una diferencia verbal no sustantiva”. No obstante, el profesor vienés se sumergió en estudios que intentaban demostrar la autonomía de la experiencia psicológica sobre otras formas de vida y conferían al plano simbólico, recreado por la imaginación lúdica, un espacio preponderante en la interpretación y tratamiento de las enfermedades mentales. A partir de los datos obtenidos mediante el estudio del paciente neurótico, la investigación psicoanalítica de comienzos del pasado siglo extrajo consecuencias pretendidamente universales, las cuales devinieron en una postulación metapsicológica: La formulación de una teoría general del hombre y la cultura. Para esto último el psicoanálisis aventuró la siguiente conjetura:
La experiencia histórica de la humanidad se conserva y repite en cada experiencia individual, haciendo que la “filogénesis”, entendida como el tránsito general de la civilización, sea correlativa con la “ontogénesis”, entendida como lo estrictamente particular de la existencia y condición humanas. A partir del descubrimiento previo de la personalidad neurótica, Freud globalizó el concepto hasta convertirlo en la pieza clave para la comprensión del comportamiento humano, entre tanto, la cultura era entendida como un fenómeno psicológico de sublimación ante un origen singularmente mórbido.
El pensamiento freudiano fue un inconfundible hito en la historia filosófica de Occidente. Después de él, la ciencia especializada volverá a insistir en el aspecto bioquímico de los padecimientos mentales, dejando intencionalmente a un lado la historicidad del paciente y los valores que brotan de la interacción social. En franca oposición, el psicoanálisis elaboró una excepcional doctrina amparada en el concepto sociohistórico del trauma. Pero aún más: los estudios llevados a cabo por Freud, guiados por la inferencia de un trauma ancestral, parecían restablecer por vía histórica la tesis religiosa –judeocristiana– del pecado y la culpa original.
Para el analista, en los albores de la humanidad se había cometido el peor de los crímenes: el Padre fue asesinado por el hijo para usurpar su lugar de autoridad en la comunidad y poseer sexualmente a su madre. Ese crimen no fue en modo alguno contingente, relataba una experiencia universal del hombre quien, después de realizar ese acto, levantó todas las prohibiciones posibles para impedir que se repitiera, puesto que amenazaba desde adentro el orden social establecido y la condición misma de su estructura psicológica. Para Freud estos hechos tenían un doble campo de aparición y de lectura: el que él localizaba, en su condición de especialista, en la imaginación neurótica de sus pacientes, y aquel en que los datos los proveía la historia; específicamente la nueva etnología que, con sus investigaciones de campo en las comunidades primitivas que todavía subsisten, aportaba un extraordinario material, apto para ser sumado como indispensable prueba empírica, a la teoría psicoanalítica del hombre y la cultura.
El pensador austríaco dedujo consecuencias teóricas generales que el estudio de esas pequeñas sociedades que conservan en estado larvario la memoria del más remoto pasado de la humanidad, parecía corroborar en parte: toda gens organiza su vida sobre los presupuestos de la rotunda prohibición del incesto y el asesinato a manos de otro miembro de la colectividad, y tales prohibiciones poseen un carácter hondamente religioso, primordialmente asentadas en el culto al tótem; entendido como el elemento espiritual que articula la comunidad en una estrecha relación de parentesco no consanguíneo, y que considera tabú la sexualidad endogámica y auspicia, consecuentemente, la exogamia. Dicha organización socio–totémica era principalmente económica, poseyendo un carácter manifiestamente fraternal.
El núcleo medular de la neurosis fue definido como el “complejo de Edipo”, debido a que el mito clásico describía, aproximadamente, una de las primeras formas en que hizo aparición la sexualidad, ya fuese desde un punto de vista filogénico –la comunidad primitiva–, u ontogénico –la infancia del paciente. En este sistema de pensamiento, la neurosis, padecida simbólicamente por Edipo, poseía una etiología evidentemente histórica que se reproducía en cada experiencia individual: la represión social de su deseo. El individuo primitivo reprimido reflejaba una conducta que lo acercaba al individuo neurótico –edípico– de nuestro tiempo, quien no había hecho otra cosa que interiorizar mentalmente el sentimiento de represión. Siguiendo este esquema, la represión que pesa sobre ambos los conduce no sólo a introyectar el deseo, sino a oponer a la realidad el culto subjetivo a lo imaginario, creyendo por igual en la “omnipotencia de las ideas” y confiriéndole a las cosas propiedades psíquicas. De este modo, el salvaje construye un mundo animista sustentado en las representaciones del alma y asentado sobre un orden social –totémico– de prohibiciones, castigos y recompensas; mientras el sujeto moderno, reproduce ese mismo sistema de disyunciones, aunque de una forma completamente ilusoria, entre tanto se evade del presente para acogerse a las reminiscencias de la infancia, o a las sublimaciones que, en ocasiones, proporciona la experiencia del arte. La internación psicológica de su deseo desrealiza cruelmente la existencia del sujeto psicológico, quien es substraído de su presente personal, exponiendo su vida al perenne fracaso ante los suyos. La neurosis sufrida por Edipo se vuelve así la neurosis de la cultura, porque lo que le sucede en abstracto al grave personaje, es lo que en la práctica ha podido vivir el individuo occidental en su angustioso, extenso y errático periclitar.
Edipo, figura capital de la escena griega, fue invocado por Freud siglos después, para que representara ante el público moderno la arcana tragedia sofoclea, esta vez prologada por él. Para el psicoanalista, en el personaje clásico se concentran por igual, arte, religión, sociedad, sexualidad y economía. Mas, si es cierto que Edipo de alguna manera parece poder explicar a la cultura, ésta muy pocas veces lo ha explicado convincentemente. Edipo, si nos atenemos a la teoría general del psicoanálisis, es el sujeto esencial de la cultura; él es su affaire interesante.

Uno
Según la tradición clásica, atesorada por Sófocles en su tragedia Edipo en Colono, Edipo, anciano, ciego y guiado por su hija Antígona, se encontró con Teseo, rey de Atenas, en los momentos postrimeros de su vida. Teseo, según antiguas versiones donde se confunden la historia y la leyenda, era el épico libertador de Atenas del tributo impuesto por los príncipes cretenses, el olvidadizo amante de Ariadna y el vencedor del Minotauro en su laberinto. Edipo le hizo una petición al hijo de Egeo que poseía la fuerza de una promesa o de un testamento: que su cuerpo fuese enterrado en Colono, dentro de los perímetros de la Ciudad–Estado de Atenas; que el lugar de su tumba se mantuviera en secreto y sólo fuera de su conocimiento, y que ese secreto se conservase de generación en generación. Si esa tradición perduraba, Atenas se vería libre de todo mal y sería grande entre todas las ciudades de la Hélade.
Federico Nietzsche escribió en su primer libro de juventud El nacimiento de la Tragedia, a propósito de Edipo: “es sin dudas el personaje más doliente de la escena griega (…) pero al final ejerce a su alrededor, en virtud de su enorme sufrimiento, una fuerza mágica y bienhechora, la cual sigue actuando incluso después de su muerte.”
Edipo es el héroe que lucha contra la maldición del incesto, su leyenda narra la intensidad de ese desigual enfrentamiento, del que no ha podido salir intacto, pues en su figura se perciben los jirones sangrantes de una existencia violentada más allá de sus límites; entre tanto, la leyenda del laberinto donde cohabita el Minotauro, condujo a Teseo al fondo de un dilema que para los griegos alcanzaba una significación dramática: si el bien y la belleza supremos son verdades correlativas, ¿por qué debemos llegar a ellos por vía de la degradación de la existencia, cuyo periplo es un sinuoso pasaje que amontona en su centro el horror y la concupiscencia? ¿No es acaso este camino el que ha propiciado, por sorprendente paradoja, la sabiduría de los héroes?
No es exactamente cierto que los griegos secularizaron el arte al separarlo de la religión, y esto explicaría su acentuada diferencia sociocultural con respecto a las grandes civilizaciones asiáticas. El gran imaginario helénico –esto Nietzsche lo pudo ver como pocos– responde a una aguda inquietud metafísica donde la experiencia artística comienza a ocupar el lugar que ocupaba antes la religión, haciendo suyas sus preguntas fundamentales, pero que al reubicarlas en el contexto de la expresión y la belleza, harán variar su milenaria significación. Lo que hay en el arte de empresa eminentemente secular, guarda una estrecha relación con la problemática histórica del hombre. En sus orígenes, esa empresa fue concomitante con la religión y como ella, estuvo destinada a construir por vía paralela, el mito originario de la especie, teniendo como auxiliar a la metáfora que, por un lado sirvió para elaborar el imaginario cultural y por el otro, para establecer al hombre sobre una de sus tantas definiciones posibles. Por eso, si la religión se viese hipotéticamente reducida al ámbito de la metáfora, y el arte se proyectara primordialmente hacia las preguntas por el significado y el sentido de las cosas, ambas experiencias culturales intercambiarían papeles en un libre juego de vasos comunicantes, y la primera pudiera ser entonces comprendida como una manifestación alegórica de carácter estético, y, el segundo, como una pregunta axiológica que adopta una forma alegórica.
Edipo y Teseo son los respectivos vencedores de la Esfinge y el Minotauro. Con las particulares victorias de estos dos héroes culturales se vieron representados los ideales trascendentales de la civilización helénica: la lucha contra lo inacabado e informe por medio de la intuición figurativa, a través de la aprehensión sensible de la forma y de la idea. Aunque la victoria sobre los monstruos es siempre parcial, de algún modo permanecen en la sombra y a la espera. El difícil triunfo sobre ellos es como un ciclo que se repite, mientras el enigma propuesto a Edipo por la Esfinge parece irónicamente aludir a su propio destino: “¿Quién es ese ser que al amanecer camina a gatas, al mediodía en dos pies y en la noche en tres?” Edipo, niño, adulto y al final viejo, enfermo y ciego, apoyándose en un báculo. ¿Qué es lo que se muestra siempre como inacabado e informe y perpetuamente extraviado en la línea torcida de un rizoma? El destino mutilado del hombre, quien no ha podido acceder a su plena condición de figura. Porque, ¿no es en el contexto de esa civilización originaria en la que las fuertes tensiones entre la leyenda y la historia expresaron por primera vez la problemática milenaria de la especie?
Sólo hay una figura en el teatro helénico que puede rivalizar con Edipo en dolor y consternación, esa figura clásica es Orestes perseguido y enloquecido por Las Erinias. Es como si ambos mitos se encontraran y bifurcaran a un mismo tiempo, el primero, al corroer desde adentro la familia humana, por medio del parricidio y el incesto; el segundo, al consumar el asesinato de la Madre en nombre de los principios que sostienen la idealidad paterna. En la tragedia de Esquilo, Las Euménides se describe así a estos seres fatídicos los cuales atormentan al Átrida después de que éste ha consumado su crimen: “(…) carecen de alas, son negras y su sólo aspecto inspira horror”. Aludiendo al destino irrevocable –ananké– que ronda inclemente a los personajes clásicos, sentencia Freud: “el oráculo pronunció la misma maldición sobre nosotros antes de nuestro nacimiento”.
No sabemos hasta qué punto sería lícito indagar por qué del mismo modo en que existe para el psicoanálisis freudiano el “complejo de Edipo”, no fue nunca convenientemente establecido el “complejo de Orestes”. No obstante, el psicoanálisis terminó delineando, aunque fuera de una manera parcial, el llamado “complejo de Electra” ejecutora junto a Orestes de la venganza de los hermanos. En un ensayo sobre el etnólogo estructuralista francés, Claude Lévi Strauss, el escritor mexicano Octavio Paz afirma –no es textual–: si en las sociedades occidentales, establecidas originalmente dentro de los límites psicológicos que prescribe el régimen patriarcal, Edipo traza la escabrosa parábola de un constante regressus ad uterum que no acaba nunca de completarse, en sociedades donde los límites psicológicos los fija desde milenios la figura materna, la paradoja consiste no en querer llegar a la Madre, sino en “la imposibilidad de salir de ella”. Desde este ángulo, el mito de Orestes es anterior al de Edipo, puesto que si el segundo supone la crisis que subyace en una organización social donde las prerrogativas del Padre y las impugnaciones del hijo se enfrentan inexorablemente, el primero demarca el límite donde nace un nuevo tipo de sujeto psicológico emergido sobre las ruinas de la más antigua de las sociedades; el matriarcado. Entre tanto, en el ciclo de la leyenda tebana, Padre y Madre se convierten en fragmentos de la más radical transgresión, porque es el futuro de la familia en sí el que es puesto a prueba, y su disolución o reconstitución involucra el porvenir humano en su conjunto; al destino de la especie encarnado en la persona psicológica del hijo de Layo y Yocasta.
Hay en Orestes como en Edipo algo que los confina al “no–lugar” de la locura, de la marginación patológica, y al intento de subversión en sí de todos los valores, mientras se nos presentan siempre a la espera, colocados “en el umbral” de todo conocimiento, y como “algo a punto –solamente a punto– de nacer”. Porque ambos asoman como entidades potenciales que no acaban de configurarse enteramente en el mapa de nuestra geografía existencial. Edipo no existe, no obstante “está ahí, siempre al acecho…” Pero justamente por ser un delirio, un elemental fantasma lúdico, es que persiste irremediable en su latencia, poniendo a prueba el destino secular de la humanidad.
Bronislaw Malinowski, uno de los fundadores de la etnología moderna, aun admitiendo su inestimable deuda con Freud, expuso con sus investigaciones de campo sobre las sociedades matriarcales, la incapacidad de la propuesta psicoanalítica para hacer de Edipo el protagonista omnipresente del comportamiento universal del hombre. Ya que el personaje clásico, como figura psicológica extrema, no puede aparecer allí donde el Padre todavía no ocupa ese lugar de autoridad que será luego disputado por el hijo. Por tanto, si el “complejo” no puede demostrar su universalidad, es porque no es del todo consustancial a la naturaleza humana y fracasaría como núcleo de una teoría global del hombre y la cultura. En términos generales, si entendiéramos los mitos de Orestes y Edipo como conceptos encerrados en sus respectivas particularidades, difícilmente coincidirían como postulados universales, y el psicoanálisis por sí mismo se volvería incapaz de elevarlos a esa posición. Por eso es que Edipo, como Orestes, sólo puede existir en el área interior de un triángulo psicológico, que es como un campo de fuerza traspasado por múltiples interacciones, donde se gesta no sólo la personalidad del hijo, sino en la que se le otorga un lugar especial a la precondición psicológica de los padres.
Deberíamos considerar que la propuesta más importante que nos dejó el freudismo, no es que el “complejo de Edipo”, estratificado, tenga que ser el núcleo definitivo de su metapsicología, sino que con el estudio de la neurosis se haya podido definir el rasgo más universal del comportamiento humano. Para ello, lo principal sería aislar convenientemente la figura psicológica de la cual brota la imaginación neurótica, partiendo de una interpretación mucho más libre e integradora. Imaginación neurótica que pudiera ser entendida como un concepto laxo y a la vez dinámico, que se desliza desde las figuras de Agamenón, Clitemnestra y Orestes, al mito de Edipo y sus padres, debido a que no se encuentra sujeta a una precondición inamovible y estrictamente fijada a una leyenda, para de esta manera resistir mejor la prueba de lo universal, y finalmente plasmar lo que realmente es en su instancia más esencial y constitutiva: “el complejo medular del hijo en el contexto también medular de la sociedad humana”.
Esto último tal vez explicaría la universalidad que posee la prohibición del incesto (Lévi Strauss), establecida con la aparente intención de ubicar al hijo dentro de un orden social muy bien delimitado. Por eso es que los mitos de Orestes y Edipo fracasan en cuanto pretendemos convertirlos en nociones que describirían por separado el comportamiento global del género humano, en la misma magnitud en que se reconstituyen en cuanto se reúnen en la figura antropológica del deseo y la imaginación desbordante. Si como hemos dicho, el mito de Orestes se halla ubicado en el momento en que se produjo la extinción de la sociedad matriarcal, junto a Edipo compone el complejo irresuelto de la neurosis, y define su otro polo psicológico. Pues ambas leyendas parecen insertarse en nuestra naturaleza para inmediatamente desvanecerse, esquinándose en el lugar más remoto del tiempo y la consciencia.
O. Paz ha escrito “el hombre es un ser enfermo, y su enfermedad se llama fantasía”. La fantasía es esa experiencia universal que despliega a lo largo de la historia sus más variadas formas y es del todo correlativa a la existencia plural del hombre. Pero, ¿qué emociones contenidas, – ¿edípicas?, ¿orestianas?– proliferan en el interior de cualquier elucidación acerca de estos seres trágicos? ¿Por qué es que esas lacerantes pesadillas nos conciernen? Y sobre todo, ¿por qué es que alcanzan para siempre, y gracias a la Tragedia ática, ese valor absolutamente universal, como si el arte clásico pudiera brindarles con respecto a la humanidad, ese estrecho vínculo que la historia y la sociedad le negaron en parte?

Dos
En las últimas décadas del siglo XIX, por la misma época en que Freud iniciaba sus investigaciones, el arqueólogo prusiano Heinrich Schliemann descubría en Asia Menor las ruinas milenarias de Troya, junto al estrecho del antiguo Helesponto y entre los ríos Escamandro y Simois. Y del mismo modo en que Troya se encuentra inscrita a una particular geografía, el pensador austríaco nos entregó las primeras detalladas descripciones sobre la geografía interior del subconsciente, y su extraordinaria labor, como la de Schliemann, fue arqueológica.
Si nos situásemos en el peregrino “caso Schreber”, quien constituye por su invaluable testimonio, uno de los paradigmas de la psiquiatría moderna, veríamos que ese testimonio fue utilizado por Freud para iniciar desde él una de sus grandes excavaciones en los estratos inferiores de la consciencia. Aquel gran perturbado que fue Schreber asumió con respecto al valor de las palabras, una actitud semejante a la de un poeta como Federico Hölderlin, quien resumiera en una frase esa compleja relación existencial con la omnipresencia del lenguaje padecida por el sujeto psicológico: “La Palabra es la morada del hombre”. Anota por su parte Schreber en su memorabilia alucinada: “(…) palabras que se introducen por la fuerza en el espíritu de uno y que se desarrollan allí como cuando uno recita una lección de memoria. La voluntad nada puede hacer contra estas palabras. De modo que uno se ve forzado a pensar sin tregua". Más allá de ese “pensar sin tregua”, detrás de ese pertinaz enclaustramiento en “la morada del verbo”, y de ese exceso de significación que de tanto decir termina por no significar, ¿qué es lo que el gran paranoico que era Schreber, o el extraordinario poeta que fue Hölderlin, nos quisieron expresar? Sobre todo cuando el lenguaje deviene en letanía interminable, en insaciable monólogo circular pronunciado a la manera de un agotador catecismo. La pregunta sobre el significado de la Palabra es la misma que O. Paz restablece a nivel literario, y que Lévi Strauss le hiciera al lenguaje: “¿Qué quiere decir, decir?” Interrogación que resultaría ambigua si no fuera porque el testimonio de Schreber, como el del poeta, alcanzara en ocasiones una acentuación mística: “(…) era como si cada noche durara varios siglos, de modo tal que, durante esta inmensidad de tiempo, bien podían haberse operado en la especie humana, en la tierra misma y en todo el sistema solar, las transformaciones más profundas." ¿Cuál es el papel que juega el lenguaje en relación a esta certeza paranoica? Tal vez la creencia de que si el lenguaje se detiene, el universo entero colapsaría, y que, en esa interminable noche, –soportada indistintamente por el loco y el poeta– la labor inestimable del pensamiento y la poesía consiste en salvar al mundo.
Frente a toda la angustia que provoca la consciencia culpable, el paciente neurótico despliega en su interior la cortina del lenguaje, con la intensión de que su palabra sustituya a la realidad, que de algún modo la fantasía resuelva aquello que su vida acuclillada no ha podido solucionar y lo devuelva a la ilusión de un temps retrouvé, que es también el tiempo magnífico de Dios y de los ángeles.
Según Freud, la homosexualidad reprimida de Schreber era pábulo de su comportamiento neurótico, y suponía un agudo conflicto con la figura paterna que de algún modo podría reproducir frente a ésta, una pasiva actitud de idolatría más cercana a la ideación característica de un Orestes, que a la de un Edipo parricida. No obstante, en su delirio Schreber cree ser “la mujer de Dios” como si Edipo y Orestes nada tuvieran que hacer allí, y “el síndrome del hijo” se diluyera en la noche terrífica de la sexualidad más absoluta. Mas, ¿quién es el que fornica? ¿El hijo? ¿El padre? ¿“La mujer de Dios”? ¿Sigue Schreber encerrado en el triángulo original de la familia? ¿No es ese Dios que lo posee –que la posee “a ella, insaciable meretriz”– el Padre fundamental?
En el libro de la interpretación de los sueños de Freud, existe este pasaje sobrecogedor: La noche de la muerte del hijo, el Padre le visita en su recamara; allí está el hijo amortajado y el Padre, agobiado por el cansancio, se ha ido a recostar a la habitación contigua... ¿No es acaso ese sueño compartido que ambos experimentan, el que denuncia a esa “pequeña muerte” que es la sexualidad? Sumergido en ella el hijo atraviesa los angustiosos linderos de la muerte psicológica y reaparece bajo el slogan rutilante de “la mujer de Dios”. “El caso Schreber” representó una de las exploraciones más profundas del inconsciente, allí el pensador austríaco anduvo por las ruinas de la personalidad humana, rodeó los abrojos milenarios de su sexualidad deshecha, vislumbró lo que para él era la tragedia irresuelta de la especie, y se detuvo horrorizado.
Pero prosigamos con el sueño que el propio Freud tuviera y que alcanzara merecida importancia para exploradores posteriores del inconsciente, como el psicólogo estructuralista, Jacques-Marie Lacan: Una de las velas se ha caído y ha prendido fuego a las vestiduras del niño, a los graves cortinajes de su féretro, y el Padre despierta en la habitación contigua al horror de Thánatos. Y estas son las palabras que salen del umbral del inconsciente: “Padre, ¿acaso no ves que ardo?” La habitación contigua es el lugar de las obscuras visiones, aunque también del mito más prolongado de la historia de Occidente: el Sacrificio del Hijo y el Dios que, inconscientemente, no le escucha ni le mira y le deja morir. El sueño paterno de la muerte del hijo sacrificado “máximo símbolo para la familia cristianizada”, como nos lo recuerda el psicoanalista francés, ¿qué refleja? Que Thánatos reina allí donde el Padre no nos escucha. Pero, ¿qué catástrofe ha acontecido que el fundamento originario de todos los diálogos no puede reanudarse, y las figuras principales del triángulo psicológico –Padre, Madre e hijo– ya no se comunican entre sí? Pues el Padre se ha convertido en sólo una postulación de la razón teórica –teológica– entre tanto, el hijo ha sido inútilmente sacrificado en su altar… pues el sueño de la muerte del hijo no era si no “el deseo reprimido del Padre”. ¿No es esta la inútil remesa de casi dos mil años de civilización cristiana?
El mito del Dios único, entrevisto en las pesadillas de Orestes y en las emociones laceradas de Edipo, pertenece a ese tortuoso territorio, explorado un día por el psicoanálisis, en el que la fantasía y el delirio nos advierten de un ambiguo significado de las cosas que nos asalta y subvierte en el interior de nuestra consciencia. Porque, ¿acaso no es Orestes el hijo que regresa de un largo exilio para levantar ante la Madre el ideal del Padre muerto con la misma convicción de quien opone un concepto abstracto frente a la naturaleza corruptible? El mito de Orestes, no sólo simboliza el fin de la sociedad matriarcal, sino que tamaña idealización de la figura paterna indica que ha emergido una nueva actitud psicológica, la cual describe un cambio conceptual acontecido en el cielo de la especulación teológica. De tal magnitud y lugar, como si lo más importante fuera despejar las huellas objetivas de semejante idealización y con ella, las razones psicológicas que ulteriormente dieron motivo al mito de Dios. Y para eso, Orestes y Edipo convergen en una unidad dialéctica que, por un lado los dispara a extremos opuestos, y, por el otro, tiende a sintetizarlos en un complejo orden cultural vivido agónicamente por el paciente neurótico.
Buscando todavía respuestas vayamos a “Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci”, aproximadamente como el psicoanálisis se acercara a esta figura ejemplar del Arte del Renacimiento italiano. Y estas son palabras textuales de Leonardo: "Parezco predestinado a ocuparme muy particularmente del buitre, puesto que uno de mis primeros recuerdos de infancia es el de que, estando todavía en la cuna, un buitre vino hacia mí, me abrió la boca y con su cola me golpeó varias veces los labios." Siglos después, el estudioso y contemporáneo de Freud, Oskar Pfister realizaba un peculiar hallazgo en el cuadro del artista “Santa Ana, la Virgen y el niño con el cordero”: oculto entre los pliegues del ropaje de la Virgen estaba la sombra disimulada de un buitre, tal como si fuera un acto fallido del inconsciente el que allí hubiese dejado su impronta. La figura obscura del pájaro, aparecida en la fértil imaginación del niño que fuera Leonardo, se transfiere a la silueta en sombras localizada en la pintura, y, en los dos casos, remite a una experiencia de dudoso signo, vivida por el pintor en la más temprana infancia. Porque lo que ha hecho Leonardo es trasladar su experiencia, severamente traumática, a la experiencia original de “el Hijo de Dios”; como si mediante una insólita vivencia, el artista alcanzara una intuición universal que modificara incluso el concepto del pecado original, ya que era como si “el niño–Divino” hubiera caído también víctima del maleficio del buitre simbólico. ¿Es este un postulado de la imaginación delirante y del sueño más abstracto y cruel de la especie? ¿Cómo podría reconstituirse el sujeto psicológico después de una experiencia semejante, en caso de haber sido sufrida en la realidad y más allá de los símbolos? ¿Es el buitre otra prefiguración del Padre abstracto? Y, ¿es el mismo Padre que reaparece con todo su poder y esplendor en los libros del Pentateuco del pueblo hebreo, donde tramará la perdición futura del hijo de los Evangelios, una vez que la Biblia se insertara, en calidad de testimonio sagrado, como forma constituyente del sueño mórbido de la civilización de Occidente?
Cuando Freud abordó la personalidad psicológica del individuo incorporado a una tradición y sociedad judías, globalizó la práctica de la circuncisión para convertirla en el símbolo universal del “complejo de castración”, a través de la cual el Padre reafirmaba su radical virilidad sobre el hijo, en un contexto donde el orden de la familia reproducía al de la sociedad: la leyenda bíblica del sacrificio de Isaac a manos de su Padre Abraham, como prueba suprema de lealtad exigida al gran patriarca por el Dios antropomórfico del Sinaí, reflejaba una tradición milenaria de evidente sujeción psicológica que ha quedado inscrita en la estructura de la familia occidental, y que se transfiere, a través del símbolo de la circuncisión, de Dios al hombre y del Padre al hijo.
A partir de esto cabría preguntar, ¿por qué no se acostó nunca en el diván psicoanalítico a la figura del Padre? ¿Por qué es que el psicoanálisis deja a éste, como particular figura del triángulo familiar, al margen de sus investigaciones? ¿Acaso porque el Padre representa el indiscutible principio de autoridad en un doble sentido, social y psicológico, y colocarlo en entredicho habría significado poner en peligro el orden establecido de la civilización y la cultura? Por tanto, del mismo modo en que el psicoanálisis traslada a la persona del hijo la leyenda edípica, ¿no sería trasladable a la persona del Padre la leyenda del dios Saturno, devorador de sus hijos? Para el artista que fue Leonardo, la experiencia unigénita del hijo, vinculada a la sombra letífera de un buitre –entendida como incesto y progresiva devoración– es concebida in extremis, y como tal reinstalada en el cuadro de “la familia de Dios”. Mientras la tradición cultural, convencionalmente establecida, nos ofrece la descripción de un mártir enteramente desexualizado, ubicado en el contexto de una soledad cósmica que lo aparta intencionalmente de los accidentes de la familia humana en aras de la sublimación más absoluta. De esta manera, la personalidad evangélica de Jesús expresa el miedo ancestral que puede sentir el individuo occidental ante su propia sexualidad, y es justamente ese manso camino el que ha elegido “el hombre cristianizado”, sometido posteriormente a la investigación psicoanalítica.
Pero, ¿qué resultados perentorios arrojaron estas sucesivas investigaciones “arqueológicas”? Quizás dejar bien restablecida la consciencia de culpa para el individuo occidental, a partir de un intento de racionalización del mito bíblico de la Caída original que lo reconstituía científicamente, para instalarlo en la historia mediante la hipótesis de un trauma de suma consecuencia para la humanidad. Para el analista, el enfermo neurótico no sólo posee la capacidad de reproducir los elementos capitales de esa supuesta lesión original, en la cual se lee “la abominable historia del mundo”, sino que, en su propia perversión enumera la condición irredimible de su naturaleza.
La consciencia del neurótico es así un lugar en penumbras donde se manifiestan conocimientos fragmentarios, inconexos, y criterios no convenientemente esclarecidos. Detrás de la supuesta coherencia de las cosas parece habitar un trasfondo ignoto, una circunstancia nebulosa que abarca una forma de vida mucho más profunda, una experiencia vital tal vez más intensa, que vierte de manera discontinua sobre nosotros un significado radical que la consciencia no acaba de concientizar. No obstante, la situación del “no–consciente” no debería ser entendida como un espacio escatológico donde Edipo y Orestes se manifiestan ajenos al mundo; por el contrario, ambos inciden permanentemente en él por medio de las fallas de la consciencia. La persistente actividad del inconsciente no es una autónoma condición per se, sino que es el resultado objetivo e inagotable de una relación: la represión social que pesa sobre el individuo, y el modo en que esa represión ha sido revertida bajo la forma bifurcada de una específica significación cultural. El inconsciente, lo demuestra Freud, es sólo el área no concientizada de la cultura, del mismo modo que la cultura, es el ámbito donde el sujeto, de una manera u otra, proyecta constantemente su actividad.
El héroe clásico debe así sortear el laberinto pendiente de un hilo que le otorgue un sentido y una coherencia, no debiendo detenerse demasiado en los recodos donde acechan su propio deseo y las elucubraciones más tortuosas. Y de la misma manera en que la pasión incestuosa de Ariadna, la soledad onanística del Minotauro, y el parricidio involuntario perpetrado por Teseo –consumado en la figura del rey Egeo– componen la verdadera naturaleza del Laberinto Minoico, el análisis psicoanalítico quiso ser el sentido y el hilo de Ariadna que permitiera acceder a los enigmas del inconsciente, aunque su contenido fuera en realidad inagotable, porque se sustentaba sobre la función creadora del deseo. Eso es, primordialmente, Edipo y Orestes, y es además Teseo y Schreber: El deseo proyectado bajo la forma de una red que extiende dramáticamente en el espacio y en el tiempo la madeja de la cultura. Y como en el laberinto, toda experiencia existencial se encuentra bifurcada entre lo que es y lo que creemos ser, entre lo que somos y el “deber ser”. No es por eso casual, que las bases, tanto sociohistóricas como psicológicas, del “imperativo moral categórico”, (Kant) hayan sido propuestas y explicadas por Freud: La represión ante el deseo; la autorestricción frente a la fuerza –edípica– de una trasgresión que terminaría por rebasar los límites admitidos por la civilización.



Tres
En el Teatro griego más originario, el personaje que encarnaba al dios Dionisos se presentaba como el puro acontecer del deseo, exteriorizando sobre el escenario la catarsis provocada por la embriaguez del vino y la danza ditirámbica. En ese teatro, el dios era concebido como la escenificación intransferible del ser. Para Nietzsche, si Jesús de Nazaret repetía la culpa trágica de Dionisos, como el Nazareno, el infalible destino del dios de las bacantes era ser sacrificado para renacer en los festivales áticos de la vendimia. Pienso que no se ha meditado lo suficiente que esa relación única que tuvo el griego con el dolor, que tanto conmueve a Nietzsche, preludia el nacimiento histórico del Cristianismo. Por eso es que los primeros actores buscaban ser semejantes al dios, intentando conservar la fuerza inaugural del Arte de la Tragedia, devenida con el tiempo en drama, y con el Cristianismo, en auto sacramental.
Una de las características que soporta el teatro por la época de Eurípides, es que Dionisos, como peculiar prefiguración del ser, ha comenzado a desaparecer de los escenarios. Su plasmación escénica implicaba una integración tan grande del arte con la vida –de la simple apariencia con la nuda realidad– en un instante en que el “espectador estético” todavía no ha aparecido y donde las obras no eran si no una gran fiesta popular. Era la Tragedia, el sublime “canto del chivo”, porque ese teatro era el gran festival de la pan–democracia. Es muy difícil encontrar un pensador que haga una defensa de la cultura popular tan apasionada, como la que realiza Nietzsche en su primer libro de juventud. Para él, la auténtica tragedia murió en manos de Eurípides y de Sócrates. Del primero, porque elaboró, con la genialidad de un precursor, el complejo arte de la representación dramatúrgica; del segundo, porque con él, el ser dejó de ser un postulado colectivo del pueblo, para convertirse en patrimonio exclusivo del filósofo, en materia de especulación, en tesis académica y en estricta resultante del rigor teórico.
Orestes y Edipo fueron héroes dramáticos, ya que pertenecían a ese segundo momento de la escena griega. Pero ambos conservaron los nexos originales del hombre con la naturaleza trágica de la existencia, y es la rémora vital que autores como Esquilo y Sófocles supieron expresar en sus respectivas obras. Siglos después, William Shakespeare, escribirá la tragedia Hamlet, príncipe de Dinamarca. Y para decirlo con palabras de Freud y Lacan, “esa Obra reforzará –y en cierto sentido explicará– a Edipo”.
Hamlet es el personaje universal en quien primero cristalizó, en su forma más acusada, la interrogación ontológica. Lo paradójico es que la pregunta sobre el ser sólo puede aparecer ante su carencia más manifiesta, cuando hace mucho que ha dejado de estar entre nosotros, quedando confinado a la erudición y al abuso extenuante del lenguaje. Remitiéndose a Federico Hölderlin, el filósofo alemán Martin Heidegger, nos repite: “…se le entregó al hombre el más peligroso de los bienes, la Palabra (…)” Porque mediante la Palabra el hombre quedó preso de la sutil tasación del pensamiento y confundió “lo esencial con lo no esencial”. Por eso, si la Palabra nos salva también nos condena; nos salva, porque por ella se alza “la Casa del hombre”, con sus misterios, maravillas y ensoñaciones; nos condena, porque en esa Casa las ventanas y las puertas están clausuradas, y ese prolongado enclaustramiento engendra la náusea. Decía Hamlet, que en esa peculiar Mansión lo terrible eran los sueños. Y este criterio encierra una verdad tautológica: lo terrible son los sueños porque nos hacen soñar. ¿Cuál es el sueño de ese célebre personaje del Teatro isabelino que se hace eco de las pesadillas de la especie? Aquel que nos susurra que el verdadero peligro, la abrumadora profundidad abisal, está bajo nuestros pies, y es en vano toda huída, puesto que aun refugiados “en el espacio huero y diminuto de un cascarón de nuez”, nos alcanzarían “los obscuros sueños monstruosos”. Si la conquista del ser significa la sanación más integradora, su obsesiva búsqueda no es del todo ajena a la locura; Hamlet nos lo recuerda a cada instante. El fantasma del rey que se le apareciera al príncipe en la alta cima de una de las murallas del castillo en sombras, no es otro que el Padre escatológico, el mismo que causara la perdición de Orestes y la agonía culpable de Edipo. Ya que el Padre opera como un fatal veredicto sobre nuestra consciencia: otorgarnos una misión, aunque esta fuese terrible.
Hay una frase harto elocuente –ya citada–, pertenece al sueño de Freud, que sitúa la problemática relación con el Padre en su más exacta configuración: “… ¿acaso no ves que ardo?” Quien habla es obviamente el hijo, y lo hace desde el abarcador horizonte de su “ubicación medular”. Esa oración se convierte en una de las piezas claves de interpretación, puesto que es en su relación inmediata con el Padre, que la Palabra del hijo cobra sentido y dimensión universal, no sólo porque éste pretende franquear los límites psicológicos de la familia, sino porque sueña con reabrir, desde un nuevo espacio presuntamente conquistado, el diálogo con el Autor universal, portador de la fuerza genésica del Logos y la autoridad de la Tradición. Si Edipo parece decirnos que habitamos un mundo donde los signos nos engañan y nuestro destino es cruel y perverso; Hamlet, en su lugar, nos hablará de una prevaricación que confunde y extravía a la vida: el reino ha sido subvertido por la codicia, un traidor ocupa el trono de su padre y su madre disfruta sobre un lecho infame.
Hay un momento, acaso único, de infernación que puede llegar a ser vivido por el sujeto neurótico como la ausencia más absoluta de significado, o al menos, como si los extraviados signos indicaran hacia una dirección donde las fuentes de lo cognoscible o racionable quedasen desbordadas. ¿Le sucede a Hamlet el mismo fenómeno psicológico que se pudo constatar en el “caso Schreber”? Nos expone como respuesta el psicoanálisis, describiendo una conducta que a ratos nos recuerda la del príncipe danés: “(…) Schreber parece haber perdido todo vínculo con los demás. Lo atribuye a un derrumbe temporal y lo llama su tiempo sagrado. Así es como Schreber tiene que vérselas con fenómenos tan extraños que superan todo límite; escapan al mismo Dios. Se trata de lo inconmensurable, de la singularidad extrema. Schreber se siente como si se hallara, pues, ante una alteridad radical y se descubre a sí mismo inaccesible”.
Hamlet como Schreber, percibe que el universo se desploma, que los valores más irreemplazables han sido mancillados, y lo que sucede en la tierra y en el cielo sucede en su propia Casa: Edipo termina su vida, desterrado, enfermo y ciego; Hamlet, por su parte, enloquece y muere. Mas ¿qué es lo que los distingue? En la gran pieza isabelina lo que está en ciernes en Edipo, posee allí una significación de primer orden: La Ciudad política agoniza y las instituciones de los hombres ya no pueden ser legítimas. Para ambos el profundo conflicto no se resuelve, en el caso del rey Edipo, porque Tebas, como Ciudad elegida para realizar en ella su misión, ha quedado estigmatizada por la transgresión de las leyes consanguíneas; en el caso del príncipe danés, porque los problemas que suscita la existencia cada época tiende a volverlos insolubles. Pero si hay algo en la locura del príncipe que recuerda esencialmente al tebano, es que pocos personajes de la literatura universal han sido tan escarnecidos, estando aún ahítos de un pletórico sentido. Si a Edipo le ha sido prohibido su deseo, a Hamlet le fue embargado por sus mayores su derecho a ser, y ambos sucumben por igual, buscando ansiosamente una nueva visión del mundo. Pocas obras del arte han encarnado con tanta vehemencia ese extraño maridaje entre razón y sinrazón, mito y significado. Pero sobre todo, cómo un mundo absolutamente corrompido por la maldad humana, puede todavía estar dispuesto a entregarnos sus contenidos más profundos, haciéndolos resurgir de los marjales del escarnio y la desesperación.
No obstante, Hamlet insiste en que hay algo en lo que no se ha equivocado, algo fundamental que ha podido entrever en la densa niebla de la existencia. Y es ese aterrador lugar común que nos sucede a todos, pero sin embargo “hace mugir y retroceder a las estrellas”, (Léon Bloy). Y es precisamente allí donde se atrinchera la abrumada existencia –en ese formidable cielo que no es para nada especulativo– porque ya no se ignora que hay un lugar en que todo es cierto. Que hay algo sobre lo cual no podemos hacer concesiones.
Cuando la Esfinge interrogó a Edipo en la cima de la acrópolis tebana, lo que la hizo sentirse vencida y arrojarse al abismo, no fue la coherencia de la respuesta, fue la entereza del héroe. En el hijo acerbo de Layo y Yocasta se alzaba la voluntad de un significado, la paciente capacidad de un menester, la asombrosa intención de escoger, pese a los hombres y los dioses, su privilegiado destino. Ese regressus ad uterum que atenaza toda existencia edípica, y que es, intrínsecamente, su verdadera tragedia psicológica, pero que es tan persistente que obliga a rehacer una pregunta: ¿Qué buscaba Edipo en realidad? ¿Acaso no fue el significado omitido por sus mayores sobre su condición natural, lo que le arrastró al peor de los infortunios, enfrentado como nadie a la verdad de su ser para dar paso a la muda certeza y al movimiento que lo llevaría a estar por fin en plena posesión del auténtico en sí de su consciencia, como de la amarga comprensión de su destino? ¿Para qué derribó entonces el mito de la Esfinge y liberó a su pueblo, si renunciando más tarde a su reino inició el largo camino del destierro, culminando su extraordinario periplo ante las puertas de la mítica ciudad de Atenas y frente a la mirada escrutadora de Teseo, en quien confió su hermético y dramático testamento?
Si bien es cierto, que siguiendo el laberintico camino de lo edípico se llega a la Madre, es cierto además, que Edipo no se detiene y continúa avanzando, quizás como intentando mostrarnos la instancia vertebrada de una intuición fortalecida al calor del más temerario de los peregrinajes existenciales: Aquel que explora las vías de lo que Erich Fromm probablemente llamaría “una sociedad no represiva, altamente gratificante”, situada más allá del principio paterno de autoridad, y donde reinara, en la región de la más extrema lejanía, un universo regido por el “Principio del Placer”.
Si era ese y no otro el secreto contenido de la rebelión edípica contra la autoridad del Padre –el oculto utópos del gran proyecto de la transgresión– ¿por qué es que todas las rebeliones del hijo contra el Padre han estado destinadas al fracaso? Seguramente porque constituyen la Revolución imposible, en la que el hijo victorioso termina restaurando en sí mismo la antigua autoridad, y prolonga con esto la agonía milenaria de la especie. Sin embargo, el psicoanálisis trasluce no haber comprendido cabalmente, que el contenido radicalmente subversivo que retenía para sí el mito iba mucho más allá de una simple revuelta existencial contra la autoridad paterna, pues apuntaba hacia la configuración de una nueva cultura y sociedad humanas. Ya que si es cierto que la conducta del personaje clásico, en principio ciegamente instintiva, lo aparta de la vida en la comunidad, conduciéndolo a la soledad y al ludibrio, él se percibe a sí mismo como portador de una gran misión que le desborda, de un significado, acaso trascendental, desde el cual ambiciona reorganizar su pasado, actualizar su presente, explicar aquellas grandes verdades omitidas, comprendiendo para eso “el valor terapéutico de la memoria”, convirtiéndola en el sentido y la coherencia de su propia historia, haciéndose de esta manera carne de la experiencia más universal del hombre. Pues frente a Edipo se levanta el sol de la utopía y el sueño irrenunciable de su progenie. Si la enfermedad padecida por él es tal vez incurable, es incurable porque lo constituye, (O. Paz) porque dicha enfermedad ha terminado por develar el contenido innegociablemente humano de su naturaleza. Si la enfermedad es esa condición que describe una pérdida esencial, es además la vigencia del mito: El origen y el destino del hombre. La neurosis se vuelve así el tiempo y la vida perdidos que vierten sobre nosotros su latencia, operando bajo la forma de una tenaz reminiscencia.
Como posible alternativa, y a tono con una particular corriente materialista del pensamiento etnológico y filosófico del siglo XX, el también profesor como Fromm, de la Escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse propuso en su libro Eros y civilización, una corrección marxista al sistema de ideas elaborado por Freud, la cual serviría para poner de relieve los presupuestos sociohistóricos que la clásica definición freudiana del “Principio de la Realidad” no desarrollara suficientemente. Reinstalando para eso al sujeto psicológico en el contexto de una estrecha relación con una realidad más vasta y problematizada: La historia y sus diferentes estadios de socio–producción económica. Porque lo que a todas luces parece suceder, es que Edipo ya no ignora “que la batalla hay que situarla en otra parte”.

Cuatro
Como resultado del impacto que el advenimiento de la Modernidad ocasionara en la religión, subvirtiendo sus vínculos históricos con la sociedad y poniendo en crisis sus grandes sistemas de pensamiento, el psicoanálisis pareció ocupar por un breve tiempo el ministerio que la Iglesia había asignado al lugar sacramentado del confesionario, y el pecado confesado del creyente se trocó en la consciencia exteriorizada del neurótico. El largo camino de la expiación, seguido durante siglos por el hombre cristianizado que buscaba la conciliación con el Padre celestial, de alguna manera parece evocar la suerte psicológica del individuo recostado en el diván psicoanalítico, quien, mediante la libre asociación de ideas, se somete al examen interpretativo de un clínico. Tanto el devoto como el neurótico manifiestan su relación con el pasado personal por medio de un remordimiento interminable, el cual contiene la fatiga milenaria de la especie erosionada por el tiempo sucesivo. Para ambos sólo el acto de contrición más prolijo, concebido como petición de indulgencia ante una autoridad socialmente reconocida, pudiera llegar a reparar esa grieta localizada en el tejido de la existencia.
Decía Freud, que el artista era quien único podía curarse a sí mismo, y es que hay algo, en la particularísima experiencia del arte, que recuerda la honestidad original del confesionario, aunque superado por el rigor solitario de la autoconsciencia. Para el pensador austríaco, el arte era el campo privilegiado del neurótico, su área indivisa de expansión existencial. La verdad del artista es así la verdad radical del mundo, porque esa verdad ha sido construida mediante el registro de una subjetividad avasalladora, y porque “detrás de la ilusión se encuentra el conocimiento”, (H. Marcuse). Debido a esto, es que Nietzsche pudo ver en el arte helénico la consumación del reino de la ilusión alzado por el hombre frente a la devastadora crudeza de la realidad, y fue eso lo que él, aproximadamente llamó “la auténtica metafísica del mundo”. Esto último deja el camino abierto al criterio de que la religión colinda, en ocasiones, con la experiencia artística, en el terreno del proyecto mutuo de la imaginación, la acuciosa intuición y la profusa sensibilidad. Pero sobre todo, porque indistintamente el arte, o la religión, han proveído desde siempre al individuo de una justificación moral de la vida.
En vías de la elaboración de su metapsicología Freud, oportunamente se preguntaba, ¿si la religión no era una neurosis obsesiva de carácter universal? La neurosis, como la religión, nos habla de un paraíso fracturado y de un tiempo congelado donde hibernan las imágenes prodigiosas e imposibles del deseo. Y ambas reflejan por igual un conflicto irresuelto, un nudo capital localizado en el entretejido que existe entre el ordenamiento de las cosas y la historia cómplice de las ideas. El lenguaje metafórico y la coherencia interna que poseen los mitos cosmogónicos, expresan asimétricamente el orden de las cosas pero lo expresan, como si esa idealidad pudiese estar interrelacionada, en última instancia, con una realidad socio–determinada. Aquello que Marx aproximadamente denominara “un orden de relaciones sociales mitificado por la religión”, paradójicamente lo que hace es poner en evidencia las cercanas relaciones de las ideas y el mundo, pues las formas más relevantes de idealidad religiosa, se encuentran ubicadas en el campo histórico, donde terminan por alinearse en el espacio objetivo de una configuración sociocultural.
Tempranamente Aristóteles aconsejaba una interpretación de los textos que distinguiera entre la literalidad y la alegoría. El mito inaugural del paraíso perdido, tal como lo narra el Génesis bíblico, hace especial énfasis en la desaparición de un arcano ordenamiento del mundo, y que esa catástrofe inicial condujo a sus habitantes primigenios a construir fuera de los antiguos límites establecidos por Dios–Padre, una nueva norma fundada por el trabajo y la vida en sociedad. Si el pecado de acceder al conocimiento les hizo concupiscentes, llevándolos a abandonar para siempre la inocencia salvaje del Edén, también les hizo contraer “la enfermedad del progreso” creando instrumentos de labor, instituciones y civilización. La fábula de la Caída original, narra metafóricamente el comienzo de la historia a partir de sus dos actividades principales, intrínsecamente relacionadas “la producción económica y la reproducción sexual” (Federico Engels).
Cuando Freud explicó el orden interno de las sociedades totémicas por medio de las prohibiciones, castigos y recompensas, lo que hizo fue coincidir con los postulados básicos del Génesis, según Moisés. El profesor vienés entendía las prohibiciones como el mecanismo que desde su interior habilita la existencia de la sociedad humana, en el mismo grado que el Dios–Páter lo hiciera, convirtiéndolas en la regla capital del paraíso, y de su posible transgresión, el principio moral de la expulsión. Esto no es casual, los libros que integran el Pentateuco y componen la primera parte de la Biblia, fueron unos de los primeros y más importantes documentos a los que tuvieron acceso los incipientes estudios etnológicos del siglo XIX. Por eso, al dejar implícita la relación entre la prohibición impuesta por el Dios–Páter de no comer de “el árbol del conocimiento” y la prohibición totémica como aparece en las primeras culturas, el psicoanálisis convirtió el viejo mito de la expulsión en fundamento del génesis histórico del hombre.
Ese mítico fin de un orden primario, ¿pudiera ser entendido como la disolución histórica de la Fratria original? ¿Fueron Adán y Eva alegorías bíblicas de la primera formación étnica que habitara sobre la tierra? ¿Es acaso Adán el símbolo del primer hombre lesionado por el conocimiento y el mitológico punto de partida de la larga herencia filogenética?
En la comunidad primitiva la prohibición obligaba a una sexualidad exogámica que le impedía proliferar en el interior del grupo parental, la cual buscaba preservar las identidades de padres, hijos y hermanos comunales, concebidos más allá de los lazos filogenéticos. Y los preservará del mismo modo que más tarde la familia de orientación consanguínea protegerá la identidad de sus miembros y su propia cohesión, con el rechazo a toda forma subterránea de sexualidad. Si partimos de que las primeras organizaciones sociales estaban establecidas sobre una amplia red parental, la cual involucraba en función de la producción económica y el reparto equitativo, a todos los individuos inscritos a un mismo “árbol” totémico, la prohibición del incesto tenía un alcance universal, y su transgresión cobraba el sentido de una irreparable lesión en el corazón de la fraternidad.
La definición del incesto no es un concepto inmutable, socialmente invariable, debido a que el modo de entenderlo ha cambiado según los diferentes estadios del desarrollo histórico. Por tanto, esa condena no es un postulado abstracto de la consciencia moral, porque dicha prohibición ha aparecido siempre sustentada por un medio social específico, o por un grupo étnico en particular. Por supuesto, en la Fratria, el incesto no puede ser descrito como relaciones sexuales practicadas entre padres, hijos o hermanos consanguíneos, ya que allí el vínculo estrictamente biológico no existe, o simplemente carece de valor. Por otra parte, la idea de un Padre inserto en el hecho biológico de la procreación y a quien se le asigna un rol concreto en un grupo humano, es relativamente tardía. No sólo porque al individuo primitivo le era difícil reconocer el nexo causal entre el acto de la cópula y el nacimiento de un ser ocurrido nueve meses después, sino, esencialmente, porque las relaciones originales del Padre y el hijo se adherían a un espacio eminentemente social donde mutuamente se reconocían y donde recíprocamente construían sus identidades.
No obstante, el motivo original de la prohibición puede seguir teniendo una explicación freudiana: preservar a la comunidad de una sexualidad indiscriminada que aniquilaría las identidades parentales, sumergiéndola en el caos. Es muy posible que haya existido una rivalidad prehistórica en el interior de los grupos humanos antes que llegaran a establecerse en una definida formación social, y esa rivalidad era hondamente instintiva, ya que eran esos mismos instintos los que conducían al macho y a la hembra al apareamiento y a la tarea común de la supervivencia. Y esas características ancestrales eran recordadas por la cultura de la prohibición en tiempos fraternos. Aunque en su disposición más precisa, la condena universal del incesto estaba dirigida a evitar el apareamiento en el interior de la comunidad, debido a que crearía grupos que, inicialmente fundados por la atracción sexual y la necesidad instintiva de la reproducción, atomizarían la vida comunal y terminarían por establecerse como pequeños núcleos de economías y vidas independientes. Obviamente para que esto sucediera tenía que morir la cultura totémica y sus arcanos dioses tribales.
Entonces, ¿bajo qué condiciones se sitúa la contradicción histórica que desintegró la antigua comunidad fraternal y determinó el surgimiento de las familias consanguíneas, las cuales auspiciaban las relaciones sexuales dentro de un mismo grupo?
La primera forma de propiedad privada, socialmente instituida, fue erigida por la familia de alineación consanguínea, que por un lado se retículo sobre sí misma frente a la sociedad, en su calidad de propiedad exclusiva del Páter–familia, quien convirtió la riqueza, la mujer y los hijos en patrimonio, y por el otro, creó las variantes de organización familiar sindiásmicas y monogámicas como hoy las conocemos. Aunque para esto último tuvo que trasvalorar el significado original de la prohibición del incesto, imponiéndosela al hijo, quien de su antigua condición de hijo libre y universal de la comunidad, se vio reducido al estrecho recinto de la ley paterna y la Propiedad, las cuales serían a su vez legitimadas por una moral abstracta y un nuevo orden sociocultural. El fin de la organización fraterna trajo inevitablemente consigo la abducción de la Madre y la ruina del hijo. Cuando esto ocurrió fue que las figuras del Padre y el hijo se volvieron antagónicas y apareció, reclamando su sitio en la historia de la cultura, la neurosis edípica.
¿Pudiera ser comprendida dicha neurosis como una consecuencia en estricto de un largo proceso de desnaturalización de la condición humana, provocado por la fractura de las relaciones originales del hombre con la naturaleza, que condujera al fin del universo totémico y de las reglas que regían allí el parentesco, los roles de la sexualidad, la producción económica y el reparto equitativo de la riqueza? Lo cierto es que Edipo nació en un momento histórico que el etnólogo Malinowski situaba en tiempos de la aparición del régimen patriarcal. La insurrección de Edipo contra la familia consanguínea, y el carácter abiertamente neurótico que ese enfrentamiento posee, no pueden ser separados de esta circunstancia. De lo que se desprende, que el conflicto no está dado a–históricamente entre el hijo y el Padre ancestral, el conflicto tiene lugar en el momento específico en que entran en contradicción las leyes del desarrollo y el antiguo estatus fraternal de la comunidad: el efecto aniquilador que sobre ésta tuvo la aparición de las primeras formas de propiedad, las nuevas relaciones de producción y la atomización social derivada por el interés sexual y económico de los grupos en particular.
Como observa H. Marcuse, aquello que Freud llamara “el Principio de la Realidad” no es una entidad inmutable, concebida como una categoría abstracta desprovista de historicidad, debido a que lo real se encuentra sometido al incesante cambio y transformación que le imponen los estadios del desarrollo, adscritos a los diferentes modos de producción. De esta manera, el profesor de la Escuela de Frankfurt propuso una corrección al pensamiento freudiano que quedó definida como “el Principio de actuación”, el cual partía del principio cardinalmente activo que describe la actitud volitiva del hombre con respecto a la realidad, quien la rehace al entregarle una determinada configuración histórica.
Del mismo modo que producción económica y reproducción sexual mutuamente se entrelazan en un espacio singularmente humano, a través de oposiciones dialécticas como población y consumo, todo sistema de producción contiene en su génesis una norma de reglamentación sexual. De esta manera, trabajo y sexualidad se vinculan entre sí como los pares opuestos y complementarios: si el fin inmediato de la sexualidad es el placer, la consecuencia inmediata del trabajo es traspasar el umbral de un consciente proceso de hominización que comienza por abarcar a la sexualidad, entregándole un lugar en el entramado social. Aunque a la abstracción que supone la separación arbitraria de trabajo y capital (Marx), le sucede la abstracta escisión de trabajo y sexualidad. En el mismo nivel instaurado por el régimen de la propiedad en que el trabajo se aliena y se des–hominiza, la sexualidad pierde, a su vez, su hominicidad para dejar de ser gratificante. Y es en ese recinto asfixiante donde habita la consternación de Edipo y se justifican las energías anómalas de su violencia.
Si para Freud, el enfrentamiento entre el Padre y el hijo componen el binomio central del cual la historia entera depende, y para Marx, siguiendo los pasos de Hegel, naturalizar el concepto, es entregarle a la naturaleza un significado conceptual que se vuelve histórico, el concepto que define la naturaleza de lo edípico, no es tampoco separable de su historicidad. Es en ese terreno donde el binomio freudiano adquiere su plena connotación, porque de lo que se trata es de llegar a entender el fundamento social de ese antagonismo, y de las circunstancias objetivas que explicarían la permanente reactivación en la historia misma de dicho conflicto.
Si Moisés en Génesis se encargó de injertar al principio mitificado de la historia la familia patriarcal a–históricamente constituida, Freud no pudo, en última instancia, ver más allá en la historia del hombre que su origen filogenético. Mientras la naturaleza de lo edípico –condenada a estar inscrita a una filogenia que articula en torno a la figura sublimada del Padre, prevaricación y Propiedad– expresa unas relaciones históricas alienadas, donde la neurosis y la religión no son otras cosas que respuestas equívocas de la consciencia a un orden del mundo enajenado. Por eso es que Edipo puede ser descrito, como una consciencia desdichada que pone en evidencia una disfunción de la sociedad, la cual se proyecta como una dislexia fundamental que afecta al pensamiento, e incluso a la coordinación en sí del cuerpo social. Aquello que el pensador austríaco llamara con énfasis “el malestar de la cultura”, creada por el sentimiento de perenne embarazo que trae consigo una vida reprimida, no es que tenga su causa en la conducta edípica, sino que Edipo porta consigo los males y las culpas de la humanidad.
Pero, ¿hasta qué punto sigue siendo sostenible la hipótesis de un trauma convertido en agente causal del comportamiento neurótico, y que de hecho guarda para la humanidad una lectura ético–religiosa con la noción del pecado original?
En sus reflexiones sobre el psicoanálisis, Carl Jung, uno de los pioneros junto a Freud de lo que devino en llamarse “psicología profunda”, llegó a decir que lo que su propia experiencia clínica demostraba, era que no se trataba de convertir la terapia en un método que se dedicara a extraer el trauma alojado en la vida del paciente, del mismo modo en que opera un escalpelo sobre un tumor maligno. Por el contrario, lo que se debía hacer era intentar rescatar en el neurótico su historicidad, entendida como el valor que la recuperación terapéutica le asigna a la memoria, pero en un sentido primordialmente activo en cuanto creativo. Para Jung era el presente el que tenía la capacidad de reactivar la neurosis y retroalimentar los traumas, por tanto, es también desde el presente donde se decide si puede salvarse o no la personalidad psicológica, en la justa medida en que la existencia del paciente se libere de las determinaciones factuales que fijan la enfermedad a un orden abstractamente causal, que no sólo lo despoja de su responsabilidad objetiva, sino del significado teleológico de su conducta moral. Jung llegó inclusive a afirmar, que si el neurótico quería curarse estaba obligado a emprender la difícil tarea de “superarse a sí mismo”. Cosa esta última que ha sido desde siglos objeto exclusivo de las religiones, y que la propia religión cristiana heredó, proponiéndonos, a partir de las predicas exaltadas de San Pablo, la necesidad de un “hombre nuevo” no concupiscente, esencialmente entregado a la práctica cultural de nuevos valores.
De todos los sucesivos desgarramientos que ha padecido el individuo a lo largo del tiempo, es la separación de la existencia de su propia historicidad –el inmerecido despojo de ese contenido vital– el que más corroe la estructura de su ser. El hombre al perder su historicidad, corre el riesgo de dejar de ser semejante a sí mismo y de ser asaltado en ese sitio, tan cercano a él, por la anomia y la ajenidad. Sin embargo, existe en el idioma alemán una palabra que otorga a la memoria una capacidad probablemente única, y que no guarda al parecer equivalencia en otro idioma. Tal palabra encierra el concepto de erinnerung. Por él lo que es recuerdo, estricta cifra que registra en el tiempo el paso indiferente de eventos, personas, fechas y lugares, se transforma en voluntad creadora; en capacidad de unir el tiempo sucesivo a un proyecto de vida dotado de máximas integraciones. Pues si la consciencia, como resultado del carácter cíclico que le confiere su condición de naturaleza, siempre termina por retornar a sí, lo hace porque no puede seguir siendo extraña a una historia que le pertenece desde el corazón de su significado, y es, también, volición unificadora del contenido de lo humano. Cuando la memoria recuperada abre por fin las puertas de su historicidad, el orden y la coherencia de la vida quedan por fin esclarecidos, y la actividad objetiva y cognoscente del individuo se despliega sobre el amplio horizonte de su propio destino.
Si fuera cierta la tesis freudiana de que siempre hay un recuerdo omitido, y es el mismo inconsciente el que se esfuerza por retenerlo en las sombras, debido a que la concientización de esa experiencia inhibida podría poner en peligro el equilibrio psicológico, es cierto además que lo que debería retornar del olvido es el hombre plenamente reconstituido, donde pasado, presente y futuro, serían para él sólo formas escuálidas que adopta la consciencia para relacionarse con el significado preterido de su condición natural. Existe así un fenómeno definido por Freud como conversión, el cual tiene al parecer su origen en una severa lesión que ha sufrido el sujeto psicológico, que de algún modo sufrió también la cultura, y ha provocado un área en particular de amnesia, como si las historias respectivas del individuo y la humanidad, se negaran a revelarnos sus más profundos contenidos. Entonces, ¿es concomitante el pasado cultural de la humanidad, que a ratos se nos presenta como una superficie en ruinas, con la memoria arruinada del neurótico?
Es en ese sentido que podrían repensarse las ruinas de Troya descubiertas para la Modernidad por Schliemann, como uno de esos espacios rotos que, en ocasiones, nos exhibe la cultura. Troya, si nos atenemos a los testimonios que nos dejara la literatura helénica, es una de las formas que adopta – ¿histórica? ¿ficcional?– la mala consciencia. Si Troya realmente existió es cierto el pecado de Grecia, y sus ruinas, descubiertas hace más de un siglo, sirven para prestar testimonio de una consciencia culpable que atenazó a Occidente en el período clásico. Luego, ¿qué significado poseen los inciertos abrojos que crecen en ese paisaje abrasado? Lo que el arte de la antigüedad nos indica, es que si Ilión es la memoria espléndida que traza el periplo magnífico de Homero y la Tragedia ática, es además la memoria arruinada de las profecías culposas de Casandra, del llanto desconsolado de Príamo en la muerte de Héctor, de la cruel inmolación de la virgen Ifigenia, o del horroroso destino de Orestes, porque los conflictos que preestablece la sangre, son en realidad insolubles; a la vez que componen el motivo radical de la súplica de la madre Anticlea ante a Ulises, quien continuaba aferrado en los ínferos a las sombras fugitivas de sus padres:
“Hijo, no permanezcas más tiempo en este Valle de lágrimas, asciende hacia la luz”.
Después de esos paisajes desolados que a ratos nos muestra la cultura, se encuentra la posibilidad de ascender al presente histórico que es, diáfanamente, el lugar excepcional donde laboran y se congregan los hombres. Por eso, si el Adán bíblico representa simbólicamente el principio de la larga herencia filogenética, Jesús de Nazaret, en cambio, es el hijo universal cuyo legado no hay que buscarlo en las obscuras raíces de la sangre, sino en el magisterio que se entrega a la reconstrucción de los lazos espirituales que se unifican en la Fratria primordial. Un hijo que pretende recuperar su antigua libertad y reencontrar, a partir de ella, al Padre universal en el terreno de los valores compartidos. Y un Padre cuyo contenido histórico no bate como un viento helado desde la sombra emblemática del Sinaí, donde se amontonan las tablas del Decálogo moral; por el contrario, su signo inconfundible es el arcoíris que asoma sobre la cima desnuda del monte Ararat, después que fueran borradas por los torrentes del Diluvio las generaciones que engendrara Caín y sólo quedaran en pie los hijos universales de Abel.
Hay en definitiva un lugar que Freud denominó con las nociones especulares de limen y umbral, en el que la consciencia se abre hacia la sospecha de una verdad largamente obliterada. Dicha verdad, como señala Lacan, no es una particular alusión al inconsciente, concebido como el romántico páramo donde moran “las secretas divinidades de la noche”, esa verdad tampoco nos anuncia la llegada del esperado príncipe de las profecías, del predestinado que habita en la mágica canasta de tradiciones que componen el vasto cosmorama de Oriente y Occidente; es en realidad una certeza mucho más humilde; una intuición más íntima. Pues lo que está llamado a retornar desde el umbral de la protoconsciencia hacia la realidad, es el dolor que se aciclona en el campo ontológico –“la llama en que arde–” donde se gesta y pervive lo real, y es, además, una forma específica de sensibilidad. Edipo, esa bella figura clásica, es el portador esencial, en cuanto histórico, de ese dolor y en él se realiza el misterio de esa encarnación.

(La Constitución de Teseo)
El nacimiento de la Ciudad–Estado en la antigua Grecia tiene un valor, sin duda extraordinario, para la historia civil y sociocultural de Occidente, aunque su origen se pierde detrás de un horizonte francamente mitológico. Los antiguos anales le asignan al rey Teseo la puesta en vigor de una constitución por la cual se erigió en Atenas una democracia política. Según la leyenda, con “La Constitución de Teseo” es que el antiguo espacio jurídico de las pequeñas sociedades comunales se fusionó en un espacio mucho más amplio, regulado por una ley cívica que congregaba a los ciudadanos en torno a un ágora. Esta constitución quiso entregarle al hombre la nueva condición de hijo libre y universal de la Ciudad, y fue la específica respuesta histórica con la que la Atenas clásica buscó superar los conflictos inútiles de la sangre y, a la vez, el antiguo orden totémico negado por las leyes del desarrollo.
Fue la aparición de la propiedad privada lo que hizo colapsar a las arcanas hermandades, causando la división de la sociedad en clases y el desarrollo de un mercado que convirtió al dinero en la principal pieza de transacción. No obstante, el hombre griego necesitaba poder garantizar la cohesión interna de la sociedad ante las nuevas formaciones económicas emergidas, y acudió para esto a un principio universal que había estado presente en la Fratria original. Ya que todo proyecto histórico, si aspira a salvarse, debe comenzar por fortalecer aquellos principios que sustentan la mancomunidad.
La democracia ateniense es la fuente institucional donde surgen por primera vez en Occidente los derechos políticos del individuo–ciudadano, prudentemente alzados frente al despotismo de los emperadores asiáticos. El nuevo orden instaurado comenzó a dejar atrás la excesiva sujeción a la tradición y al pensamiento religioso, terminando por convertir a la vida en una entidad eminentemente mundana, sustentada a través del diálogo y el reconocimiento recíproco, tal como si en la Ciudad del Ática hubiera alboreado una lograda Modernidad mediterránea.
En el “capítulo de Jena”, Hegel fundamentó el origen del hombre sobre las premisas intransferiblemente históricas de sociedad, trabajo y lenguaje, pero el acceso del individuo a la realidad del presente es sólo viable, si dichas premisas le permiten recuperar su responsabilidad moral, su horizonte teleológico, así como dejarlo provisto de un destino civil. En la tragedia de Antígona apreciamos la valiente defensa de los derechos y valores individuales frente a la totalidad abstracta del Estado, y es ella precisamente quien acompaña a su padre, Edipo cuanto éste deja implícita con su llegada a Colono su última utopía, como el legado que, en la persona de Teseo, el tebano quiso dejarle a Atenas. Y exactamente en ese lugar en que nace la Ciudad–Estado donde se abren las puertas a la interrogación sobre el carácter todavía inconcluso de semejante legado, el cual halla su crítica más formidable en la siguiente observación de Engels: “Lo que perdió a Grecia no fue la democracia, sino un sistema esclavista que proscribía la existencia del trabajador libre”.
Por tanto, la pregunta si será posible o no reconstruir para la humanidad en su conjunto la fraternidad colectiva, no sólo ha quedado inscrita en el seno de la crítica marxista al régimen de la propiedad, sino que se encuentra además ceñida al alegórico lugar donde la tradición clásica sitúa la tumba de Edipo: en el interior de los perímetros jurídicos de Atenas. Con su muerte, Edipo se libra de todos sus estigmas en la misma magnitud en que alude a su integración a una colectividad mucho más grande, hondamente vívida y gratificantemente humana. Puesto que si, según Freud, el tebano está en el comienzo más obscuro y agónico de la historia, se encuentra también señalándonos el final, pero como una ardiente tentativa –un deseo incolmado e incólume– que no acabará nunca de cerrarse.

28 de enero y 011

Sunday, April 24, 2011

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Misterio y melancolía en la poesía de Leonel Calderón

Hay una pieza del pintor metafísico de principios del siglo XX, Giorgio de Chirico, que bien pudiera servir como leitmotiv de este ensayo. La tela en cuestión tiene el siguiente título: “Misterio y melancolía de una calle”. Conversando hace pocos años en el pequeño pueblo de Jinotepe, con el poeta nicaragüense Leonel Calderón, surgió la idea de ilustrar su último poemario, con esa pintura del célebre artista italiano, precursor del surrealismo. El contubernio entre pintura y literatura ha sido siempre posible, y, de algún modo, ambas disciplinas estéticas confluyen hacia un horizonte integrador, aunque las formas específicas que adopta esta vieja relación, no hayan sido nunca convenientemente explicadas. Fiel a esto último, podríamos preguntar: ¿Qué es lo no explicado en la poesía de Leonel que la hace colindar con las plasmaciones plásticas de Chirico?

Lo común a ambos artistas, aquello que los hermana en un juego mutuo de semejanzas y aproximaciones, es curiosamente el breve entorno urbano de Jinotepe; sus viejas y gastadas calles en sombras, en las que se percibe el constante ir y venir de la inextinguible melancolía del poeta. La idea que el pintor buscó plasmar en el lienzo, refleja con sus propios recursos lo que un día fue expresado por el poeta, y en ambos casos se nos aproxima bajo la forma universal de una intuición. Porque pocas veces una poesía se asemeja tanto al lugar en que ha sido inscrita. En raras ocasiones la expresión plástica y la configuración poemática, poseen la capacidad de evocar por igual un mismo paisaje y una idéntica sensación, los cuales se disuelven entre la soledad y el hastío, y a la vez, en ese intrincado e insoluble misterio que es en sí la vida. Singular ambiente citadino sobre el que se deslizan uniformes los días de Leonel, entre tanto cumple la tarea de ser el espacio físico que contextualiza su sensibilidad, al mismo tiempo que ésta nos remite a un sentido estético más amplio, el cual realiza su significado por medio de la hondura escatológica insinuada en la pintura, y en la que se inserta una consciencia del límite más allá de la cual sólo podría estar la muerte, la locura o la eternidad.

Hay algo esencialmente poetizable en la obra pictórica de Chirico que lo acerca a la expresión poética de mi amigo Leonel. Mas, lo llamativo es que la tela del pintor no opera tanto sobre nuestra percepción sensible, sino sobre nuestra capacidad de ideación, por lo que no es una propuesta estrictamente plástica, sino una transposición al lienzo de un dilema espiritual. Lo curioso es además que en el poemario de Leonel que nos ocupa, (Ofrendas del tiempo) no aparece ninguna mención al paisaje real, al específico contexto urbano en el que fueron escritos esos poemas, ya que ese texto se aparta con desdén de toda inmediatez, para situarse en el aspecto puro de la subjetividad y construir desde ahí su propio paisaje metafísico. Esto también me trae a colación a Chirico, y es lo que al final nos hace comprender la razón por la que el poeta recordara mi sugerencia, emitida casi al azar, de ilustrar su poemario con una obra pictórica que aportaría un referente visual, el cual proyectaría a un primer plano la circunstancia existencial que sin dudas lo sostiene, e igualmente nos comunica, que aun el oficio más esmerado de la reflexión implica una realidad tangible, mensurable, y una vida recorrida a partir de una infinidad de detalles.

Saber que estamos en la vida como en equilibrio sobre un hilo tan frágil como invisible, también nos hace comprender que el oficio de la literatura es sólo uno de los modos de resistir al tiempo infinito que sin piedad nos desgasta. Porque el lentísimo transcurrir del tiempo en esos humildes pueblos de provincias perdidos en la inmensa geografía latinoamericana, nos propone un diálogo fundamental, al que, en última instancia, sólo pueden asistir los auténticos creadores. Nos dice así el poeta endosando a sus versos la intencional cadencia de una letanía:

“Se alista el hombre como todos los días/ para ir a la oficina/ se baña con cierto desgano/ y un poco cansado se rasura/ la barba de tres días/ busca la corbata ya gastada/ el desteñido pantalón/ la camisa sin ajar/ toma café y mastica de prisa el duro pan/ Hace treinta largos años (o más) que realiza lo mismo (…) camina, siempre por las mismas calles/ y el idéntico adiós y buenos días/ a los mismos vecinos…”

Sin embargo, el poeta se describe a sí mismo “/ cargado de crepúsculos y sueños (…) / con varios libros y escribiendo siempre (…)” para más adelante añadir:Y un día fue / que escogí con amor este camino”. Leonel nos coloca con estos versos en inmediata relación con su imaginario afectivo y el inapelable utópos que persigue su condición humana, entre tanto hace de su relación con el tiempo una relación visceral y la inevitable rémora que compone su destino, en el que a su pesar hormiguean, como en todo mortal, el significado truncado y envilecido de las cosas.

Sería oportuno agregar que hay un contenido diáfanamente evangélico en la obra del poeta, el cual le impele a contemplar la vida desde una mirada primordialmente ética; mirada que, dicho sea de paso, no se encuentra exenta de implicaciones sociales. Pero de la misma manera que la religión le condiciona a Leonel su personal actitud ante las cosas, haciéndolo oscilar entre su quehacer poético y la paciente introspección, las preguntas que realiza, siempre aparecen inscritas en el horizonte creador de sus textos, y a la vez permanecen ligadas al sordo quejido existencial que emite su naturaleza. Poder ver unidas religión y poesía, es algo que entraña un contenido casi misional. Y es un hecho que no es común cuando se trata de un buen poeta, ya que termina por avecinar literatura y eticidad. Tolstoi, por ejemplo, nos dejó en Rusia ese paradigma por medio de su vida y de su obra. Pudiéramos luego volver a preguntar: ¿La intensidad de la experiencia religiosa es la que nos acerca a los valores más esenciales de la vida? Y, ¿son esos valores y no otros los que debe comunicarnos la poesía? ¿Es entonces posible, sobre todo cuando se vive en la arriesgada región del límite, un arte verdadero que sea realmente profano? Lo que podríamos responder a estas interrogantes, es que Tolstoi demostró con su vida que se podía ir de la literatura a la santidad, y creadores como Leonel nos demuestran que además es posible andar con acierto de la religión a la poesía. Quizás porque lo importante sea ir de lo uno a lo otro. O tal vez porque del mismo modo que la riqueza siempre ha hecho malas migas con la santidad, ésta se puede convertir en ocasiones, en el tesoro inestimable del poeta.

Habría que retomar el contenido histórico de nuestros pequeños pueblos rurales, hijos dilectos de las oligarquías de la tierra, para desde de ahí intentar apresar las implicaciones teleológicas que pudiera encerrar para un verdadero artista un poblado como Jinotepe; lugar de pobreza encarnecida y repleto de significados. Ese extraño y, a la vez cotidiano lugar, donde la aguda visión de Chirico se vuelve colindante con el ámbito físico donde a Leonel le fue dado hilvanar su vigilia, confluyendo así pintura y poesía hacia un mismo cauce residual, esencialmente humano del mismo modo que conceptualmente plástico.

En la tela, si la miramos con detenimiento, la avenida “abstractamente” vacía se prolonga junto a una edificación de puertas rectilíneas y ojivales, y su color mostaza, y su cielo jaspeado, así como su configuración exageradamente geométrica, le dan un aspecto frio e indiferenciado al conjunto de apariencia tan misteriosa como improbable; diseñado por el pintor para subrayar la soledad que acompaña a sus fantasmagóricos transeúntes. Nos dice el poeta, situándonos de golpe en su propio entorno espiritual: “Solo Soy, habitando en el Mundo/ en el Mundo concreto, mi casa/ y al Ser, un dolor muy profundo/ me asedia angustiante… y me abraza”. ¿Podría haber soledad sin ciudad? ¿Poesía sin soledad? Poseen las pequeñas ciudades nicaragüenses una particularísima relación con la poesía, al mismo nivel que establecen sus vínculos con el arcano mágico y doloroso de las cosas: Si la ciudad de León es la patria de la niñez impresionable de Darío; Granada, la de las plazas y portales neoclásicos y la aventura desconocida de la Nicaragua marina; por su parte, el viejo y ruidoso poblado de Jinotepe, enclavado en una alta y desarbolada planicie, es una de esas regiones en el mundo, donde se hace más patente la infinita y resignada tristeza residual de la gente, aunque también un lugar donde se vuelven imprescindibles los poetas.

Leonel es un hombre que ha sabido servirse de toda la lasitud bochornosa que colma su vida pueblerina, para dedicarse con sosiego al estudio y al cultivo de su obra, mientras a la frivolidad imperativa e insustancial de la Modernidad, ha sabido oponer su convicción de seguir siendo el humilde ciudadano de un lugar hechizado, hundido en el polvoriento marasmo de los siglos. No obstante, éste es el dictamen que desde su pueblito esencial el poeta le hace al individuo informe de Occidente. “(…) contemplemos solo y absorto/ al hombre desolado de Occidente/ con su esterilidad interior/ con la sequedad insondable de su alma/ y el íntimo derrumbe de sus sueños”.

Es sugestiva la autoridad que confiere la poesía frente a esos grandes mundos aculturados que componen la esfera de acción del hombre moderno. Esta actitud marcadamente imprecatoria aparece en ciertos lugares del poemario que nos ocupa, y alcanza sus mejores acentos cuando habla de “los hombres de paja”:Silencio que cae con la luz de la luna/ sobre techos y lóbregas calles/ mientras plácidos duermen los hombres de paja/ y roncan felices…/ -entes ciegos que tienen el sueño de la dura piedra- (…)” Mas, será obviamente la particular visión sobre las cosas, el sentimiento estrictamente personal, el que va a primar en estos versos, y de este modo observará reflejada en la pupila de Vallejo su propia imagen: “Me han contado con dolor y mucho sentimiento/ el por qué de tu angustia en carne viva/ y la causa de tus ojos dolorosos (…)” Y es esa misma mirada, como pupila que refleja la imagen mítica, la que el mundo nos devuelve y es además su cuadro metafísico y desarbolado, como si el artista hubiera salido al descampado para contemplar en el cielo de Jinotepe la noche más obscura de Chirico: “La luna en añicos ya no sale / y el Sol es un espejo opaco/ y moribundo/ los parques son eriales/ no hay árboles ni pájaros/ y hay sombras/ y ruidos fantasmales/ y púberes doncellas moribundas (…)”

Pero si son claramente discernibles eticidad y melancolía en la poesía de Leonel, ¿dónde es que radica su particular misterio? Este debería ser explicado a partir del correlato establecido con la pieza de marras del creador italiano: Las gastadas callecitas de Jinotepe, son por hipérbole las calles universales de la poesía, mientras la pintura –por la que desanda la sombra fugitiva de una niña solitaria con su aro–, es la imagen intuida de un lejano arquetipo. De esta manera, la imagen fue vivida por el poeta desde su interior, habitada en sus predios por su intensidad:

“En un cafetín y casi en la penumbra/ y en una de sus mesas ya gastadas/ unos ancianos de rostros enjutos/ (y en sus cabezas/ algunos ralos cabellos/ entre canosos y amarillos)…/ beben café y lentamente conversan/ de algo que no se sabe/ que nadie se da cuenta (…)” ¿Qué es eso “que no se sabe”? ¿Qué es aquello de lo “que nadie se da cuenta”? El autor de estos versos no nos lo dice, sin embargo sospechamos que es algo esencial, como lo pueden ser los fantasmas lares que nos rondan, o en la noche una música muy lejana que nos trae un recuerdo de la infancia que no termina de llegar, que quizás no recuperemos nunca.

¿Qué es eso “que no se sabe”? ¿Qué es aquello de lo “que nadie se da cuenta”? Creo nadie responderá jamás esta pregunta. Intentado rodearla, Antoine de Saint Exupery nos propuso la alegoría de una casa de la que en su niñez decían se encontraba oculto un tesoro; por más que lo buscó nunca pudo encontrarlo, no obstante ese tesoro secreto invadió su casa por mucho tiempo de un aura de misterio. Conversando con Leonel Calderón en su pequeña casa de Jinotepe, pude compartir por breves momentos de su compañía y afectuosa amistad, y después de leerme su poemario me pidió que lo prologara. Escasos años después, releyendo con esa intención sus versos, me aproximé un poco más a la evocación de ese tesoro prudente y misterioso que ronda la vida de ciertos hombres; a la secreta intuición de su forma. Hay así en la tierra y en el cielo tesoros inimaginables, aunque nadie jamás podrá hallarlos, sólo los poetas pueden darnos noticias de ellos; por eso es que son imprescindibles.

Monday, February 28, 2011

En busca de la filosofía perdida


(Publicado en la revista Destiempos, enero del 011) wwwdestiempos.com

(…) abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado una porción de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del dulce, tocó mi paladar un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé entonces de sentirme mediocre, contingente y mortal...”

(El sabor de una magdalena en una taza de té)

Marcel Proust

Uno

La novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust fue un acto supremo de la evocación y la reminiscencia, las cuales postulaban la capacidad genesíaca de un creador enteramente entregado a un arduo y fascinante proceso de reconstrucción del pasado. Las asociaciones mentales desatadas por el sabor de la magdalena, sumergida por el artista en una taza de té, trajeron consigo un alud de remembranzas, y lo que fue durante toda una vida sepultado tenazmente en el olvido, retornaba como un viento fresco y triunfal a la memoria; las cosas volvían a adquirir sentido y la propia vida era comprendida en su unidad, asumida desde sus más intensos significados. Los placenteros y lejanos días de Combray, sus viejas calles, sus hermosas iglesias, la rancia aristocracia de Guermantes, ese universo en fin, narrado por Proust de un modo tan sentimental, acaso tan chic, y en ocasiones grandilocuente, reaparecía en el mismo sitio donde hubo una antigua y dolorosa fractura. El inmenso tejido de una de las novelas más largas de la literatura de Occidente se hipostasiaba sobre la huella que había dejado la ausencia y, desde ella, reconstruía la existencia hasta ese momento obliterada del artista.

En una célebre carta al filósofo Federico Schelling, su joven compatriota, el también filósofo alemán Federico Hegel, afirmaba, “precisamos de una nueva mitología”. Existe una sensibilidad muy especial que explora más allá de los límites de la razón y presupone la existencia del mito, su verdadero sentido en la historia de la cultura. Proust es uno de los mejores ejemplos de esto que estoy diciendo. El gran autor francés tocó un punto neurálgico cuando hizo del acto de la reminiscencia la pieza clave, no sólo de su literatura, sino de su relación personal con la cultura, entre tanto, elaboraba un método de construcción literaria basado en la psicología del escritor. El viejo tema de la redención humana, como el recurrente asunto proustiano del autor que busca a través de sus palabras el sentido de una vida perdida, remiten por igual a una problemática que la época ha reubicado con desdén en el terreno del mito. Tal vez por eso, no sólo sea importante decir que los vínculos entre literatura y filosofía no están rotos, y que debemos sumergirnos en esa relación intentando demostrar lo mucho que le debe la filosofía a la sensibilidad, porque además es significativo manifestar la necesidad que tiene la filosofía de ver reactivada su misión en el seno de la comunidad humana. Mito y razón, literatura y filosofía, deberían confluir juntas hacia un espacio interdisciplinario que hiciera posible disolver “las oposiciones solidificadas.” La filosofía podría ser así el resultado coherente de la abstracción intelectual y la sensibilidad, ya que como el arte está llamada a operar a través de la sensibilidad extrema, y, como la ciencia, mediante la gestación laboriosa de conceptos. Por lo anterior, vale reiterar la pregunta, aunque sin pretender una respuesta, ¿qué es filosofía?

La memoria supone el recuerdo abstraído del mundo, y el orden del mundo podría surgir como resultado del devenir de la conciencia que recuerda. No existiría ninguna posibilidad sistémica de inteligencia y elaboración de la cultura, si los seres humanos careciéramos de la capacidad de la rememoración. La memoria comprende el ordenamiento sucesivo de los días, que es el orden cíclico de la naturaleza que se repite regresando a sí misma desde el pasado. Porque lo que la conciencia y el mundo expresan de consuno, es ese de cursar perennemente inconcluso, ese llegar para después volver, ese proceso inacabable, que como las mareas invariablemente recomienza y como el mar retorna a sí aunque sin revelarnos jamás su origen.

Platón nos dejó escrito hace milenios que conocer era recordar, pues para conocer algo había que referirlo, ineludiblemente, a su concepto. Si la percepción de una cosa implica la preexistencia de su idea, todo hallazgo se funda en un reconocimiento, y toda cita, (J.L. Borges) es la mítica antesala de un encuentro casual. Siglos después, inscrito a esa línea de pensamiento,Emmanuel Kant trató de demostrar que existe un preámbulo universal y necesario al conocimiento, que se presenta en nosotros bajo una forma pura de sensibilidad. “El conocimiento sólo puede ser explicado por las condiciones que le preceden”, argumentó, aproximadamente, el filósofo de Konigsberg. Entendida de esta manera, la objetividad se convierte en la precondición de la conciencia que conoce y en el resultado inseparable de esa relación gnoseológica. Hay un sostén lógico del conocimiento que nos permite conocer desde un punto de vista humano y, porextensión, hay un fundamento subjetivo de la cultura que admite los aportes que el pensador hiciera a la historia de la filosofía: “La cultura, (sólo es), afirmó, la obra metódica de la humanidad”.

Pero Kant terminó elaborando una interpretación dualista del universo su – “Analítica trascendental”– debido a que, por un lado describía en detalle el proceso por el cual la conciencia construía los objetos del conocimiento, y, por el otro, separó esos objetos del pensamiento en un gesto pertinaz de extrañeza. A pesar de su extraordinario rigor teórico, debió haber algo inconsecuente en el pensador alemán, quien primero supuso la autonomía de la idea frente al mundo objetivo, y luego, aspiró a ordenar ese mundo según los dictados de la idea y el concepto. Ya que una conciencia situada al margen de las cosas, alzada sobre el pedestal de launiversalización impositiva de sus presupuestos teóricos, no puede resolver los graves problemas que nos presenta un universo que ha quedado dramáticamente escindido. Si persistiéramos en la vieja concepción que la Modernidad filosófica heredó de Kant, todo cuanto el hombre percibe, lo percibiría como radicalmente diferente a sí, colocado en un sitio que amenazaría con volverse infranqueable. Solamente sería practicable la empresa kantiana del conocimiento de lo real, para dejarlo convenientemente organizado según las leyes de la conciencia, si ese conocimiento nos perteneciera de un modo fundamental, y si, abandonando cualquier postura trascendental, partiéramos de la certeza que ese conocimiento es del todo inmanente a nuestra existencia, en la justa medida, en que la conciencia fuese porción constituyente de la naturaleza del mundo. Singularmente esa realidad la describió Hegel.

Theodor Adorno, catedrático en Frankfurt, contó que Hegel le confesó a Eckermann, el amigo y discípulo inmediato más importante del gran poeta alemán Johann Goethe que “la dialéctica era el espíritu organizado de la contradicción.” Si la dialéctica aspirara a ser consecuente con sus propios enunciados, no sólo tendría que someter al juicio de la contradicción el orden del mundo, sino ponerse en contradicción consigo misma. Puesto que el orden escindido de los objetos que pueblan el universo es también un momento de la ley de la contradicción. Y arrinconado en su extrañeza, el artista intuye una peculiar visión, donde lo otro inalcanzable se le muestra como lo esencialmente suyo, como aquello que nunca debió separarse de sí, y comprende entonces que sólo la poesía puede superar esa “alteridad radical” que infesta las relaciones humanas y alcanza la disposición indiferente de las cosas: objetivar al concepto, cargar de subjetividad al objeto, volver vivas la relaciones inertes y dinamitar las estructuras, kantianamente, osificadas del mundo, se convierte en la ingente tarea de quien, llegando a entrever la astucia inusitada de la razón, concibe la dialéctica como un reordenamiento estelar cuyo método, su sensibilidad privilegiada de artista vislumbrara.

Con otras palabras decíamos, que el hombre y el mundo componen una misma realidad, y que el creador era quien único podía hacer regresar esa unidad primigenia de los médanos del olvido. Conocimiento de las cosas y naturaleza de la existencia se encuentran indisolublemente ligados, porque lo que aspiro a conocer de mí es lo que de mí hay en el mundo, lo que del mundo hay en mí. Y si es verdad que el universo está contenido en la conciencia, además es cierto que la conciencia se encuentra contenida en la naturaleza del universo. Lo que para Proust representó su gran búsqueda literaria del tiempo perdido devino, en la práctica, en indagación por una identidad obliterada, olvidada. Pero esa gran exploración emprendida no estaba limitada a una naturaleza ni a una individualidad en particular, ya que lo que se pretendía eran el tiempo y la naturaleza más universales.

José Ortega y Gasset escribió que “Hegel era un Kant que se había encontrado a sí mismo”. Según el escritor español, en Hegel se realizaba, convincentemente, esa difícil palabra alemana eninnerung, que se traduce torpemente como rememoración. Por medio de ella, la conciencia llega a la total transparencia de sí, haciendo inteligible su naturaleza. Cuando Proust dejara esclarecido ante sus lectores que su arte se fundaba en la voluntad de la reminiscencia, y tras el acto de la eninnerung vendría la convicción definitiva de su vida, el hondo significado de lo que él era ante sí y ante los suyos, estaba trazando sobre bases nuevas la difícil palabra, completamente implicada a su insobornable vocación de escritor, que concluía por legitimar su vida e identificaba su obra con su existencia.

Federico Nietzsche dejó escrito que “el artista era el hombre que danza encadenado”, ya que justamente allí, donde el mundo causal impone su ley inexorable, el artista decide resarcir su existencia desde el programa que ha delineado su voluntad. Explicar la ciencia y la filosofía desde la óptica del arte, y entregarle al arte la sustancia de la vida, establece esa secuencia inteligible, intuida alguna vez por Nietzsche, que hace de la vida el testimonio último y, acaso, el más trascendental y esperanzador. El verdadero valor de la filosofía sólo cobra sentido para el creador, sobre todo si repetimos para nuestro fuero interno esta hermosa frase de Ortega, hacer filosofía significa “salir a cazar el unicornio.” Sólo puede estar ausente lo que alguna vez estuvo; lo que expone sobre la arena el dibujo escurridizo de su figura. ¿Qué fractura en lo real representa su huella fabulosa? O, ¿cuál es esa nota esencial que debió acompañarnos siempre y ya no está con nosotros?

La filosofía tiene la responsabilidad de encontrar esa nota perdida, desde la cual se aproximaría un poco más a su inagotable objeto. Esa nota extraviada y única es el ser, que surge en la historia del pensamiento como un universal intuido, y que podría unificar el Saber al remitirlo siempre a sí mismo. La experiencia de la filosofía contiene el carácter intransferiblemente especulativo y hondamente dubitativo de la condición humana, y es sobre esos temas que se proyecta la presencia de un pensar que comienza por pensarse a sí mismo, y en su gestión localiza una raíz universal: el ser como lo realmente indubitable; entendido como naturaleza y entendido en su relación crítica con la naturaleza, aunque sobre todo aprehendido en su acepción cardinalmente dialógica y eminentemente social.

No obstante, la pretensión del racionalismo siempre ha sido atribuirle el principio de identidad al ser, pero el hombre, abandonado a la incertidumbre del tiempo y arrojado como un objeto al trasiego indiscriminado, no puede reconocer su propia identidad si no como algo distinto a sí, constantemente pospuesto por el discurso de los días. El ser es así el gran ausente de la filosofía; la breve huella sobre la arena que se descubre cuando se han recorrido largamente las planicies indiferenciadas del desierto para asistir a la oquedad vacía de sí mismo; a la ausencia de suelo donde no es posible más testimonio que la soledad. La soledad que corre a cuenta de los otros, y la terrible soledad del ser reflejada en su ausencia. El ser, asumido como el otro que está a nuestro lado, en quien persiste la problemática esencia de lo que somos y quien, paradójicamente, se ha convertido en lo otro inhóspito e inalcanzable.

Si la Antigua Grecia significó para Hegel “el momento luminoso de la historia”, es porque la filosofía tuvo allí ocasión de realizar su más alta misión en el seno de una Ciudad–Estado que agrupaba a hombres emancipados. La carencia moderna de una comunidad de hombres libres –donde se verifique, de hombre a hombre, el diálogo filosófico– incapacita de raíz a la filosofía. Por eso el menester del hombre que practica la filosofía, es transitar de lo otro a sí mismo y de ahí a su misión personal y a la desdicha. Como Proust, el artista se encuentra llamado a integrar los fragmentos dispersos de su vida, para desde ellos acceder a su verdad –la cual no puede ser otra que la de su obra (Hegel) – y, además, como Proust, el artista comprende que el mito es el lado postergado de su condición, la vehemente rememoración que un día refulgió sobre la arena: el unicornio invicto de la pureza, la sensibilidad y la inteligencia.

Dos

Platón en la páginas finales de La República, se refiere a la llegada de las almas “a las llanuras del olvido”, “en medio de un calor terrible y sofocante, porque en aquella extensión no se veía ningún árbol, ni nada de lo que la tierra produce (…)”. En la vida ha aparecido un interregno baldío de interdicción, el cual no sólo opera por prohibición, sino por la más extremada tergiversación de todo cuanto el hombre es, de todo cuanto el hombre dice. ¿Cuál es el origen de esa malformación que conmueve de raíz a la cultura y se asienta en la vida adulterando sus valores más elementales? ¿Hasta qué punto los problemas que presenta el conocimiento comprometen el significado de nuestra existencia? ¿Autocomprensión existencial y develación a la par del significado omitido del mundo? Mientras el acto de la eninnerung, ¿no es aquella volición hacia sí, por medio de la cual la conciencia intenta recuperar su ser, es decir, su identidad extraviada, soslayada?

Escribir es exteriorizar la reflexión, es estar dispuesto a someterla a juicio. Si bien es cierto que no puedo negar que pienso, cuando me estoy pensando estoy establecimiento una falsa división en el en sí de mi conciencia: entre aquello que soy y aquello sobre lo cual pienso. Ya que pensar es siempre pensar en algo, al descubrir el primado del sujeto descubro también la instancia inmediatamente correlativa del objeto. Después intento racionalizar a ese otro que ha aparecido en mi mente a través de categorías y lo refiero al concepto, y la relación objeto–sujeto se vuelve así, en mi interior, drástica oposición, desgarramiento; entre tanto, el otro que hay en mí se abstiene de la vida mediante el concepto, y esa profunda incisión la traslado al mundo e ilusoriamente considero que es real. Obrar resulta entonces oponerse a una realidad que se muestra como distante y ajena. Desde un punto de vista kantiano, la objetividad puede ser entendida como algo rigurosamente conceptual e, incluso, como un modo laxo de idealidad. Mas, lo que sucede es que la realidad se ha visto recluida en el interior de la mente, mientras el afuera se ha convertido en una hipótesis.

Pensando en cosas como estas, y en las que, singularmente, se afirma también la vida, Ortega escribió que “donde no hay problemas no hay angustia, pero donde no hay angustia no hay vida humana”. Para el hombre de la primera Modernidad cartesiana, ser será, invariablemente, pensarse, pues todos los términos se excluyen –lo excluyen– y el primado del pensar resulta en síntesis, un apartamiento, la más letárgica exclusión de la vida en el adentro.

En cambio, Hegel, como los antiguos griegos, propuso la identidad del ser y la conciencia. Este pensador alemán quiso hacer coincidir el orden de la naturaleza con la razón, sin embargo, la razón se vuelve impotente para explicar esa unidad. Pues si bien es cierto que hay una unidad que engloba razón y naturaleza, dicha unidad no refleja la simple identidad del concepto consigo mismo –eso sería tautología– sino con lo otro distinto aparecido en el horizonte del devenir. Y ese otro surgido en la complejidad del tiempo, ¿qué es? La vida misma. La vida que constantemente desborda todos los límites y no necesita del proceso puro de la intelección para originarse. ¿Es suficiente entonces pensarse a sí mismo para llegar a la compresión de nuestro ser y de nuestro destino? Contradictoriamente pudiéramos volver a preguntar y a responder: ¿Dónde está mí ser? Oculto bajo la costra de mi reflexión. Pienso y me averiguo constantemente a mí mismo, no obstante sé que puedo cometer error. Singularmente, Hegel se percató de este peligro cuando lo advirtió en una frase que reza aproximadamente así: “La muerte eterna que amenaza (a ciertos espíritus), cuando la naturaleza no es lo suficientemente fuerte para proyectarlos hacia la vida”.

En un conocido estudio sobre Hegel, Adorno razonó que toda identificación del ser con la conciencia se convierte a la larga en una tesis idealista, ya que desemboca, invariablemente, en el primado del pensamiento. Cuando el ser es entendido como algo idéntico a la conciencia, corre el riesgo de verse sujeto a las categorías y determinaciones que la conciencia le impone. Pero aún si fuese cierto que esa identidad entraña una determinación idealista del ser que lo aleja del mundo y lo priva de su libertad, la verdadera conjunción del ser y la conciencia –su posible albedrio y patente mundanidad– se resuelve en la coincidencia de ambos términos con la vida y la naturaleza. Abundando sobre esto, Hegel afirmó: “El concepto tiene su propia determinación, sin embargo, su concepción es la ley del acontecimiento mismo (…)”.

Si el concepto alcanza su determinación en la conciencia, es porque el concepto lo que ha hecho es expresar la naturaleza de ese acontecimiento, y esa relación es una síntesis viviente, la cual nos conduce a coexistir en el seno de la contradicción; la naturaleza se interioriza logrando su ser en el concepto; y el ser se exterioriza hallando su esencia en la actividad de la naturaleza. Mas, lo que ha emergido es la apropiación del concepto de naturaleza, desplazándose del en sí autónomo de la conciencia, al principio de identidad entre ser, conciencia y realidad. La síntesis deseada por Hegel –entre subjetividad y sustantividad– no tiene porque verse recluida al ámbito interior de la conciencia, puesto que el “adentro” de la reflexión, y el “afuera” de la naturaleza, son sólo categorías impuestas por la abstracción, debido a que conciencia y naturaleza participan de una misma e indivisible esencia.

Luego, ¿tiene o no sentido proseguir en ese esfuerzo de repensar el pasado, partiendo del supuesto que en él habita una identidad extraviada que la conciencia trae a sí como emergiendo de las tinieblas de la más lejana ausencia a la más activa presencia, y de la indagación abstracta a la actualización del pensamiento, que decide ponerse a observar la vida para conocer las condiciones inmediatas de la existencia? ¿No es, acaso, legítimo e insustituible ese tránsito que algunos llaman filosofar y es incesante exploración sobre el ser y la existencia? Entonces, ¿para qué negarlo? Esa razón que hemos adjudicado a Proust –y en realidad es tan correlativa a Hegel– de búsqueda de un tiempo y una naturaleza perdidas, que se rehacen bajo la forma indivisible de una historia que nos puede llegar a trasmitir su concepto. Una historia en la que subyace un proceso lleno de contradicciones que, investigándola, permitiría encontrar la estructura obliterada del ser, abstraído de sí, para reubicarlo como respuesta en el contexto vital que le diera origen.

Aunque, ¿cuál sería ese origen? Esa es la pregunta que se hace el hombre buscando sumergirse en el sí de su auténtica naturaleza; asumiendo la experiencia del trabajo como esa actividad fundamental que no sólo le permitiría recobrar, sino llegar a explicar su esencia, reabriendo dicha experiencia para la investigación existencial y la filosofía del ser.

Tres

A fines del siglo XVIII, Hegel observó, no sin acrimonia, que su patria, Alemania, no acababa de unificarse en un estado, entre tanto Francia se entregaba, en esos mismos instantes“a la más intensa experimentación política”. Para el privilegiado estudioso de su tiempo que era Hegel, la Revolución Francesa con la construcción del ciudadano burgués, encarnaba el principio del retorno al en sí de la conciencia histórica de Europa y la realización allí de la ideología política de La Ilustración: la igualdad jurídica ante el estado, la libertad dentro de los límites del derecho privado, y el sufragio universal como la forma de legitimar el gobierno. Mas, la nueva sociedad civil, emergida sobre las ruinas del antiguo orden monárquico y feudal, nacía desgarrada por las antinomias de opulencia y miseria, y la abstracta oposición entre el Capital y el Trabajo; mientras, el ímpetu de la nueva sociedad industrial destruía las formas naturales de la vida, progresando siempre, y en cualquier parte, por medio de la homogenización y la desculturalización.

Hegel afirmaba, que la clásica oposición entre el objeto y el sujeto son formas que adopta el sujeto consigo mismo, pues ambos conceptos se relacionan entre sí como determinaciones psicológicas de supeditación y dominación; autoridad y servidumbre, y lo que hay de antinómico en esas categorías del pensamiento, se traslada a lo fundamental antinómico de la vida y la sociedad. Pero si para Hegel ser y conciencia eran concepciones idénticas, aunque resueltas en un plano abstracto, para el hombre de la segunda Modernidad, la Modernidad Crítica, post hegeliana, que dejaran inaugurada Ludwig Feuerbach y Carlos Marx, ser será siempre existir en las unidades dialécticas de razón y naturaleza, orden causal y significado, libertad y necesidad. Y es ahí donde a la milenaria indagación acerca de un ser eminentemente conceptual, sucede la moderna reflexión sobre las condiciones reales de su existencia. Fue esa reflexión la que estuvo destinada a deconstruir el andamiaje ideológico de la burguesía, al establecer las limitaciones reales del “sueño ilustrado” y vindicar, vida, naturaleza y sociedad frente a los postuladosabstractos de la razón.

Moviéndose en torno a ideas similares, el pensador marxista francés de la segunda mitad del siglo XX, Luis Althusser escribió, haciendo uso de un tropo, que el encuentro entre Federico Hegel –la Filosofía– y Carlos Marx –la Crítica–, se había efectuado “en casa de Ludwig Feuerbach.” Lo que éste filósofo estaba infiriendo es que hay una “razón vital” que nutre por completo la raíz de dicha Crítica. Existe además un segundo deslinde del tropo althuseriano: esa cita con Hegel fue un diálogo amistoso. La filosofía marxista podría continuar siendo sin prejuicios la filosofía de Hegel, mas con una acotación esencial que la reconduce y, en cierto sentido, la rehace: “Nuestro amigo Feuerbach también tiene razón, situémonos a pensar desde el contexto de la vida y no salgamos jamás de ella”.

Entonces, ¿cuál fue la contribución de Marx a esa cita sancionada por la filosofía? Feuerbach nos propuso entender al hombre como naturaleza, reubicado en su paisaje vital y asumido desde el libre horizonte de la sensibilidad; Marx, por su parte, condujo esas afirmaciones a los ámbitos precisos en que podían ser explicadas: La socioeconomía y la historia; ambas disciplinas comprendidas como esa visión integral, no exenta de categorías, que reconstruía globalmente las relaciones del hombre con el tiempo y la naturaleza. No obstante, cuando laeconomía marxista ambiciona organizarse en sistema, teniendo como preámbulo la filosofía hegeliana, corre el serio peligro de olvidar lo pactado con Hegel: “No olvidar jamás a Feuerbach”. No olvidar a la vida, ni al hombre concreto, corpóreo, circunstancial, completamente inscrito en el cosmorama de la vida, y que no sólo es el verdadero objeto del conocimiento, sino el irrenunciable sujeto de cualquier proyecto libertario. Pues fue el horror al claustro hegeliano fue lo que motivó al joven Marx a aproximarse a Feuerbach desde el aireado horizonte de aquellos valores básicos.

Y arrojando luces sobre su propio pensamiento, e incluso sobre el modo en que éste sería recogido por Marx, el propio Feuerbach escribió lo siguiente: “El secreto de la filosofía es la antropología, pero el secreto de la filosofía especulativa es la teología.” Lo dicho aquí, si se desarrollara en toda su coherencia lógica, conllevaría no sólo a la clausura de la filosofía especulativa, la cual ha sido siempre “sierva” de la teología, sino, a la superación en sí de la filosofía por la antropología científica. Mas, cuando Feuerbach realizó su afirmación, lo hizo desde el lugar de la filosofía y como una aserción que la propia filosofía hacía. El sujeto de la filosofía no es el sujeto de la ciencia, porque aunque su “secreto” pudiera estar en la antropología, lo que puede hacer la filosofía con él es incomparablemente distinto a lo que haría en su lugar la ciencia. Ya que los problemas sobre los que aquella diserta son exclusivamente inherentes a su naturaleza. En filosofía no importa tanto el objeto en estudio, como el sujeto que estudia; el valor del análisis en sí, no lo analizado, debido a que es el sujeto quien despliega ahí la estrategia de su escritura y con ella, la estructura legitimada, o postergada, de su ser. Y es ese sujeto, y no otro, el que reclama para sí la reflexión filosófica.

El propio Althusser se acercó al núcleo de este dilema cuando aventuró en la misma dirección que Feuerbach que “el marxismo había fracasado como filosofía y triunfado como ciencia.” Pero si Marx hubiera convertido la historia y la socioeconomía en las ciencias generales del hombre, y, en vías de lograr una solución teórica, traspasado a esas disciplinas los problemas que, secularmente, venía abordando la filosofía, habría reabierto a un nivel superior el ideal humanista de Feuerbach. Aunque acaso, ¿no fue esencialmente así? Sin embargo, si bien afirmamos que el principio de la reflexión especulativa es el ser, ¿cuál es el desempeño del ser que se pretende suprimir con el proclamado fin de la filosofía?

La raíz del ser es su libertad, ese motivo substancial que el Marx de la juventud pudo advertir en la doctrina epicúrea, y en la corrección que “el gran iluminista griego”, hiciera a la teoría de la libre caída de los átomos de Demócrito de Abdera. La libertad es el ideal del ser, y el ser –esa increíble partícula verbal–es la única forma capaz de consolidarse frente a la permanente actividad del pensamiento y la naturaleza. El ser se sumerge en lo profundo que conduce a la vida buscando remedio a sus graves carencias, y, mediante su constante hacer, abre el cauce para que la vida se proyecte con intensidad, incluso donde la razón se había declarado impotente. Mas lo que creíamos era sólo posible como realidad interior –la libertad– resurge como trabajo en la conciencia exteriorizada de la reflexión. Pues la libertad representa un largo retorno a sí, pero ese sí, aunque subjetivo, pertenece al mundo. Ya que el ser no se subordina al orden subjetivo e intencional de la libertad (Kant), pero tampoco al programa abstracto y universal de la razón (Hegel), sino a la vida experimentada como fruición y tarea. Porque al final, no ha sido el ser, ha sido el mundo el que con él se ha renovado.

Ni Kant ni Hegel pensaron adecuadamente las relaciones del hombre con la naturaleza, redujeron a ésta a un conjunto de categorías abstractas, no pudiendo acceder al entendimiento de su esencia real siempre en constante actividad. La crítica de Marx a La Economía política del capitalismo, supone así una vindicación de la realidad frente a la abstracción, vindicación que retenía para sí un contenido filosófico universal. Lo curioso es que Marx escuchó como pocos la queja capital de la filosofía: la patente incapacidad para “cambiar la vida”. Lo curioso es, además, que la teoría en estado puro se vuelve enemiga de la vida verdadera, y que, como para Adorno, la verdad no significa una simple adecuación, sino la completa afinidad de la idea al mundo. Restaurar la vida y reparar las dañadas relaciones del pensamiento con lo real, era lo que el joven Marx llamaba, conceptualmente, hacer cumplir el programa de la filosofía, que es intrínsecamente la misma disposición que conduce al artista a formularle esta petición de principio al mundo: que sea verdadero.

Pero la filosofía hegeliana no estaría consumada hasta que no se tornara en Crítica de la sociedad burguesa y se viera así, convenientemente, instalada en lo real. Esa Crítica se sostenía significativamente en que en la sociedad civil “las relaciones naturales habían quedado suprimidas” convirtiéndose en entidades muertas al ser abstraídas de su propia esencia por las formaciones económicas que, específicamente, engendrara el capitalismo en su quizás inevitable tránsito histórico.

Cuatro

La economía bajo el capitalismo es un sistema objetual de relaciones que circunda completamente al ser, y de hecho lo convierte en un elemento más del sistema. Dicho sistema posee su origen en la existencia natural, por tanto, la lógica que gobierna primariamente a la economía es expresión del comportamiento y necesidades de la naturaleza. Hegel hablaba de la socioeconomía como de un segundo universo construido por el hombre desde el concepto, lo cual podría conducir a que fuese comprendida como manifestación de los problemas que exterioriza la condición humana y revela la estructura interna de su ser. Aunque la reflexión marxista sobre el trabajo es la que nos descubre toda la inmanencia de esa relación crítica con la naturaleza, pues los conceptos de cosificación y alienación dejan de ser en Marx entidades abstractas, para reaparecer como el resultado histórico de una profunda incisión acontecida en las instancias de la vida.

Para Hegel, la cosificación era una postulación abstracta de la conciencia que piensa al objeto como radicalmente separado de sí, que afecta a su vez la estructura del ser y lo escinde, arrojándolo a la lógica implacable del trasiego y el devenir. En Marx, la idea, previamente inmaterial de la cosificación, se ha naturalizado, haciéndose afín al mundo: el concepto de la cosificación se origina, en un sentido marxista, con la expropiación al obrero del producto de su trabajo, la conversión del trabajador en mercancía y el enmascaramiento del verdadero valor del producto por las leyes del mercado. Existe una ley de desproporcionalidad que rige globalmente la maquinaria del Trabajo abstracto bajo el capitalismo: el aumento progresivo de la producción, devalúa en progresión inversa la labor obrera. Pero la recomposición de la identidad original entre el producto y lo producido –la supresión de la falsa oposición entre Capital y Trabajo– señala hacia una reunificación de la conciencia escindida y la restitución de la unidad de conciencia y naturaleza. Por eso en Hegel, el fin de la alienación se consuma con la reapropiación del objeto por el sujeto; y en Marx, con la socialización de la riqueza creada.

El desarrollo dialéctico de la historia ha propiciado una configuración intensamente heterogénea de los acontecimientos, y, sobre todo, ha permitido despejar el concepto de una evolución histórica uniforme, conduciéndonos a valorar lo que Martin Heidegger llamara “el mito del progreso”. El progreso del mundo, si es real, se ha efectuado sobre la base de la abstracción sistemática de las formas naturales de la vida y la enorme concentración, en su lugar, del Capitalabstracto; entre tanto, el papel eminentemente dialógico de las relaciones humanas, en su sentido helenístico, ha desaparecido prácticamente por completo. A la muerte del hombre–público ha sucedido, en todas partes, la proliferación del hombre–mercado. Por lo que, los problemas que proyecta la filosofía crítica inciden sobre una realidad mundialmente alienada, desnaturalizada.

El comienzo del estudio de las razones de la deformación fundamental que padece la vida, pertenece prioritariamente a Marx. Llamativamente, los estrechos vínculos entre la conciencia y la naturaleza no han sido nunca eficazmente esclarecidos. La conciencia que comete error obliga a una relación errónea con el mundo, al relacionarse con una realidad que no ha sido adecuadamente pensada y al experimentar, en consecuencia, una existencia dramáticamente mediatizada. Las razones son primordialmente objetivas, no obstante, si no se resuelven también en el plano de la conciencia, no se resuelven. El problema capital de la filosofía se sitúa en esa necesidad de autocompresión verdadera de la propia naturaleza, lo cual conduciría no sólo al restablecimiento de la unidad perdida, sino a la plena autodeterminación del ser. Entonces, ¿qué es lo que ocurre que esa liberación no se produce ni en los predios de la conciencia ni de la socioeconomía?

Cuando Marx quiso reflexionar a profundidad sobre ese enorme disloque que constituyen una conciencia y una realidad alienadas, severamente apartadas de sí, se remitió a la crítica de la religión y afirmó que esa era la raíz de toda Crítica, el principal motivo de su postura filosófica y el prolegómeno indispensable de su impugnación a la Economía Política del capitalismo.

Para Marx, la religión era un fenómeno de desrealización de la conciencia que transpolaba los problemas reales de la vida al trasmundo de los valores metafísicos, fijos y axiomáticos, el cual se cumplía no sólo en el pensamiento económico burgués, en su singular condición de pensamiento mitificado, sino, sobre todo, en la determinación decididamente histórica que le impone al mundo moderno el sistema de producción capitalista. La urdimbre del sistema religioso –dogmático e iconográfico– expuesto a la mirada marxista, descubría asombrosas equivalencias con el capitalismo, porque es el mundo “hechizado” por las nuevas formaciones mercantiles el que aparece, destruyendo a su paso las fuentes originales de la vida. La opción de Marx fue, persistentemente, desmantelar teóricamente el “más allá” religioso, por tanto, la reconstrucción del “acá” de las relaciones reales del hombre, pasaba por el restablecimiento de una conciencia desalineada. Es como si para Marx la Modernidad capitalista contrajera la peculiar situación histórica, de que un sistema ideológico como la religión cristiana hubiera quedado hipostasiado en sus formaciones económicas.

En ese sentido podríamos volver a preguntar, ¿cómo juzgar la analogía que establece Marx entre La Sagrada Familia, y el proceso de expropiación del trabajo obrero que se denomina Plusvalía? Es originalmente cierto, que el Dios más abstracto de El Antiguo Testamento y la tradición teológica judeocristiana –en lo que puede haber en ello de “escoria mosaica”– personifica milenariamente lo mismo que proyecta el Gran Capital para el individuo contemporáneo: el descoyuntamiento de su experiencia existencial. En ambos casos, el hombre parece quedar desposeído de su propia esencia (Feuerbach), y colocado a merced de una entidad extraña, amorfa, inclemente y totalitaria.

Para Marx, la religión se convierte en el reflejo general de una circunstancia económicamente alienada. Ya que lo que se nos está indicando es que existe una paridad entre la conciencia religiosa y la realidad económica del mundo. De lo cual se desprende, que la verdad y la mentira de una ideología son conceptos válidos pero relativos, porque el sistema de valores que la compone no posee una totalidad abstracta, desconectada por tanto de la realidad; por el contrario, dicha totalidad retiene para sí el fundamento histórico que le diera origen y en el que encuentra su objetiva determinación, y es lo que delimita y viabiliza su investigación. Luego, si partimos que la identidad entre conciencia y naturaleza es la que unifica la paridad entre ideología y realidad, toda ideología está apta para ese estudio que arroje, detrás del nudo de sus formulaciones, o la intensidad de sus imágenes milenarias, la verdad teórica de su significado. Por lo que, el criterio de Marx de “falsa conciencia religiosa” entendida como “el reflejo desfigurado y fantasmagórico de la realidad”, no es sostenible sin serios reparos, pudiendo aventurarse, en su lugar, el término de “conciencia equívoca”, que aunque comienza por aceptar el considerable margen de alteración sufrido en el modo en que la conciencia religiosa se relaciona y explica la realidad, esa evidente metamorfosis ocurrida traduce significados que la razón teórica puede descubrir y la sensibilidad estética es capaz de intuir. Porque, ¿no es acaso toda forma de conciencia, la expresión de un determinado modo de ser de la naturaleza que vertería en aquella sus inevitables equivalencias?

Lo notablemente contradictorio es que el nacimiento y apogeo de la religión cristiana, no corresponde con el período de configuración y desarrollo del capitalismo. O sea, la plena conformación de esa ideología religiosa es por lo menos mil años anterior al origen histórico de las sociedades de mercado en Europa. Lo que ampliaría el contrasentido, si se considera que la era del capitalismo lo que deslinda para Occidente es la franca decadencia del pensamiento mítico. De lo que se deduce, que la conexión entre una forma ideológica como la religión, y un modo de producción como el capitalismo, parece no encontrar en Marx su objetiva demostración. Entonces, si el pensador situó, ejemplarmente, su refutación al capitalismo bajo la precisión de una situación histórica concreta, ¿por qué su crítica a la religión carece de esa misma fundamentación historicista?

La relación de Marx con la religión contiene toda la particularidad que el instante específico de su reflexión, (siglo XIX) le ha conferido: observar un fenómeno ya en crisis; sujeto al proceso de desintegración de su previa unicidad ideológica e histórica. Sin embargo, la impugnación de Marx retiene la pretensión sui géneris de una negación de alcance global, abstractamente válida para todas las épocas, que no sólo identifica “metafísicamente” –según la opinión de algunos de sus críticos de izquierda– universalidad y particularidad históricas, sino que busca minar el espíritu mismo del pensamiento religioso y su fundamento último en el mito.

Se ha dicho que la ciencia, como la filosofía, obra mediante definiciones, y el arte, como la religión, a través de representaciones. Desde milenios la religión viene escenificando, en el gran retablo del mundo, una versión fabuladora del origen y el destino del universo, que pretende trasmitir al creyente atributos básicos de la existencia. La religión cristiana es una realidad histórica que no conlleva necesariamente al individuo a la evasión o la transpolación del mundo, sino a una forma reglamentada de asumir su vínculo con la vida, que mantuvo su extraordinaria coherencia ideo cultural a través del desempeño de más de diez siglos. Marx hizo evidente abstracción de la situación histórica del fenómeno religioso, debido a que se relacionó con éste desde el enfoque de sus axiomas más generales, y, en ocasiones, más obtusos e intangibles. Le faltó un acercamiento más objetivo, paralelo al estudio de las formaciones económicas de Occidente; solamente esta aproximación le hubiera permitido investigar con eficacia las relaciones inmanentes entre la conciencia mítica y el ordenamiento real del mundo.

El mito guarda una estrecha relación con el problema original de la verdad, en un mundo donde el sentimiento mítico señala hacia la relación más embrionaria que sostuviera el concepto con la naturaleza. La verdad, por su lado, mantiene una excepcional conexión con el juicio de valor, puesto que aquello que hemos denominado “el mundo verdadero”, retiene en sus entresijos el concepto moral del ideal. De esta manera, lo que hay de irreductible en la filosofía es su remisión a una verdad que tiene una connotación ética y que conserva en su núcleo más radical, la instancia mítica. Y, ¿cuál es el mito? El mito es el hombre; él es el irreductible de la historia y las filosofías; el sueño arcaico de la religión y el elucubrador empedernido de las utopías. Y la mayor utopía del hombre es la libertad, sobre todo cuando se declara desde el terreno de una conciencia y una naturaleza inflexiblemente apartadas de sí, virtualmente alienadas.

En Hegel el concepto de la libertad se explica por medio de la “concientización de la necesidad”; puesto que para él la libertad aparece como el resultado del saber de una conciencia que se realiza al deducir la esencia de su propia naturaleza. A tono con estas ideas, el poeta Goethe afirmó que “todo hecho es ya teoría”; lo que equivaldría a decir, que toda teoría, para ser verdadera, tiene que habitar en el interior de la realidad. De lo que se desprende, que el instante puro de la reflexión no existe, porque comprender correctamente una situación implica su determinación real. Mientras que en Kant su “deber ser”, entendido como una postulación universal de la idea de la libertad, era una construcción axiológica reducida a un argumento puro de la conciencia. Desde esta posición, el pensador de Konigsberg quiso situar su relación con el mundo, y para eso estableció la estrecha correlación entre el ethos y el concepto también abstracto de la libertad. Sin embargo, si no hay naturaleza que posibilite en la práctica las realizaciones del ser, la voluntad es incapaz de conquistar su autonomía; igualmente, si el ser carece de una instancia ética que guie el sentido de su libertad, de nada vale el contenido natural de la voluntad. Por ende, la dimensión material de los problemas que suscita objetivamente la libertad para su resolución, nos conduce de Hegel a Marx; no obstante, la naturaleza teórica de la elección –como instancia moral– nos trae de regreso a Kant.

Empero, si la afinidad entre la conciencia y la naturaleza concluye en una identidad en la alienación ¿cómo es posible la libertad para una conciencia que lo que hace es traducir en ella las paridades deformadas de la realidad? ¿Sobre qué caminos se puede emprender entonces el proyecto de la liberación? Kant ante esta situación propuso el instante puro de la reflexión, la edificación rigurosa de una “instancia teórica”, la cual, haciendo abstracción de la naturaleza, le propusiera al ser el ideal como solución conceptual de su dilema. Pienso que sobre esta disyunción se desliza la suerte final de la filosofía, sobre todo si establecemos un paralelismo entre la petición de la sensibilidad romántica de Emmanuel Kant de un universo reconstruido desde la abstracción y el sueño moral de Carlos Marx, de una realidad alienada reedificada por medio de la voluntad política.

Por tanto, si Renato Descartes, apuntó al primado del pensamiento desde el cual se fundamenta al ser, Kant, por su parte, al pensamiento que fundamenta al universo, y Hegel a la identidad final entre el ser, el concepto y la naturaleza; Marx es el ser que nos propone la revolución universal; porque las condiciones se han ido dando y esclareciendo a través de un largo camino iniciado por La ideología clásica alemana, que es, singularmente, la senda recorrida por la historia objetiva de Occidente, la cual reserva para cada ideología, y para cada modo de producción, su instancia equívoca, anfibológica, aunque también el momento histórico que determina su específica verdad. Ya que todas las ideologías y sistemas socioeconómicos contienen una verdad teórica donde sitúan su analógica relación con la realidad y sobre la conciencia que se empeña en la búsqueda de una verdad definitiva, equivalente al ordenamiento ideal del mundo.

Por nuestra parte, intentando proseguir en el habitual de cursar de la filosofía, podríamos agregar que tal vez Marcel Proust puede seguir teniendo razón cuando enfáticamente escribe“aquello que conocemos no es nuestro, o no nos pertenece”. Para el artista no es el conocimiento, sino la creación más original la que nos remite a una absoluta redefinición del ser en las esferas siempre concomitantes del pensamiento y la vida. Si en el fondo de las cosas, todo es naturaleza y la naturaleza es conciencia, y la palabra es alocución de las motivaciones más íntimas de nuestra existencia: las graves falencias del texto y de la vida, ¿cómo se justifican? O por el contrario, si el ser en su gran aventura personifica la exaltación de la unidad de conciencia y naturaleza; todo, ¿incluso la vida, podría ser considerada alguna vez sobrenaturaleza?

Septiembre y 2010