Friday, May 22, 2009

Las imágenes terribles del pequeño príncipe


El piloto de la Segunda Guerra Mundial, Antoine de Saint-Exupery pudo habernos dejado escrito un tratado filosófico sobre la soledad, la incomunicación humana y el valor de la virtud, pero prefirió escribir El pequeño príncipe:
“– ¿Dónde están los hombres? – preguntó el pequeño príncipe – se está un poco solo en el desierto.
– También se está solo entre los hombres – respondió la serpiente. (…)
A quien toco lo devuelvo a la tierra de la cual ha venido. Pero tú eres puro y vienes de una estrella”.
El pequeño príncipe habla con la serpiente la lengua de los seres del desierto; el lugar axiomático de la más completa soledad. Su último recurso, inscrito en la ley implacable del Sahara, será hacer valer la promesa de la serpiente, el animal más sinuoso, falaz y lesivo de la Creación. “Soy más poderoso que el dedo de un rey”, le advierte sutilmente a su joven interlocutor. “Puedo llevarte más lejos que un navío… puedo ayudarte algún día si extrañas mucho tu estrella.” Le dice finalmente para tentarlo y seducirlo.
Cuando el pequeño príncipe encontró a su amigo, el piloto con su aeroplano averiado en medio del desierto, se cumplía el aniversario de su llegada a la Tierra y rondaba por el mismo lugar donde le había hecho una promesa la maligna serpiente. ¿Buscaba la muerte, entendida como una forma básica de ensoñación y misterio? ¿Era, de este modo, la muerte la única vía practicable para regresar a su estrella, el diminuto asteroide?
Preguntas como estas nos puede inducir la lectura de ese breve volumen perteneciente, por derecho propio, al compendio de la literatura universal. Una de las fábulas del siglo XX que mayor prosecución ha tenido entre los lectores, sensibles e imaginativos, de narrativa juvenil del planeta.
Existe, sin embargo, una gran fábula matriz de la cual surge, en buena medida, el constructo ideológico y moral de la cultura en Occidente. Dicha fábula ha devenido en una doctrina que contiene toda una serie de pliegues imaginarios, atribuciones simbólicas y un corpus dogmático, sobre los cuales se ha asentado un credo milenario, una tematización incluso de alcance artístico y filosófico: La predicción y genealogía (convenientemente establecidos según las antiguas escrituras religiosas) de la encarnación en Palestina de la vida – pasión, suplicio – muerte y resurrección – exaltación de Jesús, el Verbo; el Cristo de los cristianos.
Tal vez no nos damos suficiente cuenta hasta qué punto nuestra estructura mental -nuestra muy subjetiva existencia-, moldeada en la persona occidental por el paso de los siglos, ha sido preestablecida por los predicados psicológicos de la paciencia y la espera; la esperanza por el “próximo” advenimiento de un ser que no sabemos con certeza qué “buena nueva” nos trae, o de quién se trata en realidad.
Dos finas líneas trazadas a lápiz por Saint-Exupery ilustran esta circunstancia mental culturalmente adquirida: un dibujo infantil que esboza, al final de la narración, el lugar donde se realizaría el hipotético regreso del pequeño príncipe y que posee, en el borde inferior, una leyenda que consuma, ante el lector, el carácter testimonial del libro propuesto por el autor: ((…)Para mí, este es el más bello y el más triste paisaje del mundo): “Escríbanme pronto que él ha regresado”.
En “Crónicas marcianas”, del escritor norteamericano Ray Bradbury, reaparece un tema muchas veces soslayado por la ciencia y el pensamiento filosófico: la naturaleza básicamente emotiva de aquello que buscamos; la fundamentación última del conocimiento en nuestra perentoria estructura mental. Un personaje de Bradbury, concebido como una entidad alienígena, pudiera explicar muy bien la razón de la universalidad del pequeño príncipe: en él vemos lo que necesitamos ver; el reflejo idealizado de nuestras necesidades afectivas. Esta señalada entidad producto, en este caso, de la imaginación libérrima de un creador de ciencia ficción, deviene así, ante el lector, en curiosidad anfibológica: un sujeto recreado por las emociones en el que una pareja de abuelos cree haber encontrado al nieto perdido; un hombre, a la novia amada de su adolescencia; la policía, a un prófugo de la justicia (por ejemplificar al azar).
Cuando la escritora Elena White publicó hace mucho, el libro que se convertiría inmediatamente en un bestseller mundial, El deseado de todas las gentes estaba, por su parte, sintetizando comercialmente el modo psicológico en que las multitudes tienden a relacionarse con la figura emblemática de Cristo.
La cultura occidental, sustentada por una psicología y un lenguaje previamente configurados, ha sido originalmente edificada como una cultura mítica, fundada en la esperanza de un próximo Advenimiento. Por su parte, aquello que hace de El pequeño príncipe un libro esencial en medio del trasiego de los días, un ejemplar bibliográfico al que acuden -para citar a Borges con su recurrente definición de lo clásico- “las generaciones de los hombres con idéntico fervor”, es porque ha sido capaz de estremecer los mecanismos de relojería de nuestra muy condicionada alma occidental.
Partiendo del hecho que la narración de marras es un fenómeno estético establecido, cabe entonces citar estas palabras del poeta Goethe: “En el símbolo lo particular representa lo general, no como un sueño ni como una sombra, sino como una viva y momentánea revelación de lo inescrutable”. Ignoro si en la vida agitada y aventurera de Saint-Exupery tuviera, en algún momento, la experiencia del contacto con una verdad esencial. Aunque de lo que no debería dudar es que él llegó a entender la vida como algo constituido del más hondo e impenetrable misterio. Un libro como El pequeño príncipe, para llegar a constituirse como hecho literario transcendental, tuvo primero que rondar un sentimiento, una percepción en particular, que en religión se le da el nombre de Epifania. O sea, ese encuentro con una persona única, una realidad fundamental, que sólo a los verdaderos artistas les es dado acceder, y en el que el sentimiento religioso se nos aparece como la forma más aguzada - sin oropeles y sin dogmas- de sensibilidad.
Según nos lo narran las escrituras bíblicas, Jesús, como el pequeño príncipe, habitó una temporada en el desierto; -la parábola del Nuevo Testamento coloca al “Hijo de Dios” en una situación extrema, hambriento, flagelado por los golpes de arena lanzados por el viento sobre su carne desnuda y finalmente tentado por el demonio. Estos “hechos” se encuentran incorporados a la tradición religiosa; lo ilusorio, o fantástico, de esa narración se disuelve en la fe del creyente; en la severa constricción que realiza el individuo religioso mediante la obliteración de su razón frente a lo que algunos teólogos han llamado la locura de Dios. Si nos atenemos a Borges, La Biblia debería ser leída como una suerte de literatura fantástica y, junto a ella, libros como La Fenomenología del Espíritu de Hegel y Los nueve viajes de Simbad, el marino, también lo serían indistintamente. Sin embargo, el volumen que nos ocupa se ofrece para traernos a colación una relación hasta ese momento obliterada, una experiencia extraviada en los anales de la historia y en los primeros testimonios Neo – testamentarios.
¿Quién sería, para el piloto que fue siempre Saint-Exupery, ese gran amigo que le inspirara a escribir esta extraordinaria crónica, ese inusual documento humano? Redactado con la brevedad y simpleza de un parte de batalla y salpicado de dibujos.
Bien pudo ser el judío León Werth, “cuando era niño”; como el autor enmienda en la dedicatoria, para hacer entendible que un texto como ese fuera dedicado a una persona mayor. “Es que mi amigo puede entenderlo todo, incluso los libros para niños”; nos explica. Mas sobre todo, este amigo padece de hambre y frío en un campo de refugiados y “tiene necesidad de ser consolado…” ¿No es acaso esa dedicatoria el hermoso símbolo de una amistad que, como afirma Goethe, se nos muestra como “revelación de lo inescrutable”? Testimonio que tuvo el poder de convertir la vida del piloto en leyenda y su desaparición física, casi sin dejar rastro, en pura indagación poética: ¿Se habrá marchado con su aeroplano en busca del pequeño príncipe?
¿Qué relación tan absolutamente radical puede contraerse con las verdades más íntimas y cotidianas de la existencia, capaz de renovar en nosotros las fuentes más originales de la vida y la religión? De esta relación fundamental con la existencia y el destino humano nació, sin ribetes religiosos, el pequeño príncipe. Lo engendró Saint-Exupery en su sedienta caminata por el desierto en pos de una fuente:
“El agua también puede ser buena para el corazón –le dijo el pequeño príncipe al despuntar el alba”.
En esta narración abunda una aguda crítica al marco figurativo del arte, a la verdad formalmente entendida como estricta realidad sensorial. Para el escritor, en cambio, lo verdadero tiene visos de abstracción, porque llegamos a ello por vía de una intelección. Esa parece ser la verdad enunciada por el personaje del zorro que hace de esa historia un libro de aprendizaje, una curiosa epopeya del conocimiento moral y estético: “Es el tiempo perdido por tu rosa lo que la hace importante.” No obstante, el mismo transfondo conceptual parece disolverse en aras de la sensibilidad interior; en aras de aquello que, a pesar de estar más allá de las formas elementalmente descriptivas, no es un concepto puro, sino una intuición lograda al nivel de las emociones, carente, por tanto, de severos condicionantes teóricos, que la convierte en una verdad subjetivamente constituida y en una intelección sentida, percibida.
Fue el pensador Federico Nietzsche quien escribió que -en última instancia- la verdad era sensual; entendiendo con esto que existe una unidad indisoluble entre aquello que se expresa por medio de la vida y aquello que la vida esencialmente expresa. Las múltiples y variadas formas de la vida sólo se perciben si son comprendidas, si son aprehendidas mediante la sensibilidad. Por tanto, en nuestra comprensión conceptual del bien y la belleza se manifiesta la presencia de un modo en especial de sensibilidad, la cual es siempre correlativa, aunque esto pueda parecer contradictorio, al mundo de las ideas.
Cuando el pequeño príncipe contempló por primera vez a su cordero dormido en el dibujo de una caja cerrada estaba arribando, ante su amigo el aviador, al corazón mismo de la intuición, poniéndose intencionalmente al abrigo de una idea que hacía posible la existencia invisible de un cordero. Colocando además en juego su alma, pues la idea del cordero implicaba el peligro de la flor y la enorme responsabilidad del pequeño viajero que había dejado su asteroide inmerso en ese conflicto insoluble: la estrella que necesita un cordero, el cordero que, con su presencia, pone en peligro la supervivencia de la flor que, a su vez, es la esencia intelegida de su estrella. “Yo pintaré un bozal para tu cordero; yo pintaré una idea que te salve del abismo del cordero y de la flor.” Parece balbucear el autor, como si se esforzara por comprender la idea que ata el mundo invisible de los conceptos con la naturaleza original de las cosas. Es en ese preciso instante, en que las ideas parecen conducirnos a una nueva relación con la realidad y apuntan al corazón subjetivo de la verdad, que el pequeño príncipe se nos muestra -como una radiante aparición en medio del desierto- en toda su grandeza, tragedia y postulaciones.
El hecho real del recusar invariable de las agujas del reloj revelan la íntima soledad de la conciencia abandonada en el fondo del tiempo; su primitiva y justificada ansiedad: ¿Qué es lo que esperamos de la vida? ¿Hacia dónde vamos? ¿Por qué persistimos en olvidar que lo definitivo nos espera siempre al final del viaje? Esa es la parábola cruel del guardavías: trenes que parten y regresan invariablemente de uno a otro lugar; ¿hacia dónde se dirigen? ¿qué buscan o qué necesitan? Pregunta extrañado el pequeño príncipe:
“No persiguen nada –dijo el guardavías–. Ellos duermen dentro o bostezan. Sólo los niños aplastan su nariz contra los cristales”.
No creo que el aviador francés haya tenido ocasión para leer a Eugène Ionesco, -ni siquiera coincidieron los dos en una misma época literaria- pero hay mucho de teatro de la paradoja, la crueldad y el absurdo colocado en el oculto intersticio de esas páginas: Un niño trashumante en el desierto, enfebrecido debido a su imaginación desbordante, y que fundamenta, en su lealtad incondicional a una flor -a esa estrella-, la renuncia ética a los valores del mundo; su crítica más esmerada a los presupuestos corrompidos de la existencia.
En su periplo por varios asteroides el pequeño viajero visitó los diversos estereotipos humanos. Aprovechó para evadirse de su propio asteroide una migración de pájaros salvajes y cuando llegó finalmente a la Tierra, en vías de completar su misión, se encontró con altos cerros montañosos que convertían en meros ecos sus palabras. “¿Qué tierra es esta – se pregunta asombrado– donde los hombres no tienen imaginación y repiten lo que se les dice?” Una flor silvestre, descubierta por azar en el camino, le habló entonces irónicamente de los hombres, -la flor había visto un día pasar una caravana: “deben existir cinco o seis, los pobres no tienen raíces y el viento los esparce de un lugar a otro”.
En un breve apunte el autor finalmente nos relata la caída del pequeño príncipe mordido por el ofidio:
“Sólo hubo un relámpago amarillo cerca de su tobillo. Se quedó inmóvil un instante. No gritó. Cayó suavemente, como cae un árbol en la arena. Ni siquiera hizo ruido.”
De todas formas, no creo que nos encontremos ante la idea de la muerte del pequeño príncipe, sino ante un hecho que justifica, ante el lector, su inevitable ausencia; su partida irremediable. El sentido lógico del texto opera generalmente por elipsis: su ausencia es la garantía de su presencia invisible, alojado ahora en el corazón de nuestra intimidad; su visita a la Tierra supone, por paradoja, una misión que la desborda y su misión ultraterrena contiene el significado de su fugitiva existencia. Lo realmente curioso es llegar a entender que el autor escribió un texto de tanta capacidad poética que no sólo nos muestra su privilegiado sentido, sino que parece ofrecer nuevas perspectivas al arte y la literatura, como si en el terreno de la pura recreación simbólica irrumpiera un mensaje hasta ese momento sólo patrimonio exclusivo de las religiones.
Según la tradición de Occidente existen tres grandes textos sagrados: La Biblia, La Divina Comedia y El Quijote. El primero es un texto esencialmente religioso, el segundo oscila entre lo religioso y lo profano, el tercero es esencialmente profano. En el marco general de esa profanidad cultural, inaugurada en el siglo XVII por Miguel de Cervantes, se inscribe perfectamente El pequeño príncipe. Lo novedoso en él es que nos implica en una nueva interpretación de la experiencia cristiana, aunque de raíz prominentemente mundana. Hay en el texto un culto a los valores sensibles de la vida, pero sin dejar de entender que el bien y la belleza operan en nosotros como resultado de una intelección, de una gestión del pensamiento abstracto, que a la vez incorpora las verdades del corazón como las verdades fundamentales de la existencia…
Debido a esta vocación mundana en busca de un sentido que clarifique la vida, es que el pequeño príncipe permanece fiel a la esencia intelegida de su flor, -el tiempo dedicado a ella que la hizo importante y única. Por esa razón, es que la esencia y la existencia van juntas y producen de consuno el significado real de lo humano; porque el hombre es ese ser a quien mediante su existencia le está permitido aprehender el concepto de su esencia. Y también por esa misma razón, es que el cuerpo de verdades invisibles que nos acompañan - entre otras, las “pascalianas razones”- se vuelve tangible, singular y único, como los símbolos que un día creara, para cada uno de nosotros, la pasión innegociable del artista.

No comments:

Post a Comment