Thursday, June 4, 2009

El gran polichinela ( A propósito de la novela Memorias de mis putas tristes' de Gabriel García Márquez)

Existe, en nuestra civilización de Occidente, algo que se llama tradición literaria, la cual involucra en nuestras sociedades al autor de libros y al lector en un recíproco juego formal previamente convenido, que es lo que habilita la posibilidad misma de existencia de la literatura. La literatura, entendida como el inevitable marco formal para una doble posibilidad del todo indisoluble: los consabidos actos de escritura y lectura. Ambos momentos deben ajustarse a un previo acuerdo. El respeto mutuo a un código originalmente arbitrario, aunque legitimado por el peso de la tradición. Sin ese pacto, sin duda social, ni la literatura ni ninguna de las otras formas del arte serían concebibles.
Para intentar decirlo de otra manera: toda obra literaria, sin importar para nada su envergadura, cumple la misma función que realiza en el teatro guiñol la figura del muñeco polichinela. Podemos reírnos, conmovernos, reflexionar o llorar ante ese muñeco que se agita frente a nosotros sobre el entarimado de cartón, pero lo hacemos porque hemos convenido, con el titiritero de la feria, aceptar y respetar los códigos que prudentemente nos exige toda representación escénica para disfrutarla y entenderla. Y allí donde sólo habitaba lo ilusorio -tramoya y bambalina- encontramos una nueva posibilidad de la palabra. No importan ya los falsos techos, los juegos de luces del imaginario escénico y hasta el rutilante oropel, porque la belleza ha conquistado para nosotros su segunda y más humana naturaleza: la del Arte.
Después de la alegre noche de feria nos espera la vida en cualquiera de sus formas y particulares magnitudes, porque de algún modo la representación, a la que acabamos de asistir, nos ha ayudado a comprender mejor algún rasgo de nuestra condición existencial, habitualmente pospuesto por el vivir cotidiano. Es necesario, entonces, entender a plenitud el significado de la expresión “representación escénica”, que se realiza no sólo para que asistamos a la contemplación pasiva de lo ya vivido, sino para llegar a vivir activamente lo nunca vivido, a no ser como intuición pura, mediante los ricos recursos de la imaginación creadora y la sensibilidad estética.
Memorias de mis putas tristes, es así la representación escénica de algo que fue técnicamente concebido para que formalmente lo entendiéramos como un acto cristalizado de la memoria. De nuestra mala memoria, cabe decir, pero no por el olvido, sino por la exhaustiva e insistente atención a cada detalle que convierte lo contado en memoria extenuante. Memorias... es el discurso memorioso de lo ya vivido; monólogo interior que nos cuenta lo anterior.
Memorias... es, además, lo que de hecho nos asalta desde los márgenes donde habita y amenaza lo “no literario”, pero que sacude la fibra misma de toda verdadera literatura; de cada concepción profundamente humana; de cualquier escritura, que se precie de serlo, cuando es observada al margen de los criterios y motivos ulteriores del autor y las convencionales exigencias del habitual quehacer literario que deslabra por igual los rostros estereotipados de autor y público.
Si bien es cierto que el título resulta bastante comercial -García Márquez es hombre experto en marketing-, es válido opinar que en el contexto puro de la novela el título se justifica perfectamente.
Memorias... es así un texto triste. Memoria triste... Bastaría invertir la sintaxis de la oración para darnos cuenta que las tristes no son las putas. Lo es, por el contrario, la memoria que las narra, escrita sobre esos mismos temas sobre los cuales se han contado buenas y malas -melodramáticas- novelas. Memoria triste del narrador que es además escritura y personaje. Novela de un escritor transpuesto al texto donde se evoca una fracasada y aún pícara remembranza.
Opino que esa novela es un texto implacable erigido acaso contra sí mismo. Memoria, monólogo y soledad, donde los personajes ya no existen, nos vuelven a ser contados, representados, vueltos a narrar, como milagro casi exclusivo de la literatura... Pero, ¿cuál es el tiempo de la narración? Precisamente el que sugiere el título a la novela: este triste tiempo de putas que nos ha tocado vivir. Memorias... es de este modo el espacio ubicuo, en cuanto estrictamente literario, donde asistimos a la memoria del gran polichinela.
Algo más: casi me atrevería a plantear que Memorias... es, entre los suyos, uno de los pocos textos realmente importantes de García Márquez que nos sugiere, paradójicamente, una solución optimista. La percibo como ese tardío texto que un implacable escritor se regala a sí mismo porque lo necesita; escrito incluso como un acto de ternura hacia sí mismo. Una novela que nos ha llegado como invaluable regalía de los tiempos postrimeros de un genio literario. Texto que llega sorteando audazmente los peligrosos escollos de un cosmos muchas veces mórbido y muchas veces desolado, donde el mal gusta anunciarse antes de llegar y regresa cíclicamente a nosotros, negándonos finalmente otra oportunidad sobre la tierra.
Es lo que algunos llaman el crudo realismo de Gabriel García Márquez, un escritor que, en términos literarios, pocas veces ha estado dispuesto a hacer concesiones en ese sentido. Tampoco las hizo Cervantes. Una literatura que es, entre otras cosas, la gran crónica de un realismo latinoamericano que se debate entre nosotros sin nociones claras de futuridad, entre tanto nos narra la miseria y la grandeza del poder, el amor, la violencia, el incesto y las compañías bananeras de la United...
García Márquez tuvo diez años de silencio antes de entregarnos esta nueva escritura, la cual rogamos no sea la última, ni siquiera la penúltima. Sin embargo, me afirman que Cien años de soledad le tomó redactarla sólo dieciocho meses.
A Cien años…, García Márquez llegó por aproximación. Hubo toda una serie de textos – libros preparatorios para llegar a esa gran novela. Fue aquella escritura la consecuencia de una serie de borradores, o creaciones previas, que le abrieron poco a poco el camino hacia una obra capital. Los azarosos meses que le tomó redactarla consistieron sólo en el efecto inmediato (¿iluminación?) de una larga consumación personal, dato que me recuerda la respuesta que diera la ensayista cubana Mirta Aguirre, a la pregunta sobre qué tiempo le llevó escribir su importante estudio sobre la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz. Mirta respondió en el acto: "Escribirlo un mes, pensarlo toda la vida".
García Márquez siguió mucho tiempo gravitando sobre el enorme peso de esa obra, del mismo modo que muchos escritores y lectores latinoamericanos todavía lo hacemos. Escribir es como oficio de camello. Rumiar, rumiar y rumiar por un tiempo indefinido y un día ingurgitar de todo lo que teníamos dentro. Entonces, puede dar la sensación de que fue fácil, pues quizás la evacuación sólo duró algunas semanas, aunque nadie puede prever con certeza qué tiempo se necesitó realmente para ello. Y cada obra, breve o extensa, tiene su propio tempo. Nada de veras grande, aparece por arte de birlibirloque. Por el contrario, surge mediante un lento proceso de acumulación. No debería ser válido medir las creaciones por el tiempo de evacuación, pues suele ser casi siempre contingente. Depende de miles de factores, muchas veces puramente casuísticos e incluso psicológicos. Es a la obra en sí misma a la que hay que enfrentarse.
Algo más: los grandes textos de la cultura tienen su propia historia. Obedecen a un destino prefijado dentro del marco de la tradición literaria de un pueblo, de una cultura. Y crean, esos grandes textos, sus propios antecesores literarios, su propia órbita y su propio tiempo histórico. En América Latina, se necesitó de la madurez alcanzada por el llamado "boon" de la nueva literatura para que surgiera entre nosotros ese gran imaginario que es Cien años de soledad. En el entreacto ya habían ocurrido, en América, 500 años desde el Descubrimiento. Sin ese inevitable retablo histórico sería impensable la obra de García Márquez.
Si se necesitaron en América de cien años de soledad, y más para que esa novela irrumpiera en nuestro horizonte literario, ¿qué puede importar entonces que sentarse a escribir “mis putas tristes” tomara sólo diez años?
No obstante, debo agregar que esa novela es claramente otra cosa. Es la vieja historia encantada. La consabida y recurrente historia, que en los límites mismos de la escritura en que confluyen realidad y poesía, narra el amor de un anciano por la virgen a la que cada noche acude a contemplar dormida, como la obra perfecta e intocada de su sueño senil. La consabida y recurrente historia de su asombrosa gloria literaria; de su más asombrosa orfandad.
Una historia tan recurrente que a García Márquez no le ha importado retomarla, de forma inmediata, de una buena novela japonesa. Aunque la pupila de Rosa Cabarcas es algo más, mucho más. Es la siempre eterna bella durmiente del bosque.
Debo agregar que prefiero el primer capítulo al resto de la novela, donde pienso que sólo existieron ajustes narrativos, entendidos como la necesidad de convencer al lector, según lo pactado, de que estaba leyendo una novela que no se agotaba en la página número veinte. Y creo que pudo convencer muy bien de ello a más de un lector.
Lo que sucede es que, al leer, y releer, el primer capítulo tuve allí la profunda convicción que a la expresión literaria no le quedaba por decir nada más, pues había alcanzado, en esas pocas páginas, su máxima posibilidad. Tal vez se deba a que no soy buen lector de novelas. Me fascina mucho más la expresión que la anécdota y la idea expresada o intuida a través de la forma, que el despliegue de páginas enteras tratando de convencer al lector de lo que a mí me había convencido desde el principio.
“Memorias...” es un gran acto de la memoria. El ajuste de cuentas de un anciano consigo mismo. Un pretexto para la mejor expresión literaria y para ratificar, entre los que lo leemos, una vocación de permanencia.
Todo verdadero novelista es el memorioso por excelencia. Aunque, paradójicamente, no pueda existir para un novelista algo más preciado que una mala memoria bien utilizada. Es la mala memoria la que nos permite cubrir los espacios en blanco de la mente mediante la imaginación creadora. Es lo que Marcel Proust quizás no nos explicó de un modo convincente: no nos debe bastar volver hacia el pasado mediante una memoria asociativa; es necesario ir hacia el pasado mediante una acción profundamente creadora. A veces, la imaginación puede llegar a implicar lo que nuestro pasado jamás implicó. A veces la imaginación puede llegar a explicar lo jamás explicado.
En torno a esto hay en el primer capítulo de la novela una muy oportuna, acaso contradictoria, cita del latino Cicerón, que reza textualmente: “No hay un anciano que olvide dónde escondió su tesoro”. Obviamente, los lectores sabemos cuál es el más grande tesoro del anciano Gabriel García Márquez. Mas, pudiéramos añadir, que lo que un buen anciano recuerda mejor es sólo lo esencial.
Quisiera ahora, para concluir, copiarle al lector unos breves versos del poeta español Gerardo Diego, que el autor de Memorias..., transcribió expresamente para su cuento “El avión de la bella durmiente”, cuando según él ya había leído “La casa de las bellas dormidas”, de Yasunari Kawabata. Pero, tal vez no había aún imaginado dormida a la joven pupila de Rosa Cabarcas. La bella durmiente del prostíbulo. Tan pobre y prostituida como la palabra contemporánea, la cual ejecuta todos los días, ante el tan convencional lector moderno, su propia y desbastada representación escénica, intacta para nosotros, lectores de García Márquez, como la única posibilidad de supervivencia de la poesía...
Pienso que dejarla dormida fue la única opción real que tuvo un verdadero esteta. Porque esa es la tragedia de una escritura que se resiste a contarnos la historia jamás contada. Inimaginado Castillo de la Pureza. Su Fortaleza y su Signo. De los siete Dones de la Doncella solamente uno le fue conferido: el de la misma escritura.
Bella durmiente secular, cien años y más dormida. Lo que estuvo siempre prohibido no fue el sexo, sino la ternura, espacio ahuecado debajo del entarimado de cartón, donde los niños traviesos de las ferias husmean, queriendo descubrir allí la gracia sin nombre del gran polichinela...
Aquí están por fin los versos de Gerardo Diego: “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”.

1 comment:

  1. Saludos Julio, como siempre muy agradable leer lo que escribes. haces que me vuelva a interesar por la literatura. Gracias.
    I. Quintero

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